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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (23 page)

BOOK: Querelle de Brest
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«Ya deben de haber enterrado a Théo. Los compañeros no habrán currelado. Todos habrán cotizado para la corona.»

La corona de Gil. Enterramos a Gil. Se acurrucaba, permanecía en un rincón de las murallas, con las rodillas apretadas entre sus brazos. A veces andaba, pero siempre lo hacía sigilosamente, con miedo, misteriosamente, aprisionado a la muralla, como el barón Franck, por una complicada red de cadenas que iban desde su cuello a sus muñecas, a su talle, a sus tobillos y a las piedras del muro. Arrastraba con prudencia aquel metal invisible y pesado y se quedaba asombrado, sin querer, de poderse quitar con tanta facilidad las ropas, el pantalón que hubiera debido abrocharse a lo largo de los muslos y la chaqueta a lo largo de las mangas. Caminaba, en fin, despacito por miedo al espectro, al que podía hacer levantarse ligeramente por un paso demasiado rápido, desplegarse totalmente y a toda vela por el viento, por el más leve jadeo producto de la menor carrera. El espectro se hallaba bajo sus pies, Gil tenía que achatarlo, aplastarlo con su caminar pesado. El espectro estaba en sus brazos, en sus piernas. Gil tenía que ahogarlo moviéndose lentamente. Una vuelta demasiado rápida le hubiera hecho desplegarse de él, abrir un ala, blanca o negra, y sobre todo reclinar sobre la cabeza de Gil su cabeza informe e invisible, y susurrarle luego al oído, al oído mismo de Gil, con voz tonante, las amenazas más terribles. El espectro estaba en él y Gil tenía que impedirle levantarse. De nada le servía haber dado muerte a Théo. Un hombre al que se ha matado está más vivo que en vida. Es más peligroso también. Gil no pensó ni por un segundo en Roger, quien no pensaba sino en Gil. Obstinadamente huían de su mente las circunstancias del drama. Sabía que había matado y que el muerto era Théo. Pero ¿era en verdad Théo? ¿Era cierto que estaba muerto? Gil hubiera debido preguntarle antes: «¿Eres verdaderamente Théo, al menos?». Si le hubiera respondido que sí habría saboreado un inmenso consuelo; aunque, pensándolo bien, no por ello la certidumbre hubiera sido mayor. El moribundo podía responderle adrede, por malicia, para hacerle cometer un asesinato inútil. Théo era un tipo que tal vez le odiaba hasta ese punto, que sentía por Gil un odio metafísico. Gil se tranquilizaba a veces por haber reconocido los millares de minúsculas arrugas de la piel y las delicadas comisuras de los labios de la víctima. Otras veces se ponía a temblar de miedo. Había cometido un crimen que ni siquiera le había reportado ninguna pasta. Ni un céntimo. Era un crimen vacío como un cubo sin fondo. Un error. Gil pensó qué podía hacer para repararlo. Primero, acurrucado en el rincón, agazapado entre las piedras húmedas, con la cabeza baja, trató de destruir su acto descomponiéndolo en gestos que, por separado, eran inofensivos. «¡Abrir una puerta! No está prohibido abrir una puerta. ¿Y coger una botella? No está prohibido. ¿Y romper una botella? No está prohibido. ¿Y colocar las partes cortantes contra la piel del cuello? No es nada del otro mundo, no está prohibido. ¿E hincarlas? ¿Y seguir hincándolas? No es nada del otro mundo. ¿Y hacer que brote un poco de sangre? No está prohibido. Se puede. ¿Y un poco más de sangre, un poco más todavía?…» El crimen podía, pues, quedar reducido a muy poca cosa, quedar reducido a esa medida inaprensible que va de lo permitido hasta aquello que hace —pero bordeando lo permitido y sin poder separarse de ello— que se haya cometido un asesinato. Gil se aplicó encarnizadamente a reducir el crimen, a hacerlo tan tenue como fuera posible. Obligó a su mente a fijar el punto que separa lo «permitido» del «demasiado tarde». Pero no conseguía resolver esta cuestión: «¿Por qué haber matado a Théo?». Continuaba siendo un asesinato inútil, un error, y no se puede reparar un error. Dejando a un lado el primer mecanismo de destrucción del crimen, es, sin embargo, a esto último a lo que se consagró Gil. Pronto, tras algunos rodeos, algunos tropezones en torno a ciertos acontecimientos en su vida, su espíritu se apoderó de esta idea: para reparar este crimen inútil hay que cometer otro (el mismo), pero que sirva. Un crimen que proporcione fortuna, que torne eficaz el precedente (como un acto definitivo) por haber provocado el segundo. ¿A quién podría matar ahora? En resumidas cuentas, no conocía a ningún ricachón. Tendría, pues, que salir al campo, coger el tren, llegar a Rennes, a Paris quizá, donde las gentes son ricas y se pasean por la calle esperando impaciente o apaciblemente que un ladrón los mate. Este destino aceptado por los ricos, su voluntaria espera del crimen, obsesionaban a Gil. En las grandes ciudades le parecía evidente que los ricachones no esperaran sino al criminal que les va a matar y saqueará sus riquezas. En cambio, aquí, en esta aldea y este escondrijo, tendría que arrastrar la mole embarazosa e inútil de su primer crimen. Varias veces se le ocurrió la idea de entregarse a la policía, pero se lo impidió el miedo, que conservaba desde su infancia, a los guardias y a sus uniformes fúnebres. Temió que le fueran a guillotinar inmediatamente. Se enterneció pensando en su madre. Le pidió perdón. Revivió su juventud, el período de aprendizaje con su padre, y luego sus comienzos en los astilleros del sur. Cobrando sentido cada uno de los detalles de su vida, le indicaban que desde siempre había sido designado para un destino trágico. Pronto llegó a la conclusión de que si se hizo albañil, fue para cometer el asesinato. El miedo a su acto —y a un destino tan fuera de lo común— le obligaba a meditar, a reconcentrarse en sí mismo, es decir, a pensar. La desesperación llevaba a Gil a tomar conciencia —o conocimiento de sí—. Pensaba, pero bajo esta forma al principio: en el presidio, mirando al mar, se vio tan lejos del mundo como si hubiese estado repentinamente en Grecia, en lo alto de una roca, meditando en cuclillas ante el mar Egeo. Habiéndole obligado el abandono en que se encontraba a considerar el mundo como exterior a él y a los objetos como otros tantos enemigos, por fin se establecían relaciones entre ellos y él. Estaba pensando. Se veía y se veía grande, muy grande, puesto que se oponía al mundo. Y en primer lugar a Mario, cuyos insomnios adquirían la amplitud de una meditación musical sobre el origen y el fin de los tiempos. La imposibilidad de detener a Gil Turko, de descubrir su escondrijo y la ligazón que presentía entre los dos asesinatos le producía al policía un sordo malestar que él relacionaba místicamente con la amenaza de Tony Cuando Dédé regresó sin haberse enterado de nada en concreto, Mario se dejó llevar por aquella angustia que le había hecho dudar, al salir de la habitación del niño, si debía bajar o no las escaleras. Dédé reparó en aquella ligera vacilación. Le dijo:

—De todos modos, no tienes nada que temer: no se atreverá.

Mario se tragó la palabrota. Si procuraba salir solo, sin que le acompañara su habitual compañero (aquel joven policía que hacía exclamar a Dédé entusiasmado: «Los dos juntos formáis un hermoso par», erigiéndolos de este modo a los ojos del chiquillo en un potente atributo sexual), era para borrar la vergüenza de aquel primer impulso de miedo y también con la esperanza de conjurar el peligro por miedo de su audacia. Así pues, Mario decidía salir por la noche, en plena niebla, donde un crimen se comete en un santiamén. Caminaba entonces con paso firme, las manos en los bolsillos de la gabardina, o bien ajustando perfectamente a sus dedos los guantes de cuero oscuro. Este simple gesto le ligaba al aparato invencible de la policía. La primera vez salió sin revólver, confiando en que con ayuda de este definitivo gesto de candor, de esta pureza, desarmaría a los estibadores que querían su pellejo; pero al día siguiente cogió el arma que aumentaba lo que el llamaba su cotización y que representaba su confianza en un orden cuyo símbolo es el revólver. Para encontrarse con Dédé trazaba en el vaho de las vidrieras de la comisaría el nombre de una calle que tendría que descifrar al revés, al pasar, el pequeño soplón, cuya ingenuidad se obstinaba en buscar dónde podría reunirse el tribunal de maleantes encargado de juzgar al policía. En cuanto a Gil, partiendo de su acto, a fin de justificarle, de convertirlo en inevitable,
recorría hacia
atrás su vida. Procediendo así: «Si no me hubiera encontrado a Roger…, si no hubiera venido a Brest…, si etc.», llegaría a la conclusión de que aunque el crimen había salido de su brazo, de su cuerpo, y del curso entero de su vida, tenía su fuente fuera de él.

Esta manera de entender su acto sumía a Gil en el fatalismo, era un obstáculo más a aquel deseo de superar el crimen aceptándolo deliberadamente. Una noche salió por fin del presidio. Consiguió llegar a casa de Roger. La oscuridad era total, espesada aún más por la niebla. Brest dormía. Sin equivocarse, después de hábiles rodeos, Gilíes llegó hasta Recouvrance sin encontrarse con nadie. Ya ante la casa se preguntó con inquietud cómo dar a conocer a Roger su presencia. De súbito, impaciente por conocer si tendría éxito su truco, por primera vez en tres días sonrió ligeramente y ligeramente silbó:

«Es un jovial bandido

que de nada se espanta
.

Su voz en la maleza

enternece a la pasma
…»

En el primer piso se abrió despacio una ventana. La voz de Roger cuchicheó:

—Gil.

Gil se acercó cautelosamente. Al pie de la pared, con la cabeza alzada, silbó, más suavemente todavía, el mismo estribillo. La niebla era demasiado espesa para que pudiera ver a Roger.

—Gil, ¿eres tú?… Soy Roger.

—Baja. Tengo que hablarte.

Con infinito cuidado Roger cerró la ventana. Instantes después abría la puerta. Estaba en camisa y descalzo. Sin hacer el menor ruido, Gil entró.

—Habla muy bajito porque mi vieja a veces no duerme. Paulette tampoco.

—¿Tienes algo que jalar?

Se encontraban en la sala principal, donde dormía la madre, cuya respiración oían. En la sombra, Roger asió la mano de Gil y le susurró:

—No te muevas de ahí; voy a buscarlo.

Corrió suavemente la tapa de la artesa y volvió con un trozo de pan que puso a tientas en la mano de Gil, inmóvil en medio de la sala.

—Oye, Roger, ¿por qué no vienes a verme mañana?, ¿quieres?

—¿A dónde?

Las réplicas eran tan sólo un aliento que circulaba de una boca a la otra.

—Al presidio marítimo. Estoy escondido allí. Pasas por la puerta del Arsenal. Te espero hacia la noche. Pero no te dejes ver.

—Sí, cuenta conmigo, Gil.

—¿No ha habido nada más? ¿Te han preguntado los polis?

—Sí, pero no he dicho nada.

Roger se acercó más. Cogió a Gil por ambos brazos y le susurró:

—Te lo juro. Iré.

El pequeño albañil se arrimó al chico y con el aliento en sus ojos quedó tan turbado como si le besara en las mejillas o en los labios. Dijo:

—Hasta mañana.

Roger abrió la puerta de la calle con la misma prudencia. Gil salió. En el umbral retuvo un instante a Roger y le preguntó después de un momento de vacilación:

—¿La diñó?

—Ya te contaré mañana.

Sus manos se separaron en la oscuridad y, de puntillas, Gil volvió al presidio marítimo, devorando a dentelladas el pedazo de pan.

Roger venía todos los días, por la noche, a la hora en que la niebla se torna más espesa. Robaba hábilmente en su casa algo de alimento. Más adelante llegaría incluso a robarle dinero a su madre para comprar pan. Escondía la hogaza bajo la chaqueta y llegaba al presidio marítimo a través de las fortificaciones. Gil le esperaba hacia las seis. Roger le traía las noticias. Los periódicos habían dejado de hablar del doble asesinato y del asesino, al que se suponía fuera de Brest. Gil comía solo. Después fumaba un cigarrillo.

—Y Paulette, ¿qué es de ella?

—Nada. Sigue sin trabajar. Se queda en casa.

—¿Tú le hablas alguna vez de mí?

—Pero si no puedo. No te das cuenta. ¿Y sí me preguntan dónde estás y me siguen?

Era feliz de haber hallado un pretexto para alejar a su hermana de la intimidad fabulosa que le unía a Gil. En aquella celda de granito, junto a su amigo, en medio del olor a brea, se sentía sorprendentemente tranquilo. Se acurrucaba a su lado, sobre la manta de algodón robada en el desván, y veía fumar a su ídolo. Miraba su rostro de superficies lisas, en el que la barba estaba ya crecida. Lo admiraba. En sus primeros encuentros en el presidio, Gil había hablado sin cesar, había hablado largo tiempo; y a cualquiera que no fuera aquel niño, empeñado en magnificarlo todo, un parloteo tal le hubiera parecido un síntoma inconfundible de un canguelo penoso, enfermizo casi. Roger sólo veía en ello la sublime expresión de una tormenta interior. Era así como tenía que mostrarse aquel héroe repleto de gritos, de crímenes y de tempestades. Tres años más que los de Roger daban derecho a Gil a ser un hombre. La dureza de aquel pálido rostro, en el que se acusaban los músculos (músculos cuya sola vista derribaba a Roger con tanta presteza como los que dirigen el puño de un boxeador) le hacía vislumbrar los músculos de su cuerpo y de sus miembros sólidos, capaces de realizar en un tajo trabajos de hombre. Roger mismo llevaba todavía pantalón corto y, aunque eran fuertes, sus muslos no tenían, sin embargo, la rotunda firmeza de los de Gil.

Tumbado cerca de éste, al que se arrimaba todo lo que podía, apoyando un codo en el suelo, miraba aquel rostro pálido y contraído por el odio a esta vida. Roger reclinaba su cabeza sobre las piernas de Gil.

—Hay que esperar, ¿eh?, ¿no crees? Vale más esperar todavía para salir.

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