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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (9 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Y tú, ¿qué vas a hacer?

—¿Yo?…, nada. ¿Qué quieres que haga? Te esperaré.

Dédé volvió a mirar a Mario. Le contempló durante algunos instantes, con la boca entreabierta y seca. «Tengo la boca pálida», pensó. Pegó una chupada a su cigarrillo: «Bueno». Se volvió hacia el espejo para dar un retoque a la visera de su gorra, inclinándola un poco más hacia la izquierda. En el espejo vio reflejada la totalidad de la habitación en la que vivía desde hacía más de un año. Era pequeña, fría, y tenía colgadas en la pared algunas fotografías de boxeadores y actrices recortadas de los periódicos. Su único lujo consistía en la lámpara situada por encima del diván: una bombilla eléctrica dentro de una tulipa de vidrio rosa pálido. No despreciaba a Mario por tener miedo. Hacía tiempo que conocía la nobleza del canguelo confesado, el que se expresa en estos términos:

«Estoy que me cago, los tengo en la garganta, estoy acojonado».

También él había corrido a menudo huyendo de un rival peligroso y armado. Esperaba que Mario aceptase el combate, estando él mismo resuelto a matar, si la ocasión se presentaba, al estibador recién salido de chirona. Salvar a Mario era salvarse a sí mismo. Y era normal tenerle miedo a Tony el estibador. Era un energúmeno y un bestia, de los que entran «a traición». A pesar de todo, a Dédé le resultaba extraño que la policía pareciera temblar ante un maleante, y por primera vez temió que aquel poder invisible, ideal, al que servía y detrás del cual se amparaba, pudiese no estar compuesto sino de flaquezas humanas. Tras haber tomado conciencia, a través de una fisura en su interior, de esta verdad, sintió que se estaba debilitando, pero a la vez, y por raro que parezca, que se estaba fortaleciendo. Por primera vez en su vida se había puesto a pensar y esto le causaba un poco de espanto.

—Pero ¿no se lo has dicho al jefe?

—Eso no es cosa tuya. Ya te he dicho tu trabajo. Hazlo.

Mario temía sordamente que el chico le traicionara. Al responderle, su voz tenía tendencia a suavizarse, pero se rehacía en seguida, incluso antes de haber abierto la boca, y le hablaba en tono cortante. Dédé miró su reloj de pulsera.

—Van a dar las cuatro —dijo—. Ya es de noche. Hay una especie de niebla… a no más de cinco metros.

—Entonces, ¿a qué esperas?

De pronto la voz de Mario se tornó más imperiosa. Se convirtió en el amo. Le había bastado atreverse a dar dos pasos dentro de la habitación con el fin de acercarse, con idéntica agilidad, al espejo, a peinarse, para ser de nuevo aquella sombra potente, ebúrnea y musculosa, alegre y joven, que engloba su propia forma y a veces la de Dédé. (Sonriendo, Dédé le decía a veces al mirarle durante sus encuentros: «Lo que me gusta es que me pierdo en ti», pero en otras ocasiones su orgullo se rebelaba contra aquel engullimiento. Esbozaba entonces un tímido gesto de rebeldía, pero una sonrisa o una orden seca volvían a ponerle a la sombra de Mario.)

—Sí.

Para satisfacción propia, acto de violencia del que sólo él sería consciente, pronunció la palabra con dureza. Inmóvil un instante para demostrarse a sí mismo su absoluta independencia, soltando un poco de humo en dirección a la ventana que estaba mirando, con una mano en el bolsillo, bruscamente, se volvió hacia Mario, y con idéntica brusquedad, mirándole fijamente a los ojos, le tendió la mano situada en el extremo de un brazo tieso, tenso.

—Adiós.

Tenía un tono fúnebre. Con una calma más natural, Mario respondió:

—Adiós, chaval. No tardes.

—No te vas a morir de pena, ¿no? Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

Se hallaba junto a la puerta. La abrió. Los pocos atavíos colgados en la percha de la puerta volaron fastuosamente, aunque el hedor desprendido de los retretes que daban al rellano se precipitó en la habitación. Mario percibió aquel aspecto súbitamente grandioso de las vestimentas. Un poco molesto, se oyó a sí mismo pronunciar:

—Estás haciendo teatro.

Se sintió conmovido, pero no fue capaz de deleitarse en el instante. Aquella sensibilidad, bastante velada, no respecto a la belleza formal, definitiva, sino hacia la indicación fulgurante de una manifestación que no tiene otro nombre que el de poesía, le dejaba ciertos días perplejo durante algunos segundos: un estibador tuvo una sonrisa tal al robar té en los almacenes casi delante de sus narices, que Mario sintió la tentación de pasar sin decirle nada, conoció una ligera vacilación, una especie de pesar por ser el policía en vez del ladrón. La vacilación duró poco. Apenas había dado un paso para alejarse cuando se le reveló la monstruosidad de su actitud. El orden al que servía quedaba irreparablemente subvertido. Se abría una brecha gigantesca. Y se puede afirmar que no detuvo al ladrón sino por una preocupación estética. En el primer momento su mal humor habitual estuvo a punto de desaparecer ante la gracia del estibador, pero cuando Mario tomó conciencia de aquella resistencia y de lo que originaba podemos asegurar que fue por odio a su belleza por lo que se resolvió a detener al ladrón.

Dédé volvió la cabeza, enviando con el rabillo del ojo un último adiós que su amigo interpretó como un signo de complicidad para con su última reflexión. Apenas cerrada la puerta, sintió que se le derretían los músculos, que sus miembros se le reblandecían como para adoptar una curva grácil. Era la misma impresión de hacía un momento, cuando jugando en torno al rostro de Mario había experimentado de pronto una especie de debilidad, en seguida superada, que le había hecho desear —inclinado ya su cuello con languidez— apoyar su cabeza en el grueso muslo de Mario.

—¡Dédé!

Abrió la puerta.

—¿Qué ocurre? Dime…

Mario se acercó, le miró a los ojos. Susurró dulcemente:

—Puedo tener confianza en ti, ¿verdad, chaval?

Un poco atónito, con la boca entreabierta, Dédé miró al policía sin responder, como si no entendiera.

—Estaría bueno…

Mario lo atrajo suavemente hasta dentro de la habitación, cerrando de nuevo la puerta.

—Quedamos en que harás lo que puedas para saber qué ocurre. Pero confío en ti. Nadie tiene que saber que estoy en tu cuarto. ¿De acuerdo?

El policía puso su gruesa mano ensortijada de oro en el hombro del pequeño confidente; luego le atrajo hacia sí:

—Hace ya tiempo que trabajamos juntos, ¿verdad, chaval? Bueno, pues ahora te toca a ti arreglártelas. Cuento contigo.

Le dio un beso en la sien y le dejó salir. Por segunda vez desde que se conocían se dirigía al muchacho llamándole «chaval». Aquella palabra le hacía comulgar con los maleantes, pero sobre todo unía a los dos amigos. Dédé salió. Bajó las escaleras. Su natural dureza le permitió en seguida ahuyentar su turbación. Salió a la calle. Mario le había sentido bajar las escaleras del sórdido piso amueblado con su paso acostumbrado, ágil, preciso y resuelto. En dos pasos, pues la habitación era pequeña y largas las zancadas de Mario, estuvo junto a la ventana. Apartó las cortinas de tul espeso, amarillas por el humo y la grasa. Ante él se extendían la estrecha callejuela y el muro. Era de noche. Tony iba adquiriendo un poder cada vez más grande. Se convertía en cada sombra, en cada girón de niebla, progresivamente más espesa y en cuyo interior desaparecía Dédé.

Querelle saltó desde la lancha al muelle. Tras él otros marineros, y entre ellos Vic. Venían del «Vengador». La lancha les devolvería a bordo un poco antes de las once. La niebla era muy espesa y en ella el día parecía haber cuajado. Habiéndose apoderado de la ciudad, amenazaba con durar más de veinticuatro horas. Sin decir ni pío a Querelle, Vic se alejó en dirección al puesto de aduanas que los marineros cruzan antes de subir las escaleras que conducen al plano de la carretera, ya que el muelle, como hemos dicho, está en la parte de abajo. En vez de hacer lo que Vic, Querelle desapareció en la niebla hacia el muro de contención que sirve de soporte a la carretera. Sonriendo sutilmente, aguardó un poco; luego bordeó el muro rozándolo con su mano sin guante. De repente sintió en sus dedos un ligero roce. Agarrando en seguida la punta de la cuerda, le ató un paquete que llevaba debajo del impermeable. Dio tres pequeños tirones de la cuerda, que subió lentamente a lo largo de la muralla hasta llegar a Vic, quien jalaba de ella.

El prefecto marítimo —Almirante de D… del M…— se quedó muy sorprendido al enterarse, a la mañana del día siguiente, de que un marinero joven había aparecido degollado en las murallas.

Querelle no se había dejado ver en ningún sitio en compañía de Vic. En el barco no se hablaban, o muy rara vez y sin entretenerse. Aquella misma tarde Querelle le había puesto al corriente rápidamente detrás de una chimenea. Así que le hubo alcanzado en la carretera, recobró del marinero el ovillo de cuerda y el paquete de opio. Cuando se halló a la altura de Vic y la manga de tela azul del impermeable de éste, pesado por la humedad, tocó la suya, Querelle sintió en todo su cuerpo la presencia del crimen. Ello sobrevino primero lentamente, algo así como las emociones del amor y, al parecer, por el mismo camino o más bien por el
negativo de ese camino
. Para evitar la ciudad y para infundir a su aspecto una apariencia aún más sospechosa, Querelle decidió bordear las murallas. Horadando la niebla, su voz llegó hasta Vic:

—Tira por aquí.

Siguieron por la carretera hasta el castillo (antigua residencia de Ana de Bretaña); luego cruzaron el Cours Dajot. Nadie les vio. Iban fumando. Querelle sonreía.

—No has dicho nada a nadie, ¿verdad?

—Te aseguro que no. No estoy chiflado.

El paseo estaba desierto. Nadie, por otra parte, se hubiera inquietado por dos marineros que se dirigían a cruzar el postigo de las murallas, a meterse entre los árboles descarnados por la niebla, las zarzas y las hierbas secas, las zanjas, el barro, las veredas perdidas hacia un bosquecillo mojado. Para todo el mundo eran dos jóvenes en busca de hembras.

—Vamos a pasar al otro lado. ¿Vale? Vamos a sortear las fortificaciones.

Querelle seguía sonriendo. Continuaba fumando. A medida que Vic caminaba al ritmo largo y pesado de Querelle, a medida que entraba en aquellos andares, una gran confianza lo habitaba. La presencia poderosa y silente de Querelle le infundía una sensación de autoridad que ya había conocido con ocasión de los asaltos a mano armada que ambos muchachos habían llevado a cabo juntos. Querelle sonreía. Dejaba incubarse en su interior aquella emoción que tan bien conocía que dentro de un momento, en el lugar adecuado, allí donde los árboles eran más tupidos y más espesa la niebla, le poseería por completo, ahuyentaría de él toda conciencia, todo espíritu crítico, y ordenaría a su cuerpo los ademanes perfectos, rigurosos y exactos del criminal. Dijo:

—Mi hermano se encarga de arreglarlo todo. Con él podemos estar tranquilos.

—No sabía que tu hermano estuviese en Brest.

Querelle calló. Sus ojos quedaron fijos como para observar dentro de sí, con más atención, el estiaje de su emoción. Se le heló la sonrisa. Los pulmones se le hincharon. Se desinfló. Quedó reducido a la nada.

—Sí, está en Brest, en «La Féria».

—En «La Féria». ¿En serio? ¿Y qué es lo que hace allí? ¡Menudo antro!

—¿Por qué?

Nada de Querelle quedaba ya en su propio cuerpo. Estaba vacío. Ante Vic ya no había nadie: el criminal acababa de llegar a su perfecta culminación por la aparición en el seno de la noche de unos cuantos árboles agrupados en forma de una cámara o, mejor, de una capilla, por cuyo centro transcurría el sendero. En el paquete que contenía el opio estaban también las joyas robadas con la complicidad de Vic.

—Bueno…, lo que se dice lo sabes igual que yo.

—¿Y qué? Se pasa por la piedra a la patrona.

Algo de Querelle afloró al borde de los labios y los dedos del asesino: aquella sombra furtiva de Querelle volvió a ver el rostro y la actitud soberana de Mario apoyado por Norbert. Se imponía franquear aquella muralla ante la cual Querelle palidecía, se disolvía. Escalarla o atravesarla. Hacerla derrumbarse con un empujón del hombro.

«Yo también tengo mis joyas», pensó.

Los anillos y las pulseras iban a ser sólo suyos. Bastaban para conferirle la autoridad suficiente para llevar a cabo un acto sagrado. Querelle no era ya sino un leve aliento suspendido de sus propios labios y con libertad para separarse del cuerpo y colgarse de la rama más cercana y más espinosa.

«Joyas. El poli está cubierto de joyas. Yo también tengo mis joyas. Y no les presto atención.»

Era libre de abandonar su cuerpo, soporte audaz de sus cojones. Conocía el peso y belleza de éstos. Con una sola mano, tranquilamente, abrió dentro del bolsillo del impermeable una navaja automática.

—Entonces ha tenido que pasárselo por la piedra el patrón.

—¿Y qué? Si le gusta…

—¡Leches!

Vic parecía abrumado.

—Si te lo propusieran, ¿tú aceptarías? Di.

—Por qué no. Si tuviera ganas. He hecho cosas peores.

Una pálida sonrisa acudió a los labios de Querelle.

—Si vieras a mi hermano, te prendarías de él. No te le resistirías.

—Me dolería.

—Te lo digo yo.

Querelle se detuvo.

—¿Echamos un cigarrillo?

El aliento, a punto de exhalarse, se desparramó por su interior y volvió a ser Querelle. Sin mover la mano, con los ojos fijos, pero con la mirada dirigida paradójicamente hacia dentro de sí, se vio efectuando la señal de la cruz. Tras esta señal, que advierte al público que el acróbata va a emprender un trabajo peligroso de muerte, Querelle ya no podía volverse atrás. Tenía que permanecer atento para poder ejecutar los gestos asesinos: no sorprender al marinero con un movimiento brutal, pues tal vez Vic no tuviese costumbre todavía de ser asesinado y gritaría. En tal caso el criminal tiene que batirse contra la vida y la muerte, chillando, pinchando en cualquier sitio. La última vez, en Cádiz, la víctima había manchado de sangre el cuello del impermeable de Querelle. Querelle se volvió hacia Vic, ofreciéndole un cigarrillo y el mechero con ademán escueto, pues le estorbaba el paquete que llevaba bajo el brazo.

—Enciende tú, enciende primero.

Vic le volvió la espalda para resguardarse del viento.

—Y tú le gustarías, porque eres una linda gatita. Y si le mamaras la picha como chupas la pipa, ¡qué gustirrinín le darías!

Vic volvió a echar humo y, al tiempo que tendía a Querelle el cigarrillo encendido, respondió:

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