Sacó la daga guardada en la bota y le estuvo dando vueltas en la mano y contemplando los destellos de la hoja al incidir en el acero la luz del sol. Aunque «sir Nigel» fuera un caballero ilusorio, había cumplido su promesa, y ella había recuperado su espada y su daga en la caverna.
—Ni siquiera los dragones tienen ojos en la espalda. Además, Immolatus se considera invencible y eso siempre es un error.
Kitiara enfocó la vista en el nudo de un árbol situado a unos veinte pasos de distancia, sostuvo la daga por la hoja, apuntó y lanzó. El arma centelleó en el aire y se hundió a unos cuatro o cinco dedos del nudo del tronco.
—Vaya, siempre tira a la derecha —dijo Kitiara, haciendo una mueca. Se acercó al árbol y sacó de un tirón la daga, que estaba hundida casi hasta la empuñadura—. Eso lo habría matado —murmuró—. Al menos, mientras mantenga su forma humana. No le habría hecho mucho a un dragón.
La idea era intimidante. Si cambiaba de forma no tendría la menor oportunidad de detenerlo. Le asaltó una gran aprensión: ¿y si se había transformado ya? No sería de extrañar ya que obviamente le importaba un bledo que lo viera alguien. Tal vez había decidido ir volando a la caverna…
No, reflexionó Kit. Immolatus conservaría el disfraz, al menos hasta que llegara a la cueva. Que el dragón supiera, los huevos estaban custodiados por un guardián. Tanta prisa tenía por ver cumplida su venganza que había olvidado preguntarle a Kit sobre eso. A un guardián no le preocuparía ver aproximarse a un Túnica Roja, pero sí daría la alarma ante la llegada de un Dragón Rojo.
Immolatus utilizaría su forma humana para colarse a hurtadillas en la gruta. Era de sentido común y ésa era la esperanza que le quedaba a Kit. La idea de depender del buen juicio del dragón hizo que la mujer sacudiera la cabeza y suspirara.
Empero, tanto si Immolatus actuaba sensatamente como si no, Kit no tenía otra alternativa. Debía encontrar un modo de detenerlo o ella se pasaría el resto de su vida siendo una mercenaria itinerante.
«Como tu padre», dijo de motu propio una voz en su interior.
Furiosa, Kit hizo caso omiso de ella y, tras guardar de nuevo la daga en la bota, se puso en camino en pos del dragón.
El capitán Senej tenía razón. La moral de sus hombres aumentó considerablemente cuando les informó de que habían sido elegidos para infiltrarse en la ciudad y debilitar sus defensas desde dentro. Era una misión peligrosa, pero después de haberse visto obligados a aguantar las mortíferas andanadas desde las murallas sin poder contraatacar, los hombres se alegraron de que se les ofreciera esa oportunidad.
—Para esto se nos ha entrenado —dijo la sargento Nemiss a las tropas reunidas—. Para actuar con sigilo, furtivamente. El trabajo ideal para nosotros. Este es el plan.
»Escalaremos los riscos del lado sur de la ciudad, cruzaremos sobre una cresta y bajaremos por la otra vertiente. Entraremos en la ciudad por el lado de la muralla que se acopla con la montaña. Como no nos esperan por allí, la vigilancia será mínima en ese tramo.
»El mapa del barón indica que hay un distrito de almacenes y un viejo templo abandonado en las inmediaciones del punto por el que saltaremos la muralla. Por lo que sabemos, nadie tiene mercancías que vender, de modo que deberíamos encontrar desierto el barrio. El plan es llegar a la ciudad mañana antes del amanecer y escondernos en un almacén durante las horas diurnas. Después, a última hora de la noche, nos pondremos en marcha y lanzaremos el ataque de madrugada.
»El hechicero Majere vendrá con nosotros —añadió la sargento, que señaló con un gesto del pulgar a Raistlin, el cual se encontraba a unos pasos de la formación.
—¡Viva! —gritó Caramon desde su posición en las filas.
Raistlin enrojeció y lanzó una mirada enfadada a su hermano. El mago advirtió que los demás miembros de la compañía C no estaban, ni de lejos, tan entusiasmados con la noticia. Los largos años de servicio de Horkin le habían granjeado el cariño de los hombres, quienes tendían a considerar el hecho de que Fuese un mago con un ligero fallo de personalidad que, como amigos suyos que eran, estaban más que dispuestos a pasar por alto. La extraña apariencia de Raistlin, su aspecto enfermizo y su propensión a mantener las distancias con los otros soldados se combinaban para que los hombres evitaran su compañía.
Los soldados mascullaron entre dientes, pero nadie dijo nada en voz alta. Caramon los estaba observando y los pocos que habían entrado en contacto con sus puños tenían un prudente respeto a su habilidad para castigar cualquier insulto, ya fuera, real o imaginario, dirigido a su gemelo. La sargento Nemiss también los observaba; no toleraría ninguna queja respecto a las órdenes. En consecuencia, Raistlin fue aceptado en la compañía de comandos sin una palabra de protesta. Incluso uno de los hombres se ofreció para llevarle el equipo, pero Caramon se encargó personalmente de eso.
Raistlin llevaría sus pergaminos, su bastón y sus ingredientes para hechizos. Le habría gustado llevar también un libro de conjuros, ya que a pesar de haber conseguido finalmente aprender de memoria los hechizos que Horkin consideraba necesarios para una operación de esa clase, Raistlin se habría sentido más seguro dedicando otras cuantas horas al estudio. Sin embargo, Horkin argumentó que el riesgo de que el valioso libro cayera en manos enemigas era demasiado grande.
«A ti puedo reemplazarte, Túnica Roja —había añadido jovialmente . Pero ese libro de hechizos, no.»
—Tan pronto como caiga la noche nos pondremos en marcha —continuó la sargento Nemiss—. Esperamos haber completado el recorrido por la montaña y estar preparados para entrar en la ciudad poco antes del alba. Se supone que nuestros aliados van a montar una operación de distracción para que la atención de los rebeldes esté puesta en la parte delantera de la muralla, no en la de atrás.
Alguien en las filas hizo un sonido rudo.
—Sí —asintió la sargento—, sé lo que estáis pensando. Opino lo mismo, pero poco podemos hacer al respecto. ¿Alguna pregunta?
Alguien quiso saber qué pasaría si cualquiera del grupo se separaba de los demás.
—Bien, ésa es una buena pregunta —dijo la sargento—. Si cualquiera de vosotros queda separado de los demás, que regrese al campamento. No intentéis escabulliros dentro de la ciudad si estáis solos. Podríais poner en peligro todo el plan. ¿Alguna otra pregunta? Podéis romper filas. Nos reuniremos aquí al ponerse el sol.
Los hombres regresaron a sus tiendas para preparar el equipo. Las tiendas no se desmontaron para que así el enemigo creyera que seguían durmiendo en ellas. Llevaron consigo espadas cortas, dagas y cuchillos únicamente. Nada de escudos ni cotas de malla ni espadas largas ni lanzas. Dos hombres que eran diestros arqueros se equiparon con los valiosos arcos largos elfos y aljabas con flechas. Todos iban con coselete de cuero, pero sin cotas ni petos metálicos por considerarlos demasiado pesados y entorpecedores para escalar y excesivamente ruidosos para moverse con sigilo. Todos portaban un rollo de cuerda al hombro. Beberían del agua que encontraran en el camino y se mantendrían con raciones pequeñas.
Aquello desalentó a Caramon, pero el guerrero sobrellevó bien la noticia recordándose las penurias de la guerra. Se sentía mucho mejor con la perspectiva de entrar en acción. Contagiado por la emoción del momento, pudo borrar los terribles recuerdos del ataque a la muralla. No había que pensar demasiado en el pasado, y el guerrero aguardaba el futuro con ansiedad y confianza; aceptaba lo que quiera que trajera cada momento y no perdía tiempo en lamentarse por lo que podría haber sido y lo que podría sobrevenir.
Por el contrario, Raistlin no dejaba de darle vueltas a lo que consideraba su fracaso cuando se enfrentó al hechicero renegado; le producía inquietud no tener sus conjuros impecables; imaginaba todas las cosas nefastas que podían ocurrirle, desde despeñarse ladera abajo hasta ser capturado y torturado por el enemigo. Para cuando la compañía estuvo lista para emprender la marcha, se hallaba tan metido en el tenebroso panorama que había imaginado que temió estar demasiado débil para hacer el viaje. Se planteó la posibilidad de alegar que estaba enfermo, y se había puesto de pie para informar a Horkin cuando oyó gritar un nombre por todo el campamento.
—¡Magius! ¡Mensaje para Magius!
¡Magius! Un nombre que podría haber resonado en el campamento de Huma hacía más de catorce siglos, pero que estaba fuera de lugar en la actualidad, en la era presente. Entonces Raistlin recordó: le había dado el nombre de Magius al hechicera Immolatus. Se agachó para salir de la tienda.
—¿Para qué buscas a Magius? —inquirió.
—Vaya, ¿es que lo conoces? —preguntó un soldado—. Tengo un mensaje para él.
—Sé quién es —contestó Raistlin—. Entrégame el mensaje y me ocuparé de que lo reciba.
El soldado no vaciló; el estuche de pergaminos que se suponía debía entregar estaba cubierto de símbolos extraños que parecían mágicos. Cuanto antes se librara de esa cosa, mejor. Se lo tendió a Raistlin.
—¿Quién lo envía? —quiso saber el joven mago.
—El hechicero del otro campamento —respondió el soldado, que se marchó raudamente ya que no le apetecía lo más mínimo quedarse para ver lo que contenía el estuche.
Raistlin entró de nuevo en su tienda y ató la solapa para cerrar la entrada. Examinó el estuche con muchísimo cuidado, consciente de que existía la posibilidad de que estuviese preparado para destruirlo. Percibía un halo mágico en la caja, pero ello era natural. Sin embargo, no parecía una magia fuerte. Aun así, la prudencia aconsejaba no correr riesgos.
Soltó el estuche en el suelo de manera que el lateral por donde se abría el tubo mirara hacia el lado opuesto a él. Sacó su daga y colocó la punta de la hoja en la tapa. Presionó suavemente entre ésta y el tubo en sí, y lenta, cuidadosamente, empezó a sacar la tapa.
Dentro de la tienda hacía calor por el sol de la tarde, pero la tensión a la que estaba sometido el joven mago hizo que se multiplicara por diez la sensación de bochorno. El sudor empapaba su cuello y su torso. Siguió con sus manipulaciones resuelta, denodadamente. Casi lo había conseguido y la tapa estaba a punto de soltarse cuando la daga resbaló de sus dedos húmedos de sudor y sacudió el estuche. La tapa saltó repentinamente y salió rodando.
Raistlin retrocedió gateando con tanta violencia que a poco no vuelca el catre, con el corazón en un puño.
No ocurrió nada. La tapa rodó por el suelo irregular y fue a pararse al borde de la tienda.
Raistlin se limpió el sudor de la frente y se dio unos segundos para que el corazón recuperara su ritmo normal; luego alargó la mano y levantó cautelosamente el estuche. Atisbo con cuidado el interior.
Había un trozo de pergamino enrollado dentro del tubo; el mago distinguió algo escrito. Sostuvo el estuche de manera que la luz entrara en él e intentó discernir si eran palabras normales o las utilizadas para un conjuro. Finalmente, al resultarle imposible, impaciente y sin que le importaran ya las consecuencias, sacó sin más el papel del estuche.
«Magius el Joven. Disfruté realmente con nuestra conversación y sentí verte marchar. Quizá dije algo que te ofendió. Si es así, quiero disculparme y también devolverte las cosas que inadvertidamente te dejaste. Cuando la ciudad caiga bajo nuestro poder, estaré encantado de reanudar nuestra relación. Podríamos mantener una charla agradable.
»Immolatus.»
—Así que ésa es la opinión que tiene de mí —dijo Raistlin con acritud—. Me toma por un estúpido necio que se metería en una trampa tan descaradamente obvia que hasta un gully ciego, sordo y mudo evitaría. No, mi querido amigo de dos caras. Tú estarás muy interesado, pero yo no tengo la menor intención de reanudar una relación contigo.
Arrugó la misiva entre sus dedos. De camino al punto donde se reuniría la compañía C, arrojó el papel con desprecio a una de las lumbres. Toda idea de rehusar ir a esa misión se evaporó con la ardiente rabia por el insulto. Su enardecimiento era tal que ahora ansiaba entrar en acción, descargar su rabia, y si no le hubieran asignado para esta misión, se habría ofrecido voluntario. Ocupó supuesto junto a Caramon.
—¡En marcha! —La orden fue pasando en voz queda de fila en fila—. ¡En marcha!
El cielo estaba cubierto y una fina llovizna caía persistentemente. La humedad lo empapaba todo, de manera que el pan estaba correoso y la leña no prendía. Los soldados protestaron por el mal tiempo, pero tanto la sargento Nemiss como el capitán Senej estaban de buen humor. Los nubarrones significaban que esa noche no se vería la luz de las lunas ni las estrellas.
La compañía C marchó durante tres horas para llegar a los riscos que se alzaban a la espalda de Ultima Esperanza. La distancia no era tanta, ya que la habrían podido recorrer a paso rápido en menos de una hora de haberlo hecho en línea recta. Pero el capitán Senej quería estar seguro de que nadie en la ciudad tuviera el menor indicio de su plan y, aunque no parecía probable que hasta el centinela con la vista más aguda los hubiera divisado desde lo alto de la muralla, la compañía C tomó una ruta que daba un rodeo, alejándose de la ciudad y después volviendo hacia atrás.
Los exploradores habían salido anticipadamente con la orden de buscar un sitio apropiado para que la compañía iniciara la escalada. Al principio, los exploradores no encontraron ninguno y empezaron a temer que habría que informar al capitán Senej, el cual tendría que discurrir un nuevo plan. El problema era vadear el río de la Esperanza, del que había tomado nombre la ciudad; era una corriente rápida que cortaba camino a través de un cañón, al pie de la montaña. En sus orillas había numerosos molinos cuyas ruedas seguían girando en medio de crujidos y chirridos, aunque los molinos estaban abandonados y su contenido había sido saqueado. Los exploradores empezaron a preocuparse.
El sol se había puesto y la compañía C estaba ya de camino para cuando los exploradores encontraron un sitio por el que vadear el río. En su descenso desde la montaña, la corriente se dividía alrededor de un islote rocoso y formaba dos arroyos relativamente someros que volvían a converger más abajo y después se precipitaban por el cañón. Satisfechos y aliviados, los exploradores regresaron prestamente al punto de encuentro establecido para guiar a la compañía hacia el vado.
Los soldados se metieron en las impetuosas aguas sosteniendo las armas en alto. Aunque el aire era templado, el agua, procedente de las montañas, estaba gélida. Caramon se ofreció para llevar a su gemelo cargado a la espalda, pero Raistlin le asestó una mirada que habría puesto rancia la mantequilla. El mago se recogió la túnica alrededor de la cintura y entró en la corriente.