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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (24 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Para el comandante Kholos fue como otra cualquiera, y la jasó roncando de principio a fin.

—Queríais que os despertara pronto, señor. —El capitán Vardash entró en la tienda del comandante y se paró respetuosamente junto a la cama, otro botín de una casa solariega cuyo traslado se había hecho con un coste considerable y muchos inconvenientes.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa ahora? —Kholos parpadeó y miró a su oficial, el cual encendía una lámpara que había sobre el escritorio.

—Casi ha amanecido, señor. Queríais que os despertara temprano. El asalto a la ciudad es hoy.

—Ah, sí. —El comandante bostezó y se rascó—. Entonces supongo que será mejor que me levante.

—Aquí tenéis vuestra cerveza, señor. Los filetes de venado están en camino. El cocinero quiere saber si queréis patatas o pan en el desayuno.

—Las dos cosas. Y dile que ponga algunas cebollas con las patatas. Anoche tuve una idea —añadió Kholos mientras se sentaba al borde de la cama y se ponía las botas—. ¿Sigue ese hechicero, Immolatus, en el campamento?

—Imagino que sí, señor —respondió lentamente Vardash, tratando de hacer memoria—. No lo he visto en las últimas horas, pero es un hombre al que no le gusta relacionarse y se queda en su tienda.

—Comiendo nuestras raciones y sin hacer ni una maldita cosa para ganárselo. Bien, pues tengo trabajo para él esta mañana. Se me ha ocurrido que cuando los hombres del barón alcancen la muralla, o lo que quede de ellos después de que nuestros arqueros hayan hecho su trabajo, el hechicero podría hacer algún tipo de conjuro para que la muralla se desplomara sobre ellos. ¿Qué te parece?

—Es una muralla muy, muy grande, señor —sugirió, vacilante, Vardash.

—Eso ya lo sé —repuso malhumorado el comandante—. Pero esos hechiceros tienen que saber conjuros para ocuparse de esa dase de cosas. Si no ¿para qué sirven? Haz que el condenado hechicero se presente ante mí. Se lo preguntaré yo mismo.

Kholos se puso de pie, desnudo salvo por las botas. Un vello largo y grueso cubría la mayor parte de su cuerpo, excepto en los sitios donde su gruesa piel se fruncía por las cicatrices de heridas recibidas en batalla. Mientras hablaba volvió a rascarse, atrapó una pulga y la aplastó entre el pulgar y el índice.

Vardash envió un soldado a buscar al hechicero. El desayuno llegó y el comandante devoró los fuetes todavía sangrantes, una hogaza de pan y montones de patatas y cebollas, todo ello sin dejar de impartir órdenes para los preparativos de la batalla del día. Aunque el cielo seguía oscuro, con sólo un atisbo de rosa en el horizonte anunciando el amanecer, el campamento estaba en pie y ajetreado. Los hombres desayunaban, a juzgar por el ruido que llegaba del comedor de la tropa.

El cielo empezó a aclarar de manera perceptible. Un pájaro ensayó uno o dos trinos vacilantes. El asistente ayudó al comandante Kholos a vestirse y a ponerse la armadura, pero como ésta era pesada y maciza tuvo que pedir a Vardash que le ayudara con el peto, ya que hacían falta dos hombres para levantar al comandante. El comandante Kholos soltó un gruñido, se golpeó en el torso unas cuantas veces para encajar en su sitio el dichoso peto, se ajustó los brazales y anunció que estaba listo.

Un soldado llegó a la tienda para informar que el hechicero no se encontraba en su tienda y que tampoco la oficial Uth Matar estaba en la suya. Nadie los había visto a ninguno de los dos desde hacía horas. Otro soldado comentó que había oído a Uth Matar decirle algo al hechicero sobre un trabajo terminado y sobre regresar a Sanction.

—¿Y quién les ha dado permiso para volver a Sanction? —demandó furioso Kholos—. ¡Se supone que tenían que traerme un mapa que me mostrara dónde encontrar esos malditos huevos de dragón!

—Actuaban siguiendo órdenes directas de lord Ariakas, señor —le recordó respetuosamente Vardash—. Quizás el general cambió de opinión. A lo mejor tiene intención de buscar esos huevos él mismo. Sinceramente, señor, creo que es mejor habernos librado de ese hechicero. No me fío en absoluto de él.

—Yo no planeaba confiar en él —replicó, irritado, Kholos—. Sólo quería que derribara una condenada muralla. ¿Es mucho pedir? Con todo, supongo que tienes razón. Dame mi espada. Y también llevaré mi hacía de guerra. Contamos con los arqueros para que se ocupen de los hombres del barón. ¿Se les ha dado ya la orden, capitán? ¿Saben lo que tienen que hacer?

—Sí, señor. Las órdenes son que les disparen por la espalda, señor, en el momento que hayan tomado las puertas. Un plan mucho mejor que confiar en la magia, si se me permite decirlo, señor.

—Tal vez tengas razón, Vardash. Entre nuestros arqueros y los que están en la ciudad, el ejército del barón debería quedar barrido para… ¿Cuándo calculas, Vardash?

—Yo diría que a mediodía, señor.

—¿De veras? ¿Tan tarde? Yo pensaba que a media mañana. ¿Hacemos una apuesta?

—Me encantaría, señor —repuso el oficial sin demasiado entusiasmo.

Jamás ganaba una apuesta a Kholos, quien, fuera cual fuese el resultado, recordaba convenientemente los términos de la apuesta como favorables para él. Si los hombres del barón continuaban vivos y coleando al mediodía, el comandante aseguraría que había sido él quien había marcado esa hora y que era Vardash quien, con excesivo optimismo, había dicho a media mañana.

Kholos estaba de buen humor. Sin lugar a dudas la ciudad caería en sus manos ese día. Esa noche dormiría en la cama del alcalde, puede que con la esposa del mandatario, si es que no era una vaca. En tal caso, tendría dónde elegir entre el resto de las mujeres de la ciudad. Dedicaría uno o dos días en extinguir cualquier foco de resistencia, seleccionar los mejores esclavos, matar a aquellos que no alcanzaran el nivel requerido, cargar las carretas con el botín y después prendería fuego a la ciudad. Una vez que Ultima Esperanza hubiese quedado reducida a cenizas, emprendería el largo pero triunfante camino de regreso a Sanction.

El campamento mercenario también estaba despierto y activo esa mañana.

—Señor, dijisteis que se os despertara antes del amanecer —empezó el comandante Morgón y entonces vio que no era necesario.

El barón ya estaba despierto. Había regresado al campamento hacía una hora, se había tumbado para disfrutar de un breve descanso y ahora estaba tendido en el catre, cavilando sobre sus planes para el día. Se sentó al borde del catre y empezó a calzarse las altas botas. Ya tenía puestos los pantalones y la camisa.

—¿Queréis desayunar ya, señor? —preguntó Morgón.

—Sí —asintió Ivor—. Que mis oficiales se reúnan conmigo en la tienda de mando y avisa que se sirva el desayuno allí.

—¿Filetes de venado con patatas y cebollas, señor? —sugirió Morgón con una sonrisilla.

El barón levantó bruscamente la cabeza y estrechó los ojos.

—¿Qué te propones, Morgón? ¿Matarme antes de que el enemigo haya medido sus armas conmigo?

—No, señor —rió el oficial—. Acabo de regresar del campamento de nuestros bizarros aliados y ése es el desayuno preferido por el comandante Kholos antes de una batalla.

—Espero que le dé un buen ardor de estómago —dijo malhumorado el barón—. Tomaré lo de siempre, picatostes empapados con vino dulce. Y dile al cocinero que mezcle un huevo en eso. Bueno, ¿qué se cuentan nuestros bizarros aliados?

—El comandante nos desea suerte en nuestro ataque y promete apoyarnos en la entrada a la ciudad.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Muy bien, Morgón. Tienes tus órdenes y sabes qué has de hacer —dijo el barón.

—Sí, señor. —Morgón saludó y se marchó.

Ivor se reunió con sus oficiales y expuso sus planes para el asalto de la puerta.

—Ahorraos las preguntas, caballeros —concluyó al final de la reunión—. No tengo las respuestas. Buena suerte a todos.

Cuatro cornetas, cuatro tambores, un portaestandarte, varios oficiales del estado mayor, cinco corredores y diez soldados de la guardia personal conformaban el grupo de mando que ocupaba el centro de la línea de infantería.

—Despliega la bandera —ordenó el barón.

El portaestandarte tiró de un cordón unido a la parte superior de la insignia y ésta se desenrolló. El símbolo del bisonte ondeó sobre el ejército.

—Cornetas, ¡toque de llamamiento a las armas!

Los cuatro cornetas lanzaron las notas al unísono y repitieron el toque tres veces. Morgón tocó al barón en el brazo y señaló. Al otro lado del campo, la primera compañía del ejército de Kholos se movía para ocupar la posición del flanco derecho.

Cuando la infantería pesada de Kholos hubo formado en el centro de sus líneas, el estandarte del comandante se alzó indicando que estaba en posición.

—Muy bien, muchachos —dijo el barón—. Este es el gran final. Ha llegado el momento de que nos ganemos la paga. O no —masculló entre dientes. Continuó inmóvil un instante y se preguntó si había tomado la decisión correcta. Demasiado tarde ya, si no era así. Se encogió de hombros y se sentó erguido en su caballo—. ¡Cornetas! —gritó—. ¡Toque de avance!

Una única nota, sostenida y clamorosa, resonó en las montañas, que devolvieron el eco. El final de la nota se interrumpió con la percusión de cuatro tambores batidos al unísono, retumbando con una cadencia lenta y continua. Las compañías avanzaron en línea de batalla.

El barón miró hacia la izquierda de la línea. Los bruñidos petos brillaban con el sol saliente, cuyos rayos destellaban en las moharras. Los hombres asían lanzas y escudos, y llevaban espadas cortas envainadas. Los arqueros habían tomado posiciones al extremo izquierdo de la línea. Ellos no llevaban petos, pero sí grandes escudos de madera que tenían pinchos en el borde inferior. Cuando se detuvieran para tirar, plantarían los escudos en el suelo y dispararían las flechas desde atrás.

A la derecha del barón, una partida de ocho hombres transportaba un enorme ariete hecho con el sólido tronco de un roble y con la punta de hierro. Cada uno de los ocho hombres sostenía un escudo que utilizaría para cubrirse la cabeza y el cuerpo mientras batían las puertas. Más soldados marchaban detrás, listos para correr y ocupar el hueco que quedaría si caía un hombre.

Los soldados avanzaron, fila tras fila. Podían ver hombres apiñados en lo alto de la muralla, pero no se producían disparos. Todavía no. Los atacantes estaban aún fuera de alcance. El regimiento se aproximó al cauce del arroyo. El barón observó con más detenimiento las almenas.

—Un poco más. Espera la señal. —La orden se la dio a sí mismo.

Una bandera ondeó en el asta de lo alto de la muralla, acompañada por el mortífero zumbido de cientos de flechas disparadas.

—¡Ahora! —gritó el barón.

Los cornetas lanzaron el toque de carga y los tambores percutieron un ritmo frenético.

Los hombres corrieron hacia adelante, lo bastante deprisa ara evitar la primera andanada. Las flechas se clavaron en el suelo con golpes secos, detrás de los soldados. Ninguno de ellos cayó.

Los hombres que transportaban el ariete llegaron a cien metros de la muralla, enfilando directamente a las puertas, í De la ciudad salió una segunda andanada. Todos los hombres del regimiento corrieron más deprisa intentando adelantarse a la mortal lluvia de flechas. También esta vez las evitaron; ninguno de los proyectiles dio en el blanco, cayeron detrás de las líneas del regimiento. Los soldados vitorearon y lanzaron pullas al enemigo.

Los últimos cien metros fueron una carrera a toda velocidad, la línea perdió cohesión y todos se lanzaron precipitadamente hacia el objetivo. El grupo encargado del ariete llegó ante las puertas y se detuvo.

Luego, como un solo hombre, lo impulsaron hacia atrás y dejaron que el peso del ariete embistiera contra las puertas. La gigantesca estructura de madera resonó con un retumbo hueco. Las puertas se abrieron de golpe.

Al otro lado del campo, el comandante Kholos se volvió hacia sus arqueros.

—¡Ahora! ¡Han forzado las puertas! ¡Disparad!

Un centenar de arqueros disparó contra las filas posteriores de los mercenarios. Antes de que la primera andanada llegara a su destino, una segunda surcaba ya el aire.

Las tropas del barón habían convergido ante las puertas abiertas, empujando para cruzarlas. Unos cuantos soldados cayeron, pero ni por asomo tantos como Kholos había esperado. Enfurecido, se volvió para asestar una mirada fulminante a sus arqueros.

—¡Destacamento de castigo para cualquier hombre que falle un disparo! —bramó.

Los arqueros tiraron otras dos andanadas, pero el número de blancos estaba disminuyendo rápidamente.

—La lucha debe de haberse trasladado dentro, señor —dijo Vardash—. Los hombres del barón han abierto brecha en las defensas de la ciudad. ¿Ordeno a los arqueros que avancen? Al parecer esos necios no se han dado cuenta de que disparamos contra ellos.

Kholos frunció el entrecejo. Algo iba mal. Pidió su catalejo, se lo llevó a un ojo y miró fijamente las puertas de la ciudad. Cerró el catalejo de golpe; su rostro de rasgos goblins estaba lívido por la ira. Se volvió hacia los tambores.

—¡Rápido, toque de ataque!

—¿Ataque, señor? —Vardash estaba sorprendido—. ¿Ahora? ¿No íbamos a dejar que los hombres del barón cargaran con la parte más violenta de la batalla?

Kholos asestó un puñetazo a Vardash que le rompió la mandíbula y lo tiró despatarrado en el barro. .

—¡Idiota! —bramó el comandante, que saltó por encima del cuerpo inmóvil de Vardash y corrió para ocupar su puesto al frente de las tropas—. ¡Los bastardos nos han engañado! ¡No hay lucha en las puertas!

16

Kitiara escalaba con todo cuidado el último saliente rocoso que conducía a la entrada oculta de la caverna. Se movía despacio, tanteando cada agarre de manos y pies antes de auparse a fin de no soltar piedras, cuyo ruido al caer podría alertar al dragón. Al llegar arriba, se agazapó, espada en mano; escudriñó en derredor y aguzó el oído en previsión de que Immolatus estuviera esperándola para tenderle una emboscada.

—¡El camino está expedito! —anunció una voz—. Ven deprisa. No tenemos mucho tiempo.

—¿Quién está ahí? —demandó Kitiara, atisbando las sombras arrojadas por los altos pinos que ocultaban la entrada. El sol acababa de salir. Los toques de trompeta rebotaban en la cara de la montaña a su alrededor, anunciando que el ataque a Ultima Esperanza había empezado—. ¿Sir Nigel? O como infiernos quiera que te llames.

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