Cruzó muy despacio, tanteando a cada paso, aterrado ante la posibilidad de resbalar y zambullirse en las heladas aguas. No le preocupaba tanto su propia persona como los pergaminos de conjuros. Aunque iban bien protegidos en sus estuches, que estaban firmemente cerrados, no podía correr el riesgo de que se colara la más pequeña gota y corriera la tinta, echando a perder así la magia. Cuando por fin se halló a salvo en la otra orilla, estaba helado hasta los huesos y temblaba tan violentamente que los dientes le castañeteaban.
Las rocas que formaban la isla también creaban un puente natural a través del segundo brazo del río. Raistlin se ¡ahorraría tener que entrar en el agua otra vez. Sin embargo, ¡su alivio no duró mucho. Trepar por el puente rocoso resultó ser tan difícil como vadear a través del agua. El mago tenía los pies y las piernas entumecidos de frío; no sentía los dedos de los pies y la piedra estaba resbaladiza por la incesante lluvia. Hasta los veteranos resbalaban y en la penumbra se les oía mascullar maldiciones. Más de uno estuvo a punto de caer al agua que corría bajo sus pies. Entre Caramon y Cambalache, quien resultó ser extremadamente ágil 'para trepar por las piedras, se las arreglaron para ayudar a Raistlin a salvar los tramos más difíciles.
Finalmente la compañía C llegó al pie de los riscos, donde empezaba el trabajo verdaderamente arduo. Los hombres, que jadeaban, se tantearon con cuidado cortes y magulladuras mientras contemplaban en silencio la negra mole que era la pared de la montaña. Los exploradores señalaron una cornisa que se divisaba a bastante altura. Detrás de ella se veía la cumbre del risco.
Según los exploradores, al otro lado de aquella cresta se encontraba la muralla de la ciudad.
—Majere, tú eres el más fuerte —dijo la sargento Nemiss a la par que le tendía un garfio—. Lanza esto lo más alto que puedas por encima de la cornisa.
Caramon hizo girar el garfio un par de veces y luego lanzó; el gancho se elevó en perpendicular, impulsado por los poderosos músculos de sus brazos, trazó un grácil arco en el aire y se precipitó hacia el suelo al cabo de unos segundos, estrellándose con violencia y a punto de aplastar la cabeza de la sargento. Nemiss tuvo que realizar una rápida torsión para evitar el impacto.
—Lo siento, señor —se disculpó Caramon.
—Inténtalo de nuevo, Majere —ordenó la sargento, que en esta ocasión se mantuvo a cierta distancia.
El hombretón volvió a lanzar y esta vez tuvo cuidado de dirigir el garfio hacia la ladera de la montaña. El gancho y la cuerda surcaron el aire trazando un ángulo; las uñas metálicas del garfio repicaron contra la roca y luego empezaron a deslizarse pendiente abajo. En el último momento, el garfio se topó con un saliente y se enganchó. Caramon tiró con todas sus fuerzas de la cuerda. El agarre aguantó.
—Volatín, tú subirás primero —dijo la sargento—. Y lleva más cuerda contigo.
Nadie sabía el verdadero nombre de Volatín, ni siquiera él mismo porque, según contaba, lo habían llamado así desde pequeño y ahora le sonaba tan normal como si fuera el que le pusieron al nacer. Procedía de una familia de artistas circenses que habían actuado en ferias por toda Solamnia, incluido el circo real de la capital, Palanthas. Nadie sabía por qué se había marchado del circo. Volatín jamás hablaba de ello, aunque se rumoreaba que había perdido a su esposa y a un compañero en un accidente mientras realizaban su número de funambulismo, y que había dejado la vida circense jurando que jamás regresaría a ella.
Si eso era verdad, la pérdida sufrida no había agriado su carácter. Era jovial y amistoso y siempre estaba dispuesto a hacer una demostración de sus habilidades en el campamento para admiración de sus compañeros. Caminaba sobre las manos con tanta facilidad como la mayoría de los hombres lo hacían sobre los pies, podía retorcer y contorsionar su cuerpo hasta hacerse casi un nudo, doblaba las articulaciones de los dedos de manera que éstos adoptaban formas increíbles y trepaba a cualquier árbol o pared que existiera.
Al llegar a la cornisa, Volantín ató varias cuerdas más y luego las lanzó a los soldados que esperaban abajo. Los hombres se pusieron en filas y, uno por uno, empezaron a escalar.
Raistlin reflexionó mientras los observaba. Apenas tenía fuerza en sus delgados brazos para levantar una copa llena de vino, cuanto menos para tirar de su cuerpo y subirlo a pulso por una cuerda. Caramon también comprendió tal circunstancia.
—¿Cómo vas a arreglártelas, Raist? —preguntó en un susurro.
—Tú me llevarás —respondió su hermano con total naturalidad.
—¿Eh? —Caramon miró la cuerda, la distancia que tendría que escalar y luego a su gemelo con cierta consternación.
Aunque Raistlin estaba delgado, era un hombre adulto y, demás, llevaba consigo el bastón, los estuches de los pergaminos y sus ingredientes mágicos.
—No sentirás mi peso, hermano —dijo Raistlin suavemente—. Lanzaré un hechizo sobre mí mismo que me hará tan ligero como una pluma de gallina.
—¿Sí? ¿De veras? Entonces no hay problema —comentó Caramon con confianza ilimitada. Se inclinó de manera que Raistlin pudiera encaramarse a su espalda—. Enlaza las manos alrededor de mi cuello. ¿Llevas bien sujeto el bastón?
El Bastón de Mago iba bien seguro, al igual que los estudies, atados con correas de cuero que se ceñían a los hombros de Raistlin. Caramon empezó a trepar por la cuerda, alzándose con movimientos regulares, primero con una mano y luego con la otra.
—¿Has hecho el conjuro, Raist? —preguntó—. No he oído ninguna palabra mágica.
—Conozco mi oficio y sé lo que tengo que hacer, Caramon —replicó Raistlin.
El mocetón continuó subiendo, su sangre bombeando adrenalina. Apenas notaba peso extra.
—¡Raist, tu hechizo funciona! —comentó, girando la cabeza hacia atrás—. ¡Casi no noto tu peso!
—¡Cállate y mira por dónde vas! —le reprendió su gemelo, que trataba de refrenar su condenada imaginación y no pensar en lo que ocurriría si Caramon perdía el agarre de la cuerda.
Cuando llegaron a la cornisa, Raistlin se bajó de la espalda de su hermano y se sentó en el suelo rocoso, con la espalda bien pegada a la pared del risco. Hizo una profunda inhalación y casi al punto empezó a toser. Cogió un frasquito que llevaba sujeto al cinturón y tomó un sorbo de la cocción que le aliviaba y facilitaba la respiración. El ataque de tos cesó. Ya estaba agotado y aún faltaba la parte más difícil y peligrosa del viaje.
—A trepar un poco más, soldados —dijo la sargento, que le tendió el garfio a Caramon.
La cumbre del risco estaba a menos distancia por encima de sus cabezas de lo que había estado la cornisa desde el pie de la ladera. Caramon lanzó el garfio y lo enganchó al primer intento. Volantín trepó por la cuerda con facilidad, aseguró las otras sogas y las lanzó a la cornisa.
Raistlin volvió a encaramarse a la espalda de su hermano. En esta ocasión, Caramon sintió el peso del mago sin ningún género de dudas, y sus fornidos brazos empezaron a dolerle por el esfuerzo; casi no tenía fuerza para izar la carga de los dos cuerpos vertiente arriba. Por fortuna, la distancia que tenían que cubrir era más corta o, en caso contrario, no lo habría conseguido.
—Me parece que tu conjuro no ha funcionado esta vez, Raist —comentó entre jadeos mientras se secaba el sudor y la lluvia de la cara—. ¿Seguro que lo has lanzado? Tampoco te oí pronunciar ninguna palabra en esta ocasión.
—Estás fatigado, eso es todo —fue la breve respuesta de su hermano.
El capitán ordenó un descanso y luego emprendieron la marcha hacia la ciudad. El terreno era abrupto y avanzaban con lentitud; los hombres tuvieron que trepar trabajosamente por afloraciones rocosas o deslizarse por depresiones sembradas de piedras. Pasaba de la medianoche y los fuegos de vigilancia que ardían en las murallas de la ciudad no parecían encontrarse mucho más cerca. La expresión del capitán Senej era sombría cuando los exploradores regresaron con buenas noticias.
—Señor, hemos encontrado un camino que baja directamente hacia la ciudad. Probablemente se trata de una antigua trocha de cabreros.
El sendero pasaba entre las rocas; estaba muy marcado por un uso frecuente, pero era angosto, de modo que los hombres se vieron obligados a recorrerlo en fila india e incluso así, algunos, como Caramon, tuvieron que ponerse de ¡costado para salvar algunos trames. Hicieron un alto en un claro rocoso, desde donde se divisaba la ciudad justo a sus pies. Soldados enemigos montaban guardia en las murallas lo estaban agrupados alrededor de las lumbres de vigilancia, /charlando en voz baja y echando ojeadas de vez en cuando hacia el exterior, donde las hogueras de los ejércitos de asedio brillaban intensamente.
Las lumbres de vigilancia iluminaban tramos de la cara del risco como si fuera de día; los hombres de la compañía C se sentían expuestos en la cornisa a pesar de que sabían que cualquiera que estuviese allí abajo tendría que observar con mucho detenimiento para verlos. Los soldados se desplazaron en silencio, al abrigo de las sombras, y siguieron por el camino que conducía cuesta abajo a la ciudad. Estaban a tiro de piedra de las murallas cuando los peores temores de Raistlin se hicieron realidad. Al inhalar descubrió que tenía obstruidas las vías respiratorias; luchó para reprimir la tos, .pero fracasó. El capitán Senej se detuvo y se volvió parar mirar hacia atrás, furioso.
—¡Silencio, basta de meter ruido! —siseó la sargento desde su posición al frente de la fila.
—¡Basta de meter ruido! —La orden fue pasando de hombre a hombre a lo largo de la fila, todos mirando enfadados a Raistlin.
—¡No puede evitarlo! —gruñó Caramon, que se plantó delante de su hermano.
Raistlin tanteó torpemente hasta encontrar el frasquito, se lo llevó a la boca y se tragó el desagradable líquido. A veces la cocción de hierbas no surtía efecto de inmediato; en ocasiones esos ataques de tos duraban horas. Si ocurría eso ahora, el mago estaba seguro de que los hombres lo arrojarían por el precipicio. O la infusión funcionó esta vez o la pura fuerza de voluntad de Raistlin arrastró la asfixiante ceniza que parecía llenar sus pulmones.
La compañía C continuó caminando hasta que la muralla de la ciudad estuvo casi directamente a sus pies. El capitán Senej mandó a los exploradores para que reconocieran el terreno. Los soldados se pegaron contra la pared del risco y esperaron el regreso de los exploradores. Raistlin tomaba sorbos de la infusión a intervalos, pendiente de no dejar que se le secara la garganta.
Los exploradores volvieron y esta vez con noticias decepcionantes. El camino conducía hasta un arroyo que penetraba en la ciudad a través de una abertura en la muralla. Habían investigado esa abertura, pero resultó ser tan pequeña que ni siquiera Cambalache podría colarse por ella. El único modo de entrar en la ciudad era por encima de la muralla. Los hombres estaban casi al mismo nivel de una torre de guardia, dentro de la cual brillaba una fuerte luz, y pudieron ver las siluetas de al menos tres hombres moviéndose de un lado a otro al pasar frente a las estrechas aspilleras que servían de ventanas.
—Supongo que tenemos que correr el riesgo —dijo el capitán Senej mientras observaba ceñudo la muralla y la torre de guardia.
—Probablemente todos los centinelas que hay en esa torre se nos echarán encima, señor, pero no veo otro modo de entrar —dijo la sargento Nemiss.
El capitán hizo pasar la orden de que se adelantaran los arqueros. Al oírlo, Raistlin dejó su posición en la retaguardia de la fila.
—Tengo que llegar hasta el capitán —dijo, y los hombres lo ayudaron mientras recorría de costado la estrecha cornisa.
—Cubridnos desde aquí arriba hasta que hayamos bajado de la muralla, y después nos seguís. —El capitán estaba dando instrucciones a los arqueros—. Apuntad bien, es cuanto tengo que decir. Disparad a matar. Si se da un grito, estamos acabados.
—No importa lo bien que apunten nuestros hombres, señor —dijo Raistlin, que descendió hasta ponerse junto a los arqueros—. Sus oficiales encontrarán los cuerpos cosidos a flechazos y sabrán que estamos en la ciudad.
—Sí, pero no sabrán dónde nos escondemos —argumentó el capitán.
—Empezarán a buscarnos, señor Tendrán todo el día para dar con nosotros.
—¿Se te ocurre una idea mejor, hechicero? —gruñó irritado Senej.
—Sí, señor. Hacerlo a mi modo. Yo me ocuparé de que entremos en la ciudad a salvo y en secreto. Nadie se enterará.
El capitán y la sargento se mostraban dubitativos. El único mago en el que confiaban era Horkin, y eso porque era más soldado que hechicero. A ninguno de los dos les gustaba Raistlin, a quien consideraban débil e indisciplinado. El incidente del golpe de tos sólo había reafirmado la mala opinión que les merecía. Sin embargo, se les había ordenado llevarlo con ellos y utilizar sus conocimientos. El capitán y la sargento intercambiaron una mirada.
—En fin, supongo que no tenemos mucho que perder —aceptó Senej de mala gana.
—Adelante, Majere —dijo la sargento Nemiss, que se volvió hacia los arqueros—. Y vosotros tened preparados los arcos con flechas, por si acaso.
No añadió que la primera persona a la que deberían disparar si el mago delataba su posición era al propio Raistlin, pero a buen seguro aquello se daba por sobrentendido.
—¿Cómo vas a descender por ahí, Majere? —inquirió la sargento.
Buena pregunta. El Bastón de Mago poseía un hechizo que permitía a quien lo ejecutaba flotar en el aire como una pluma. Raistlin lo había leído en el libro de Magius que había descubierto en la Torre de la Alta Hechicería y había intentado practicarlo un par de veces. La primera tuvo por resultado una mala caída desde un tejado. La segunda había tenido éxito. Nunca había saltado desde tanta altura, sin embargo; tampoco sabía a ciencia cierta el alcance que tenía el conjuro, pero éste no era el mejor momento para experimentos.
—Bajaré del mismo modo que subí —contestó.
La voz se corrió hasta Caramon. El mocetón ató un rollo de cuerda a una piedra y luego la echó por el borde.
—¡Esperad! —La sargento Nemiss los detuvo.
Uno de los centinelas que hacía su ronda pasaba en ese momento por el tramo de muralla que había debajo del grupo. Aguardaron hasta que el guardia dio media vuelta y empezó a caminar en dirección contraria, alejándose.
Raistlin se subió a la ancha espalda de su gemelo, que asió la cuerda con las dos manos, pasó sobre el borde de la cornisa y empezó a descolgarse en rappel por la cara del risco. Al principio los gemelos descendieron envueltos en sombras, pero enseguida llegaron a una zona iluminada por las lumbres de guardia.