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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (4 page)

BOOK: Querelle de Brest
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Mientras se descalzaba, la escena de la taberna volvía a la mente de Querelle, quien no era capaz de darle un significado preciso. Apenas podía pensarla en palabras. Lo único que sabía era que había suscitado en él una ligera ironía. No hubiera sabido decir por qué. Conociendo la severidad, la austeridad casi, de su rostro y su palidez, aquella ironía le confería lo que comúnmente suele llamarse un aire sarcástico. Durante algunos instantes se había quedado deslumbrado por la concordancia que se establecía, se alimentaba, estaba a punto de objetivarse, entre las miradas de ambos muchachos: uno cantando, de pie sobre la mesa, con el rostro inclinado hacia el otro, sentado, cuya mirada se alzaba hacia aquél. Querelle se quitó un calcetín. Aparte del beneficio material que le reportaban, sus asesinatos enriquecían a Querelle. Depositaban dentro de él una especie de limo, de mugre, cuyo olor daba pesadumbre a su desesperación. De cada una de sus víctimas guardaba algo un poco sucio: una camisa, un sostén, unos cordones de zapatos, un pañuelo, objetos que eran otras tantas pruebas contra sus coartadas y que podían perderle. Aquellos indicios eran los signos originales de su esplendor, de su triunfo. Constituían los detalles vergonzosos que se hallan en la base de toda luminosa aunque incierta apariencia. En el mundo de los marineros resplandecientes de belleza, de virilidad y de orgullo, se correspondían sordamente con estos atributos: un peine mugriento y desdentado en el fondo del bolsillo; las polainas del uniforme de combate, de lejos impolutas como las velas, pero, como éstas, imperfectamente lavadas; los pantalones elegantes, pero mal cortados; tatuajes mal ejecutados; un pañuelo sórdido; calcetines agujereados. Lo que era para nosotros el recuerdo de la mirada de Querelle, sólo podemos expresarlo mediante una imagen que se nos brinda de repente: el tallo delicado, medianamente espinoso y fácil de atravesar, de un alambre de púas al que se agarra la mano torpe de un preso o al que roza un paño tosco. Casi sin querer, bajito, dijo a uno de sus compañeros, estirado ya en su coy:

—Eran desternillantes los dos chavales.

—¿Qué dos chavales?

—¿Cómo?

Querelle levantó la cabeza. Su tronco no parecía entender nada. La conversación se interrumpió ahí. Querelle se quitó el otro calcetín y se acostó. No se trataba ahora de dormir, ni de darle vueltas a la escena de la taberna. Tendido, hallaba por fin la serenidad para pensar en sus negocios, pero tenía que hacerlo muy de prisa, a pesar del cansancio. Que el patrón de «La Féria» coja los dos kilos de opio, siempre que Querelle pueda sacarlos del aviso. Los aduaneros abren las maletas de los marineros, incluso las más pequeñas. Excepto a los oficiales, registran a todo el mundo en el muelle. Querelle pensó con toda seriedad en el teniente. Lo monstruoso de aquella idea se le reveló al tiempo que se le ocurría algo que sólo él hubiera podido traducir de este modo:

«No lleva tiempo ni nada mirándome con ojos de carnero degollado. Parece un gato meando en el rescoldo de la lumbre. Decididamente, lo tengo en el bote.»

Podría darle uso a la torpe pasión que el teniente traicionaba por sí mismo.

«No es más que un gilipollas. Sería capaz de empalmarme con un vicioso como éste.»

Furtivamente, un recuerdo atravesó el espíritu de Querelle, la escena reciente en que, frente a él, el teniente Seblon había respondido con altivez, casi con impertinencia, a un superior.

Querelle estaba contento de saber que Robert llevaba una vida de lujo asiático, muelle y tranquila, que era el amante de la dueña de una casa de putas y el amigo del marido consentidor. Cerró los ojos. Se acercaba a aquella región de sí mismo en la que volvería a encontrarse con su hermano. Sus propios contornos se confundían con los de Robert, pero de ello extraía, en primer lugar, las palabras, y luego, gracias a un mecanismo muy elemental, un pensamiento claro, que iba cobrando vida poco a poco y que, a medida que se alejaba de aquellas profundidades, le diferenciaba de su hermano, suscitando en Querelle actos singulares, todo un sistema de operaciones solitarias que, lentamente, se le volvían consustanciales, totalmente suyas y que compartía —como lazo de unión entre los dos— con Vic. Y Querelle, cuyos pensamientos habían conquistado la independencia para llegar hasta Vic, se separaba de él, a medida que se adentraba en sí mismo, en busca ciega de esos limbos inefables que tanto se asemejan a un inconsistente alimento de amor. Apenas se acariciaba la verga acurrucada en su mano. No se empalmaba. Con los demás marineros, en el mar, había hablado de ir a Brest a descargar sus pelotas, pero esa noche ni siquiera se le pasaba por la cabeza que hubiese tenido que besar a la chica.

Querelle era la réplica exacta de su hermano Robert, tal vez algo más arisco, mientras que éste era más afectuoso (matiz por el que le reconoceremos, pero imposible de advertir para una chica enfadada). Era preciso que en nuestro interior presintiésemos la presencia de Querelle, puesto que un cierto día, cuya fecha y hora exactas podríamos dar sin dificultad, resolvimos escribir su historia (palabra poco adecuada si lo que pretende es designar una aventura o una serie de aventuras vividas). Poco a poco experimentamos cómo Querelle —en el interior ya de nuestra carne— crecía, se desarrollaba en nuestra alma, se nutría de lo mejor de nosotros mismos, y en primer lugar de nuestra desesperación por no estar nosotros dentro de él sino de llevarlo a él dentro de nosotros. Tras este descubrimiento de Querelle, pretendemos que se convierta en el prototipo del héroe desdeñoso. Persiguiendo en nuestro interior mismo su destino y su desarrollo, veremos cómo se presta a ello para realizarse en un final que parece ser su propia voluntad y su propio destino.

La escena que vamos a relatar es la trasposición del acontecimiento que nos reveló a Querelle. (Hablamos todavía de ese personaje ideal y heroico, producto de nuestros amores secretos.) Sobre este acontecimiento podemos decir que fue comparable a la Anunciación. Sin duda, no fue hasta mucho tiempo después de haber tenido lugar cuando lo reconocimos como un acontecimiento «preñado» de consecuencias, pero ya al vivirlo fuimos sacudidos por un estremecimiento anunciador. En fin, para que os resulte visible, para que se convierta en un personaje de novela, Querelle tiene que ser mostrado fuera de nosotros mismos. Conoceréis, pues, la belleza aparente —y real— de su cuerpo, de sus actitudes, de sus hazañas, y la lenta descomposición de todo ello.

Con solemne lentitud, bajo el indolente dedo, quizá de Dios, el globo terrestre gira en torno a su eje. Ante nuestra mirada se despliegan los Océanos, las Arenas, los Bosques, las Tierras cubiertas de niebla. La mirada de Dios atraviesa el azul. Su dedo se detiene. Separa la bruma con la precaución del granjero que vela por una camada de conejitos retirando la capa de pelusa que los protege; con la misma lentitud y precaución que transmite al brazo y al pecho la tímida audacia con que separamos con el dedo el tejido descuidado y abandonado de la bragueta de un chico imprudentemente dormido a nuestro lado. Nuestro ojo se fija. Dios deja de respirar. Su mirada
anima
a Brest.

A medida que se baja hacia el puerto la niebla parece espesarse: hasta tal punto que en Recouvrance, una vez cruzado el puente del Penfeld, las casas, las paredes y los techos parecen flotar. En las callejuelas que descienden hasta los muelles uno está solo. A veces luce tenuemente el sol a franjas de una mantequería entornada. Cruzada su vaporosa claridad, uno se encuentra de nuevo en la materia opaca, en la niebla amenazadora que protege: un marino borracho tambaleándose sobre sus piernas entorpecidas, un estibador arqueado sobre una chica, un maleante armado tal vez con un cuchillo, nosotros mismos, o vosotros, con el corazón palpitante. La niebla unía a Gil y a Roger. Les aportaba una confianza y una amistad recíprocas. Aunque no pudieran percatarse de ello con claridad, aquella soledad les confería una ligera vacilación un tanto temerosa, estremecida, una emoción encantadora como la de los niños; sus manos —hundidas, sin embargo, en los bolsillos— se tocaron y sus pies se enredaron.

—Anda con cuidado, coño. Sigue.

—Ya pronto viene el muelle. Hay que tener cuidado.

—Cuidado, ¿con qué? ¿Tienes canguelo?

—No, pero por si acaso…

A veces presentían el paso de una mujer, veían el resplandor inmóvil de un cigarrillo, adivinaban a una pareja abrazada.

—¿Y?… ¿Por si acaso qué?

—¡Hay que ver, Gil! Parece que estás cabreado. No tengo la culpa de que mi hermana no haya podido venir.

Y un poco más abajo, tras dos pasos en silencio, añadió:

—Cuando bailabas con la rubia ayer no debías de pensar mucho en Paulette.

—¿Y a ti qué leches te importa? Claro que estuve bailando con ella. ¿Y qué?

—No creo que bailaras sin más. Te fuiste con ella.

—¿Y eso qué? A tu hermana y a mí no nos han echado las bendiciones, y no eres tú quien me va a sermonear. Lo único que te digo es que podrías habértelas arreglado para traerla. (Gil estaba hablando bastante alto, pero sin articular con claridad para que nadie más que Roger pudiera comprenderlo. Gilbert bajo de nuevo su voz alterada por cierta inquietud:)

—Y de lo que te he dicho, ¿qué?

—No he podido. De verdad, Gil. Te lo juro.

Torcieron a la izquierda, en dirección a los depósitos de la Marina. Por segunda vez se entrechocaron. Maquinalmente, Gil colocó su mano en el hombro del muchacho. No volvió a quitarla. Roger aflojó el paso, convencido de que su amigo se iba a detener. ¿Qué sería de él? Una infinita ternura ablandaba el cuerpo del crío, pero alguien pasó: no se podía estar allí con Gilbert en una total soledad. Gil retiró su mano, la metió de nuevo en el bolsillo del pantalón y Roger se sintió abandonado. Sin embargo, al retirarla, Gil no pudo evitar que la mano se apoyara con más fuerza en el hombro del chico. Como si una especie de añoranza la hubiera vuelto pesada. Gil se empalmó.

—Mierda.

Sintió la resistencia del calzoncillo aprisionando su pene. La idea de «mierda» (aún no la sorpresa) se instaló en él, se impregnó en todo su cuerpo a medida que el miembro se endurecía y se arqueaba nervudo, se elevaba al fin a pesar del calzoncillo de tejido estrecho, sólido y fino.

Intentó ver en su interior, con más precisión, el rostro de Paulette, y súbitamente, desplazando su mente hacia otro punto, intentó, a pesar del obstáculo que suponía la falda, concentrarse en lo que entre los muslos guardaba la hermana de Roger. Necesitado de un soporte físico fácil e inmediatamente accesible, se dijo mentalmente con un acento cínico:

«Y pensar que su hermano está aquí mismo, a mi lado, en la niebla.»

Acababa de darse cuenta de lo delicioso que era penetrar en aquel calor, en el agujero negro, acolchado, ligeramente entreabierto, del que se escapan oleadas de olores densos y ardientes, incluso cuando los cadáveres están ya helados.

—Me gusta tu hermana, ¿sabes?

Roger sonrió abiertamente. Volvió su rostro nítido hacia el de Gil.

—¡Oh!…

Era un sonido dulce y ronco que parecía brotar del vientre de Gil, no ser sino un suspiro angustiado nacido en la base de su verga erecta. Percibía, desde luego, la existencia de un canal de comunicación rápida, directa e inmediata entre la base de su sexo y el fondo de su garganta y su estertor ensordecido. Nos gustaría que estas reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de estos personajes que poco a poco se independizarán de vuestros propios impulsos. Paulatinamente la cola de Gil iba cobrando vigor. Dentro del bolsillo, su mano la refrenaba, aplastándola contra su vientre. Tenía la entidad de un árbol, de un roble de pie musgoso, entre cuyas raíces nacen mandrágoras emisoras de lamentos. (Bromeando acerca de su sexo erecto, Gil le llamaba a veces al despertarse: «mi ahorcado».) Anduvieron todavía un poco, pero lentamente.

—Así que te gusta, ¿eh?

Poco faltó para que el resplandor de la sonrisa de Roger iluminara la niebla, encendiendo en ella una miríada de estrellas. Le hacía feliz sentir que, a su lado, el deseo amoroso agolpaba la saliva en los labios de Gil.

—¿Te hace gracia eso a ti?

Con los dientes apretados, sin sacarse las manos de los bolsillos, haciéndole frente, Gil obligó al muchacho a recular hasta una oquedad de la muralla. Lo empujó con el vientre y con el busto. Roger conservó casi intacta su sonrisa, retirando apenas la cabeza ante el rostro tenso del joven albañil, que lo aplastaba con todo el peso de su cuerpo vigoroso.

—Con que te pitorreas, ¿eh?

Gil sacó una mano —la que no sostenía su polla— del bolsillo. La posó en el hombro de Roger, y tan cerca del cuello que con su pulgar rozó la piel helada del cuello del chaval. Con los hombros apoyados contra el muro, Roger se dejó deslizar con suavidad, como desplomándose. Continuaba sonriendo.

—¿Cómo? Así que te resulta gracioso, ¿verdad?

Gil avanzaba en plan conquistador, casi como un enamorado. Su boca tenía la crueldad y la flacidez de las bocas de los seductores, adornadas de un fino bigote negro, y su rostro se tornó de pronto tan grave que la sonrisa de Roger, como resultado de bajar ligeramente las comisuras de los labios, se entristeció. Con la espalda contra el muro, Roger seguía deslizándose suavemente, guardando la sonrisa un tanto triste con la que parecía zozobrar, ser engullido por la ola monstruosa de Gil, quien se iba a pique junto a él, la mano en el bolsillo, amarrándose al último resto del naufragio.

—¡Oh!

Gil dejó oír el mismo estertor, ronco y lejano, del que antes hemos hablado.

—¡Oh!, cómo la deseo, a tu hermana, sabes. Te aseguro que si la cojo como te tengo a ti, ¡vaya si se la metería!

Roger enmudeció. Su sonrisa se desvaneció. Siguió mirando fijamente a los ojos de Gil, cuya única dulzura afloraba en las cejas empolvadas de cal y cemento.

—¡Gil!

Pensó:

«Es Gil, Gilbert Turko. Un polaco
[4]
. No hace mucho que trabaja en el Arsenal, con los albañiles. Es muy colérico.»

Al oído, mezclando las palabras con su aliento que horadaba la niebla, le susurró:

—¡Gil!

—¡Oh!… ¡Oh!… Qué ganas tengo. ¡Vaya si se la metería! Te pareces a ella. La misma carita.

Llevó su mano más cerca del cuello de Roger. Sentirse soberano en el corazón de la masa leve de aquel tul aumentaba en Gil el deseo de ser duro, preciso, tajante. Tal vez hubiera bastado desgarrar la niebla, reventarla con un gesto brusco y brutal, con una mirada violenta, para afirmar su virilidad, que sería de nuevo esa noche, al regresar a los barracones, torpe y aviesamente humillada.

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