—De acuerdo, capitán. Acepto tu sugerencia. Que avisen a los hermanos Majere para que se preparen.
—Y, milord —añadió Senej en voz baja, haciendo un aparte con el barón—, si no os gusta lo que su señoría el alcalde tiene que decir, podría resultar un rehén valioso.
—Estaba pensando exactamente lo mismo, capitán —contestó el barón.
Aunque hacía pocas horas que había anochecido, las calles de Ultima Esperanza estaban desiertas. Incluso las tabernas se encontraban cerradas. La gente estaba en su casa, ya fuera encontrando refugio a sus problemas en el sueño o yaciendo despierta contemplando la oscuridad y esperando el amanecer con temor. Aquellos que oyeron pasos y que sintieron curiosidad suficiente o miedo suficiente para asomarse a la ventana, sólo vieron lo que parecía una patrulla marchando calle adelante.
—Si caminamos con sigilo y buscando las sombras haciendo el papel de espías que recorren a hurtadillas la ciudad, nos tomarán por infiltrados. Si marchamos directamente por el centro de la calle, sin hacer alarde de nuestra presencia pero tampoco ocultándonos, hay muchas posibilidades de que nos tomen por la milicia local haciendo la ronda. Hemos de confiar en que no topemos con la verdadera milicia —añadió el barón con su calma característica—. Entonces sí habría problemas. Pero nuestra causa es justa y Kiri-Jolith nos guardará de sufrir daño.
Probablemente Kiri-Jolith no estaba muy ocupado en esos tiempos, tenía pocas plegarias a las que atender. Quizás estaba tan aburrido como los hombres obligados a esperar inactivos en el almacén, sin tener siquiera la pequeña distracción de un juego del salto del caballero con el que animar su aburrida eternidad. La plegaria del barón al llegar a los oídos del dios tal vez fue recibida como un grato cambio, una oportunidad de acabar con la inactividad. Lo cierto es que el barón y su grupo no se encontraron con nadie en su rápida marcha desde el almacén, ni siquiera se cruzaron con un gato callejero.
—Esa es la casa en la que lo vi entrar, milord —susurró Cambalache, que señalaba un edificio.
—¿Estás completamente seguro? —preguntó el barón—. Ten en cuenta que estás mirándola desde otra dirección.
—Sí, estoy seguro, señor. Como podéis ver, es la más grande de la manzana y recuerdo que había un nido de cigüeñas en lo alto de la chimenea.
Solinari estaba casi llena esa noche y arrojaba su luz plateada sobre las calles de la ciudad. Las altas chimeneas de la hilera de casas semejaban soldados puestos en fila. Un nido de cigüeñas se alojaba encima de una de ellas cual un extraño sombrero de paja.
—¿Y si no es su casa? Podría haber entrado a visitar a un amigo —sugirió el barón.
—No llamó a la puerta —explicó Cambalache—. Se limitó a entrar como si fuese el dueño.
—Y si no es su casa, milord —añadió Raistlin—, entonces capturaremos e interrogaremos a algún otro ciudadano prominente. Quien quiera que viva ahí, es una persona acaudalada.
El barón convino en que esa alternativa le servía igualmente. El reducido grupo dejó la calle y se metió en un callejón que rodeaba la manzana por detrás. Las casas tenían un aspecto diferente en sus fachadas traseras, pero la que buscaban era fácil de localizar debido principalmente al nido de la chimenea.
—He oído que un nido de cigüeñas da buena suerte a la casa en la que está —susurró Cambalache.
—Esperemos que tengas razón en eso, joven —comentó el barón—. No se ven luces. La familia debe de estar acostada, porque dudo que hagan mucha vida social en estos días. ¿Quién puede forzar la cerradura? —El barón miró a Cambalache, pero éste sacudió la cabeza.
—Lo siento, señor. Mi madre intentó enseñarme, pero nunca se me dio bien eso.
—Creo que yo podría encargarme de la cerradura, milord —intervino quedamente Raistlin.
—¿Tienes un hechizo para eso?
—No, milord —contestó Raistlin—. En mis tiempos de estudiante, mi maestro guardaba todos los libros de hechizos en un estante bajo llave. Caramon, necesito que me prestes tu cuchillo.
Una escalera de madera conducía a la puerta trasera. Raistlin subió los peldaños rápida y silenciosamente, cuidando de no tropezar con el repulgo de la túnica. Los otros se quedaron vigilando en el callejón, mirando en todas direcciones, con las manos en las armas. El barón no había tenido tiempo de impacientarse cuando Raistlin hizo una seña con la mano, pálida y blanca a la luz de la luna. La puerta estaba abierta.
Entraron sigilosamente en la casa, o tan sigilosamente como era posible estando Caramon entre ellos. Sus pisadas, debido a su peso, hicieron que el entarimado del suelo crujiera ominosamente cuando entró en la cocina e hizo que las ollas, colgadas de ganchos en una pared, tintinearan.
—¡Silencio, Majere! —susurró, apremiante, el barón—. ¡Despertarás a toda la casa!
—Lo siento, milord —se disculpó el hombretón en tono susurrante.
—Quédate aquí para vigilar la salida —ordenó el barón—. Si viene alguien, lo golpeas en la cabeza y lo atas. Nada de muertes si puedes evitarlo, pero tampoco dejes que nadie grite. Cambalache, quédate con él. Si surgen problemas, no grites, ven a buscarme.
»Hechicero, tú vienes conmigo. —El barón recorrió silenciosamente la cocina, encontró una puerta, la abrió y se asomó—. A menos que me equivoque, ésta es la escalera que utiliza el servicio para acceder a los pisos altos. Allí es donde encontraremos los dormitorios. ¿Ves alguna vela por ahí?
—No necesitamos velas, milord. Si queréis tener luz, yo puedo proporcionárosla.
Shirak
. —Al pronunciar Raistlin esa palabra, la bola de cristal que remataba el bastón empezó a emitir un suave y blanco resplandor.
La escalera de servicio era estrecha, de caracol. Raistlin y el barón subieron los peldaños en fila india, con Ivor a la cabeza y sigiloso como un felino. El joven mago lo siguió lo mejor que pudo, aterrado ante la posibilidad de pisar inadvertidamente un peldaño que crujiera o de golpear la pared con el bastón.
—El dormitorio principal estará en el segundo piso —susurró el barón, que se paró ante una puerta que conducía fuera de la escalera de caracol, la cual seguía hacia arriba—. ¡Apaga esa luz!
—¡
Dulakl
—musitó Raistlin, y la luz se apagó, dejándolos en la oscuridad.
El joven mago esperó en la escalera mientras el barón abría la puerta lenta y cautelosamente. Desde donde se encontraba, Raistlin pudo ver un pasillo iluminado por la luna, adornado con tapices. Una pesada puerta de madera, trabajada con tallas, se hallaba justo enfrente de ellos. El sonido de ronquidos llegaba del otro lado de la puerta.
—Tengo preparado un conjuro para dormirlo si es necesario, señor—informó Raistlin.
—Ya está dormido. Lo necesitamos despierto —contestó el barón—. No podemos interrogarlo si duerme.
—Cierto, milord —convino el joven mago, chasqueado.
—Ten preparado ese conjuro para su esposa —continuó Ivor—. Las mujeres tienen la mala costumbre de gritar y no hay nada que despierte a toda una casa más rápidamente que un grito femenino. Lánzaselo antes de que tenga oportunidad de despertarse. Yo me ocuparé del alcalde.
El barón cruzó el pasillo, seguido de cerca por Raistlin, con las palabras del hechizo quemándole la lengua. Se le pasó por la cabeza que no había tosido ni una sola vez durante todo el trayecto y, hete aquí, al pensar en ello ahora una tos empezó a cosquillearle en la garganta. La contuvo desesperadamente.
El barón posó la mano en el picaporte de la puerta, lo giró suavemente y empujó la hoja. El alcalde debía de tener a su servicio un personal muy eficiente, ya que las bisagras de la puerta giraron sin hacer el menor chirrido. Los rayos de la luna se colaban en la habitación a través de una ventana con parteluz. Ivor penetró en la estancia silenciosamente, con Raistlin pegado a sus talones.
Un enorme lecho, con las cortinas del dosel echadas, se alzaba en el centro de la habitación. Los ronquidos sonaban detrás de las cortinas. El barón se acercó de puntillas y atisbo a través de una rendija entre los paños de las colgaduras.
Por suerte para ellos, y quizá para desgracia del alcalde, éste dormía solo. Una ojeada al durmiente bastó al barón para convencerse de que era el alcalde. Encajaba con la descripción hecha por Cambalache, la de un hombre orondo, de rostro alegre, ahora vestido con camisón y gorro de dormir en lugar de sus ricos ropajes.
El barón corrió las cortinas, saltó sobre el hombre dormido y plantó la mano sobre la boca abierta del alcalde, corándole un ronquido.
El alcalde despertó con una exclamación de sobresalto, ahogada por la mano del barón y miró a su asaltante con los ¡os embotados por el sueño.
—¡Ni un solo ruido! —siseó Ivor—. No queremos hacerte daños. ¡Hechicero, cierra la puerta!
Raistlin obedeció prontamente y regresó de inmediato ara situarse al otro lado del lecho y estar preparado por si era preciso.
El alcalde contemplaba aterrorizado a su captor y el miedo lo hacía temblar de tal modo que las cortinas del dormitorio se mecían de las anillas doradas.
—Luz —ordenó el barón.
Raistlin pronunció la palabra mágica y el cristal del Bastón de Mago brilló intensamente, alumbrando el rostro de terror.
—Soy el barón Ivor de Arbolongar —se presentó, todavía con la mano sobre la boca del alcalde—. Quizás hayáis oído hablar de mí. Mi ejército está ahí fuera, preparado para atacar vuestra ciudad en el momento que dé la orden. Me conato el rey Wilhelm para deponer a los rebeldes que según decía tenían la ciudad bajo su control. ¿Me seguís?
El alcalde asintió con la cabeza. Todavía parecía estar meto muerto de miedo, pero había dejado de temblar.
—Bien. Os soltaré dentro de un momento si prometéis Lie no gritaréis pidiendo ayuda. ¿Hay sirvientes en la casa?
El alcalde sacudió negativamente la cabeza. El barón resopló, resultando obvio que pensaba que el hombre mentía, nadie vivía en una casa así sin un cuerpo de servicio. Se planteó si seguir insistiendo en ese tema o continuar con el unto que lo había llevado allí. Finalmente tomó una decisión intermedia.
—Hechicero, vigila la puerta. Si alguien entra, lanza tu conjuro.
Raistlin entreabrió la hoja apenas una rendija y se situó de manera que tenía una buena perspectiva del pasillo a la par que podía seguir viendo y oyendo lo que ocurría en el dormitorio.
El barón continuó con su monólogo.
—He visto algunas cosas y escuchado otras que me han llevado a cuestionar mi decisión de aceptar este contrato. Confío en que podáis ayudarme. Quiero respuestas claras divos, señoría, eso es todo. No tengo intención de haceros daño. Respondedme y me marcharé tan rápidamente como he venido. ¿Conforme?
El alcalde asintió tímidamente; la borla de su gorro de dormir se meció.
—Engañadme, intentad jugarme una mala pasada —añadió el barón, todavía sin soltar su presa—, y ordenaré a mi hechicero que os transforme en babosa.
Raistlin asestó una mirada feroz al alcalde, adoptando un gesto severo y amenazador a pesar de que estaba tan in capacitado para cumplir la orden del barón como para cruzar volando la estancia. Sin embargo, gracias al peculiar matiz de su piel y la extraña apariencia de sus ojos su aspecto resultaba intimidante en extremo, sobre todo para un hombre al que acababan de sacar bruscamente de un sueño profundo.
El alcalde dirigió una mirada aterrada a Raistlin y esta vez su gesto de asentimiento fue mucho más vehemente.
Poco a poco, el barón apartó la mano de su boca.
El alcalde tragó saliva y se lamió los labios al tiempo que subía las ropas de la cama hasta la barbilla, como si pudieran protegerlo. Sus ojos iban del barón a Raistlin alternativa mente. Se encontraba en un estado lamentable, y el joven mago se preguntó cómo iban a obtener respuestas lúcidas del pobre hombre.
—Bien —dijo el barón, que miró en derredor, cogió uní silla, la colocó junto al lecho y tomó asiento. El alcalde parecía estupefacto ante tal proceder—. Ahora, contadme vuestra versión de los hechos. Desde el principio. Pero sed breve, no tenemos mucho tiempo. El ataque está programado para iniciarse al amanecer.
Esa noticia no ayudó precisamente a tranquilizar al alcalde, que tras empezar a trancas y barrancas en varias ocasiones, comenzando por la mitad de la historia y teniendo que volver atrás, acabó metiéndose de lleno en el relato de las injusticias cometidas contra ellos por el rey Wilhelm el Bueno. Olvidado el miedo, habló con apasionamiento.
—Enviamos un embajador al rey. ¡Ordenó empalarlo! Intentamos rendirnos y el comandante del ejército del rey dijo que todos los hombres capacitados tenían que deponer las armas y salir de la ciudad para que su jefe de esclavos pudiese verlos bien. ¡Y que todas las mujeres jóvenes y bonitas debían ponerse en fila para poder escoger!
—¿Le creísteis? —preguntó el barón, cuyas oscuras cejas i estaban fruncidas en un profundo ceño.
—¡Pues claro que le creímos, milord! —El alcalde se en jugó el sudor de la frente con el borlón del gorro de dormir—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? —Se estremeció—. Además, habíamos oído los gritos de los que cogieron prisioneros en los campos. Vimos arder sus casas y sus establos. Sí, naturalmente que le creímos.
Conociendo a Kholos, el barón también lo creyó capaz. ¡Reflexionó sobre todo lo que acababa de oír mientras se I daba suaves tirones a la negra barba.
—¿Sabéis vos qué está pasando, milord? —preguntó sumisamente el alcalde.
—No —fue la seca respuesta de Ivor—. Pero tengo la sensación de que he sido engañado. Si habéis oído hablar de mí | entonces sabéis que soy un hombre de honor. Mis antepasados eran Caballeros de Solamnia y, aunque yo no pertenezco a esa noble Orden, sigo obrando conforme a sus preceptos.
—¿Daréis, pues, la orden de no atacar? —preguntó el alcalde con un patético gesto esperanzado.
—No lo sé —repuso el barón, que tenía la cabeza inclinada en actitud meditabunda—. Firmé un contrato. Di mi palabra de que atacaría por la mañana. Si ahora me niego, doy media vuelta y abandono la batalla, me tomarán por un quebrantador de juramentos, probablemente por un cobarde. Ningún posible contratante preguntará las circunstancias. Llegará a la conclusión de que no soy digno de fiar y rehusará trabajar conmigo. Si ataco, se me verá como un hombre que masacró inocentes que intentaban rendirse. ¡Estoy en un buen aprieto! —añadió furioso mientras se ponía de pie—. Goblins a mi izquierda y ogros a mi derecha.