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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (18 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Los soldados que esperaban en la cornisa contuvieron el aliento como un solo hombre. Bastaba con que uno solo de los centinelas de la torre se asomara por casualidad por las aspilleras que servían de ventanas para que fueran descubiertos.

Raistlin miró hacia atrás, a la muralla y a la torre. La figura de un guardia obstruyó la luz que salía de una de las estrechas troneras.

—¡Para, Caramon! —siseó el mago.

El guerrero se quedó inmóvil; no podía permanecer así mucho tiempo, aguantando su peso y el de su gemelo, y ya tenía los brazos cansados. El cuerpo le tembló por el esfuerzo. Raistlin y él serían blancos fáciles allí colgados, indefensos, de una cuerda. Su hermano esperó que el centinela gritara, pero el hombre se apartó de la ventana, sin que se produjera la voz de alarma. No los había visto.

—¡Ahora! —susurró Raistlin.

Caramon reanudó el descenso. En los últimos metros sus brazos no aguantaron; se deslizó por la cuerda, que le despellejó las palmas de las manos, y aterrizó violentamente sobre la muralla. Raistlin se soltó de su espalda y gateó buscando cobertura. Caramon y él se agazaparon a la sombra de las al menas, esperando en tensión, convencidos de que alguien tenía que haberlos oído.

Los hombres que había dentro de la torre estaban ha blando en voz alta, aparentemente discutiendo sobre algo. No habían oído nada. Raistlin escudriñó el adarve de la muralla; la siguiente torre de guardia estaba a unos cincuenta metros de distancia. Nada que temer por ese lado.

—¿Qué quieres que haga? —susurró Caramon.

—Dame tu petaca —pidió quedamente Raistlin.

—¿Petaca? —Caramon trató de poner aire inocente—. Yo no…

—¡Maldita sea, Caramon! Dame la petaca de aguardiente enano que llevas guardada en los pantalones. ¡Sé que la tienes!

Disgustado, sin decir palabra, el guerrero sacó el pequeño frasco de peltre de debajo de la armadura y se lo tendió a su gemelo.

—Espérame aquí —ordenó el mago.

—Pero, Raist, yo…

—¡Chitón! —siseó Raistlin—. ¡Hazlo que te digo!

Se marchó sin más discusión.

Ignorante de lo que se proponía su hermano y temiendo ponerlo en peligro si lo desobedecía, Caramon se quedó agazapado en las sombras, con la mano en la empuñadura de la espada corta.

Raistlin se deslizó furtivamente a lo largo de la muralla, hasta llegar a la ventana de la torre de guardia. Dentro se oía la conversación de los centinelas. El joven mago no prestó atención a lo que hablaban; toda su concentración se enfocaba en un conjuro. Arrodillado debajo de la aspillera, sacó una cajita y la abrió deslizando la tapa; evocó para sus adentros las palabras del hechizo y tuvo la satisfacción de sentir que la (magia lo inundaba de inmediato. Perdido el miedo, le sorprendió su propia calma. Tomó un pellizco de arena y lo arrojó a través de la estrecha abertura pronunció las palabras del conjuro.

Las voces se tornaron incoherentes y después sólo hubo silencio. Algo cayó al suelo y se rompió con un sonoro golpe. Raistlin se encogió; esperó un momento, lo justo para estar seguro de que el ruido no había llamado la atención. Nadie vino a investigar. Sin duda esos guardias eran las únicas personas que había en la torre. Con precaución, Raistlin se puso de pie y atisbo dentro.

Tres hombres estaban desplomados sobre una mesa, sumidos en un profundo sueño mágico. El golpe que había oído era el de una jarra que había caído de los dedos enervados de uno de los hombres. La aspillera era demasiado estrecha para que un hombre se colara por ella. Raistlin quitó el tapón de la petaca de aguardiente enano y la lanzó dentro de la estancia. El frasco de peltre fue a caer justo encima de la mesa. El fuerte licor se derramó sobre la superficie de madera y goteó hasta el suelo. A no tardar, la habitación apestaría a aguardiente enano.

Raistlin se demoró un momento para admirar su trabajo. Cuando llegara el oficial de guardia encontraría a tres centinelas que habían esperado aliviar la monotonía de su turno de servicio con un trago de aguardiente, sólo que habían tomado un poco más de lo debido. Una explicación así era preferible a que el oficial encontrara profundamente dormidos a unos hombres en plena guardia. Y mucho mejor a que encontrara tres centinelas con flechas hincadas en la espalda.

Cuando se despertaran, los tres negarían que habían estado bebiendo, pero nadie les creería. Serían castigados por negligencia en el cumplimiento de servicio, tal vez incluso fueran ejecutados. Raistlin los miró. Uno de ellos eran muy joven, puede que ni siquiera tuviese diecisiete años. Los otros dos eran mayores, quizá padres de familia, con esposas esperando en casa, preocupadas…

El mago se apartó de la aspillera. Aquellos hombres eran el enemigo. No podía permitirse ideas que los convirtiera en personas individuales.

Los tres guardias estaban listos para toda la noche, y el otro había desaparecido en las sombras. Corriendo sin hacer ruido, Raistlin regresó junto a su hermano.

—Toda va bien —informó.

—¿Qué les ocurrió a los centinelas? —quiso saber Caramon.

—¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Deprisa, haz que los hombres bajen!

Caramon dio tres tirones de la cuerda. Unos instantes más tarde, Volantín se descolgaba por ella, seguido de la sargento.

—¿La torre? —preguntó la mujer.

—Todo en orden, señor —informó Raistlin.

—Volantín, ve y echa una ojeada —ordenó Nemiss mientras enarcaba una ceja.

Unas palabras enfurecidas acudieron a los labios de Raistlin, pero el mago tuvo el sentido común de tragárselas y guardó silencio mientras la sargento lo vigilaba.

—Están echando un sueñecito, señor —informó Volantín, sonriendo, y le hizo un guiño a Raistlin.

—Bien —fue todo cuanto dijo la mujer, aunque concedió una mirada de aprobación a Raistlin y acto seguido dio un tirón a la cuerda.

El siguiente en bajar fue Cambalache, que sonreía de oreja a oreja por la emoción. La sargento impartió órdenes.

—Volantín, busca un buen sitio para que los hombres bajen de la muralla. Cambalache, no pierdas de vista aquella otra torre.

Empezaban a insinuarse las primeras tonalidades grises en el cielo que apuntaban la llegada del alba. Volantín se asomó por el otro lado de las almenas y volvió para informar que justo debajo de donde estaban había un callejón, detrás de un gran edificio, quizás el almacén que tenían planeado usar como escondite.

—No hay nadie a la vista, señor —comentó.

—Pronto habrá —rezongó la sargento. Sus tropas seguían en las sombras, pero el amanecer se aproximaba con una rapidez que parecía cruel—. Haz que los hombres bajen deprisa. —Echó una ojeada hacia los campos donde estaban acampados los ejércitos sitiadores—. ¿Dónde está esa maldita maniobra de diversión que se nos prometió?

Los hombres se deslizaron por la cuerda velozmente. Caramon permaneció en el adarve, ayudando a los soldados para que tocaran el suelo en silencio, y luego los mandaba hacia el otro lado de la muralla. Volantín había atado un rollo de cuerda a una de las almenas y sostenía tirante la soga mientras sus compañeros se deslizaban por ella y luego corrían hacia el callejón. Uno de los hombres agitó los brazos y señaló el edificio grande. Al parecer, habían encontrado un modo de entrar.

—¡Señor! —informó Cambalache—. ¡Alguien viene hacia aquí desde la otra torre!

La sargento masculló un juramento. La mayoría de los hombres habían descendido, pero aún quedaban otros cinco en la repisa rocosa, incluido el capitán Senej. Y seguía sin haber señales del prometido ataque de sus aliados.

—Probablemente es un oficial que hace la ronda —dijo Nemiss, que desenvainó su cuchillo—. Iré…

—Yo me ocuparé de él, señor —se ofreció Raistlin.

—¡Hechicero, no…! —empezó la sargento.

Pero Raistlin ya se había alejado, buscando el cobijo de las sombras y moviéndose tan silenciosamente que se fundía con la oscuridad. La sargento hizo intención de ir tras él.

—Con todo respeto, señor —intervino Caramon con aire digno mientras ponía su mano sobre el brazo de la mujer y la frenaba—, pero Raist ha dicho que se encargará del guardia. Hasta ahora no os ha fallado.

Junto a la muralla había un gran barril de agua, reforzado con bandas de hierro, que estaba destinado a apagar los posibles fuegos si el enemigo lanzaba proyectiles incendiarios. Raistlin se agazapó detrás del barril y observó cómo se aproximaba el guardia, quien caminaba con la cabeza gacha, sumido en profundas cavilaciones. Sólo con que hubiese levantado la cabeza, y si tenía buena vista, habría bastado para que reparara en la cuerda que colgaba por la cara del risco. Entonces todo estaría perdido.

—¡Señor, venid, deprisa!

El nombre alzó bruscamente la cabeza, pero no miró al frente, sino detrás de él, en la dirección de donde había salido la voz.

—¡Señor, daos prisa! ¡El enemigo!

El oficial vaciló, observando atentamente la torre que acababa de dejar. Y entonces, justo en el momento más oportuno, llegó la maniobra de diversión. Sonó un toque de trompetas, desafinado y lejano, pero a Raistlin le pareció la música más dulce que había oído en su vida. El oficial, convencido ahora de que el ataque era inminente, giró sobre sus talones y regresó corriendo por el adarve.

Raistlin sonrió, complacido consigo mismo. Hacía mucho tiempo que no hacía uso de sus dotes como ventrílocuo, desde aquellos días en que trabajaba en ferias locales. Era bueno saber que no había perdido facultades.

Para cuando hubo regresado a la otra torre, la mayoría de la compañía había bajado de la muralla a la ciudad. La sargento también se había ido, así como el capitán Senej, y sólo quedaban Caramon y Volantín. De repente a Caramon se le ocurrió algo.

—¿Corno vas a bajar? —preguntó a Volantín.

—Igual que tú, por la cuerda —contestó su compañero.

—Pero entonces, ¿quién va a quedarse aquí arriba para desatarla? —argumentó Caramon—. Alguien tiene que hacerlo o de otro modo sabrán que estamos aquí.

—Bien pensado —comentó con fingida seriedad Volantín—. Quédate y desátala después de que yo haya bajado.

—Claro, lo haré —dijo el guerrero, que al punto frunció el entrecejo—. ¿Y cómo bajo yo si desato la cuerda?

—Ahí está el problema —repuso Volantín aparentemente preocupado—. Imagino que no sabes volar, ¿verdad? Entonces supongo que tendrás que dejar que sea yo quien se cuide de resolverlo.

Caramon sacudió la cabeza, todavía preocupado, y se descolgó por la cuerda con su hermano aferrado a su ancha espalda. Volantín esperó hasta que estuvieron abajo y después los siguió, deslizándose por la cuerda con agilidad. Al llegar al suelo, alzó la vista hacia el otro extremo de la soga, que estaba atada firmemente a la almena. Luego dio un seco tirón y el nudo se soltó. La cuerda cayó serpenteando y quedó a sus pies. Volantín miró hacia atrás y guiñó el ojo a los gemelos.

—¡Dijo que ese nudo estaba bien atado! —exclamó Caramon, estupefacto—. ¡Podríamos habernos matado!

—Vamos, Caramon —ordenó Raistlin, irritado. Su estado de euforia estaba decayendo. La debilidad que lo asaltaba tras hacer uso de la magia empezaba a afectarlo—. Ya has perdido bastante tiempo demostrando al mundo que eres un necio.

—Pero, Raist, no entiendo…

Sin dejar de hablar, Caramon fue en pos de su gemelo, Volantín enrolló la cuerda, se la cargó al hombro y siguió rápidamente a los hermanos. Entró en el almacén justo cuando la ciudad se despertaba con gran tumulto para prepararse para el inminente asalto.

12

Una vez que el almacén fue ocupado, registrado, atrancado y juzgado un escondite tan seguro como podía encontrarse dentro de una ciudad enemiga sometida a cerco, la sargento de la compañía C estableció las guardias y les dijo al resto que durmiese un poco. Raistlin ya estaba sumido en un profundo sueño, exhausto por el ejercicio físico y los rigores de la ejecución de conjuros.

Los que estaban de vigilancia trataron de hacer oídos sordos a los sonoros ronquidos de sus compañeros y combatieron el cansancio recorriendo de un extremo a otro el vacío 'almacén, haciendo un alto de vez en cuando para asomarse por las ventanas o para intercambiar unas palabras en voz baja. Cuando se cumplió su turno de guardia, el sueño casi los había vencido, sus ojos se cerraban, daban cabezazos y de repente volvían a estar alerta al oír el sonido de unos pasos en la calle o la carrera de alguna rata por las vigas del techo.

La mañana transcurrió sin incidentes. Muy pocos transeúntes caminaban por las calles de esta parte de la ciudad. El impuesto de puerta había cerrado los mercados y vaciado de mercancías los almacenes. Los únicos civiles que se aventuraban por el distrito aparentemente iban de paso hacia algún otro lugar, ya que no miraban a derecha ni a izquierda y seguían caminando con la cabeza gacha y el gesto preocupado. En cierto momento, cuatro guardias aparecieron marchando y su presencia provocó que los que estaban de vigilancia se llevaran la mano a la espada y se prepararan para despertar a sus compañeros. Sin embargo los guardias siguieron marchando calle adelante y los centinelas se miraron entre sí, asintieron y sonrieron. Por lo visto la táctica del mago había tenido éxito. Nadie sabía que había habido una infiltración en la defensa de la ciudad. Nadie sabía que estaban allí.

La lluvia había parado con la llegada del amanecer y el sol de mediodía brillaba en lo alto. Raistlin durmió como si nunca fuera a despertar, con su hermano montando guardia a su lado. Los demás hombres continuaron dormitando o tendidos en el suelo, satisfechos de tener la oportunidad de no hacer nada, para variar, y descansando para lo que a buen seguro iba a ser una noche larga y peligrosa.

Todos excepto Cambalache. A pesar de que su ascendencia humana predominaba sobre la kender, en ocasiones ésta salía a la superficie brotando con la intensidad de un mal sarampión. La comezón que lo atormentaba en ese momento era el aburrimiento y, como cualquier habitante de Ansalon bien sabía, un kender aburrido era un kender peligroso. Podría pensarse que un semikender aburrido sería sólo la mitad de peligroso; no obstante, quienes estuviesen junto a un semikender aburrido harían bien en soltar la trabilla que sujetaba la espada a la vaina y prepararse para afrontar cualquier problema.

Cambalache había dormido más que suficiente; en realidad no necesitaba dormir mucho y tras cuatro horas de sueño estaba en pie y listo para entrar en acción.

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