Cien pasos más y el capitán ordenó detenerse a la compañía, tras lo cual bajó su escudo y lo apoyó en el suelo. Los demás hicieron lo mismo. Caramon agradeció librarse del peso del escudo; debía de pesar cincuenta kilos, o ésa era la impresión que le daba. El brazo le temblaba por el esfuerzo de sostenerlo en vilo tanto tiempo.
Cambalache, cuyo semblante tenía la palidez de la muerte, siguió sosteniendo la bandera.
—Puedes soltarla ya —le dijo Caramon a su amigo.
—No puedo —contestó Cambalache con voz temblorosa. Se miró la mano como si la extremidad perteneciese a otra persona—. ¡No puedo soltarla, Caramon! —Rompió a llorar.
El mocetón alargó la mano para ayudarlo a soltar el asta y entonces vio que la tenía manchada de sangre. Se miró y descubrió que el peto estaba salpicado de sangre e inmundicia. Bajó la mano y no tocó a su amigo.
—¡Muy bien, escuchad todos! —gritó el capitán—. El barón sabe ya lo que quería saber. Las defensas de la ciudad son más que efectivas.
Los hombres guardaron silencio; estaban exhaustos, desmoralizados.
—Luchasteis bien. Estoy orgulloso de vosotros. Hoy hemos perdido buenos hombres ahí fuera—continuó el capitán Senej—, y me propongo volver allí y traer sus cuerpos. Esperaremos a que caiga la noche.
Un murmullo de aprobación se alzó entre los hombres.
La sargento Nemiss dio orden de romper filas y los soldados regresaron a sus tiendas y a la de curas para enterarse de cómo estaban sus compañeros heridos. Algunos de los reclutas nuevos, Caramon y Cambalache entre ellos, permanecieron en formación, demasiado aturdidos y conmocionados para marcharse.
La sargento se acercó a Cambalache, alargó la mano y soltó de un tirón la bandera de los crispados dedos del semikender.
—Desobedeciste mis órdenes, soldado —dijo con voz severa.
—No, no lo hice, señor —contestó Cambalache—. Encontré un escudo. —Señaló a Caramon—. Uno que podía utilizar.
La sargento Nemiss esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.
—Si se midiera a los hombres por su temple, serías un gigante —dijo—. Y hablando de gigantes, lo hiciste bien ahí fuera, Majere. Pensé que serías el primer hombre al que alcanzarían. Eres un blanco estupendo.
—No recuerdo gran cosa, señor —contestó Caramon, que se sentía obligado a ser sincero aunque con ello bajara la opinión que de él tenía la sargento—. Si queréis saber la verdad, estaba tan asustado que tenía la boca seca. —Inclinó la cabeza—. Me pasé la mayor parte de la batalla escondido detrás de mí escudo.
—Eso es lo que te mantiene con vida hoy, Majere —manifestó la sargento—. Al parecer te he enseñado algo, después de todo.
Nemiss se alejó y entregó el estandarte a uno de los veteranos cuando pasó junto a él.
—Ve tú a comer —le dijo Caramon a su amigo—. Yo no tengo mucho apetito. Creo que voy a tumbarme un rato.
—¿A comer? —Cambalache lo miraba de hito en hito—. Falta mucho para la comida. Sólo ha pasado media hora desde que tomamos el desayuno.
Media hora. Podría haber sido medio año. Media vida. El resto de la vida para algunos.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Caramon, que giró rápidamente la cabeza para que nadie se diese cuenta.
La compañía de comandos recuperó a sus muertos al amparo de la oscuridad y, también en la oscuridad, los enterró en una fosa común para que así el enemigo no pudiese calcular cuántos hombres habían perdido. El barón habló en la sencilla ceremonia citando el nombre de cada soldado caído y relatando alguno de sus hechos heroicos, pasados y presentes. La fosa común se cubrió con tierra y se apostó una guardia de honor para mantener alejados a los lobos merodeadores. El barón entregó un barril de aguardiente enano a la compañía C y los animó a beber en memoria de sus compañeros caídos.
Caramon no sólo bebió a la memoria de aquellos hombres, sino a la de todos los que habían muerto en combate desde el principio de los tiempos, o eso le pareció a Cambalache, que prácticamente tuvo que arrastrar al mocetón de vuelta a la tienda. Sumido en un sopor etílico, Caramon se desplomó boca abajo en el catre tan bruscamente que destrozó la yacija e hizo que los hombres que ocupaban las tiendas a uno y otro lado de la suya se preguntaran si el enemigo les estaba lanzando más piedras con la catapulta.
Raistlin pasó la noche en la tienda de los heridos ayudando a Horkin con los vendajes y los ungüentos. La mayoría de las heridas eran tajos de escasa importancia, salvo el soldado de la pierna rota. Sus compañeros lo habían transportado bajo una lluvia de flechas hasta la tienda de curas y Raistlin tuvo el privilegio de presenciar su primera amputación en un campo de batalla. Preparó una pócima de raíz de mandrágora, que serviría para dejar inconsciente al paciente, y le añadió un conjuro de sueño. Los amigos del hombre le sujetaron los brazos y los hombros para impedir que hiciera algún movimiento reflejo.
Raistlin había pasado horas con Meggin la Arpía diseccionando cadáveres bajo la tutela de la mujer a fin de aprender más sobre las maravillas del cuerpo humano, y no había sentido la menor aprensión. Había practicado sus conocimientos curativos entre la población de Solace que sufría los estragos de una plaga, sin inmutarse. De modo que se ofreció voluntario para asistir a la operación, asegurando al Sanguijuela que ver sangre no le impresionaba y que aguantaría firme en su puesto.
La sangre, y era mucha la que había—Raistlin no imaginaba que un cuerpo pudiera tener tanta—, no lo alteró. Fue el sonido de la sierra al cortar el hueso por debajo de la rodilla lo que obligó a Raistlin a apretar los dientes para contener la bilis que le subía a la boca y a cerrar los ojos en más de una ocasión para no desmayarse.
Se las arregló para aguantar toda la operación, pero cuando retiraron la pierna amputada y se la llevaron para enterrarla en la tumba con los muertos, el joven mago pidió permiso para salir de la tienda un momento. El cirujano, al reparar en la tez lívida del joven, asintió con un seco cabeceo y le dijo a Raistlin que Fuera a dormir un rato, que el paciente permanecería sedado hasta por la mañana.
Entre la mandrágora, el conjuro de sueño y la pérdida de sangre, el hombre que había sufrido la amputación estaba tranquilo. Los otros heridos dormían. Raistlin regresó a su tienda con el cuerpo empapado en sudor y se dejó caer pesadamente en el catre, objeto de burla y escarnio al menos para una persona: él mismo.
Los aliados volvieron a reunirse al mediodía del día siguiente como estaba acordado, siendo el barón el que cabalgó de nuevo hasta el otro campamento para conferenciar con el comandante Kholos. Este se mostró más respetuoso, ya que no más cordial. Permitió que el barón conservara su espada y lo invitó a sentarse mientras discutían los planes para la inminente batalla que doblegaría a Ultima Esperanza. Los dos hombres estuvieron de acuerdo en que las defensas de la ciudad, como había quedado demostrado el día anterior, eran formidables. Un ataque directo, incluso combinando las fuerzas de los dos ejércitos, seguramente acabaría en desastre. Sus hombres habrían sido diezmados para cuando llegaran a las murallas. Kholos propuso instalarse para un asedio prolongado. A buen seguro, cuando al cabo de unos pocos meses las gentes de Ultima Esperanza hubieran acabado con las provisiones, y tras unos pocos más de comer ratas y ver cómo sus hijos morían de inanición, su entusiasmo por esa rebelión desaparecería.
Ese plan no era aceptable para el barón, quien no tenía intención de estar en compañía del comandante más tiempo del estrictamente necesario, de modo que Ivor presentó una alternativa.
—Propongo que acabemos con esta guerra rápidamente. Enviaremos una fuerza a la ciudad para que actúe desde dentro y abra las puertas antes de que sepan qué ha ocurrido.
—¿Derrotarlos a traición? —Kholos esbozó una mueca—. Me gusta.
—Sí, eso había imaginado —comentó secamente el barón.
—¿De qué ejército será la fuerza que utilizaremos para infiltrarse tras las líneas enemigas? —preguntó Kholos, ceñudo.
—Ofrezco a mis hombres para el trabajo —contestó el barón con aire digno, sabedor de que esa pregunta iba a plantearse—. Los has visto en acción. No puedes poner en tela de juicio su valor.
—Aguarda fuera—dijo Kholos—. Tengo que reflexionar sobre esto, discutirlo con mis oficiales.
Ivor abandonó la tienda del comandante y mientras paseaba frente a ella oyó gran parte de la conversación que se sostenía dentro. Enrojeció de rabia y rechinó los dientes al oír el comentario que hizo Kholos en voz alta.
—Si los mercenarios mueren, no habremos perdido nada. Siempre nos queda la alternativa de someter la ciudad por el hambre. Si tienen éxito, nos habremos ahorrado un montón de tiempo y de problemas.
Cuando lo invitaron a entrar de nuevo en la tienda del comandante, el barón entregó voluntariamente su espada al asistente de Kholos para así no ceder a la tentación de utilizarla.
—De acuerdo, barón —dijo Kholos—. Hemos decidido seguir tu plan. Tus hombres entrarán en la ciudad y atacarán desde dentro. Cuando deis la señal, nosotros lanzaremos el asalto a las puertas desde fuera.
—Confío en que puedo contar con que tus hombres atacarán las murallas —dijo Ivor, que miraba fijamente al comandante—. Si tus tropas no distraen a los defensores mis hombres serán masacrados.
—Sí, soy consciente de ello —contestó Kholos, que se hurgó los dientes con el hueso de un ave. Esbozó una mueca e hizo un guiño . Te doy mi palabra.
—¿Confiáis en él, señor? —preguntó el comandante Morgón mientras se alejaban de la tienda de Kholos.
—No demasiado, por lo que me da en la nariz —contestó el barón con aire sombrío.
—Pues si es por olor, entonces implicaría un montón de desconfianza, señor —comentó Morgón poniendo mala cara.
—¡Ja, ja! —el barón rió estruendosamente y palmeó la espalda del comandante—. Muy bueno, Morgón. Pero que muy bueno. —Siguió riendo todo el camino de vuelta al campamento.
—Señor —dijo el capitán Senej—, la compañía C se ofrece voluntaria para esta misión. Nos lo debéis, señor —añadió en voz alta.
Los capitanes de todas las otras compañías estaban haciendo la misma petición y el barón los hizo callar con un gesto antes de volverse hacia Senej.
—Explícate, capitán.
—Mis hombres salieron con una misión imposible, señor —dijo Senej—. Fueron vapuleados, tuvieron que batirse en retirada ante el enemigo y poner pies en polvorosa.
—Sabían que existía esa posibilidad cuando se dirigieron a la batalla —argumentó el barón, que frunció el entrecejo.
—Sí, señor. El capitán Senej se mantuvo en sus trece—. Pero lo están acusando, señor. Van con la cabeza gacha y arrastrando el trasero. Ha sido la primera vez que la compañía C sale derrotada de un combate…
—¡Por el amor de Kiri-Jolith, capitán…! —empezó, exasperado, el barón.
—Milord, ha sido la primera vez que alguien de este ejército ha salido derrotado —dijo Senej, que seguía en posición de firme—. Los hombres quieren la oportunidad de recobrar su honor, señor.
Los otros capitanes guardaron silencio. Aunque todos estaban ansiosos de entrar en acción, aceptaban el derecho del capitán Senej de hacer valer su causa.
—De acuerdo —accedió el barón—. Capitán Senej, la compañía C entrará en la ciudad. Pero esta vez irá acompañada de un hechicero. ¡Maestro Horkin!
—¡Milord!
—Irás en esta misión.
—Con todo mi respeto, señor, sugiero que enviéis a mi ayudante.
—¿Está preparado el joven para un cometido tan importante, Horkin? —inquirió Ivor seriamente—. Majere me parece terriblemente débil y enfermo. De hecho iba a sugerir que se le diera de baja.
—El Túnica Roja es más fuerte de lo que aparenta, milord —manifestó Horkin—. Más de lo que él mismo cree, o ésa es mi opinión. Y es mejor mago que yo. —Horkin admitió aquello sin rencor, exponiendo un hecho, simplemente—. Cuando está en juego la vida de los nombres, creo que deberíais utilizar al mejor.
—Bueno, sí, claro —contestó el barón, sorprendido—. Pero tú tienes experiencia…
—¿Y cómo alcancé esa experiencia sino a base de experiencias? —respondió Horkin—. Cosa que él nunca logrará si no le dejáis.
—Supongo que tienes razón —convino el barón, aunque todavía parecía dubitativo—. Tienes a tu cargo los temas relacionados con la hechicería, mientras que todo cuanto yo sé sobre magia podría meterse en un dedal. Capitán Senej, encuentra a Majere e infórmale que ahora está integrado en tu compañía. Después vuelve para recibir órdenes, i
—¡Sí, señor! —El capitán Senej saludó—. ¡Y gracias, milord!
—Raist, ¿te has enterado de la noticia? —Caramon estaba dócilmente ante la entrada de la tienda de su hermano. El mocetón tenía un dolor de cabeza espantoso y sentía el estómago como si los gnomos lo estuviesen utilizando de caldera. Tras el horror de la batalla, la solemnidad del funeral y los efectos secundarios al despertar, empezaba a replantearse su dedicación a la vida militar. Sin embargo, intentaba mostrarse animado. Por bien de su hermano—. ¡Vamos a infiltrarnos en la ciudad y tú vienes con nosotros!
—Sí, ya me he enterado —respondió irritado Raistlin, sin levantar la vista del libro de hechizos que tenía sobre las rodillas—. Y ahora vete y déjame solo, Caramon. Tengo que memorizar todos estos conjuros antes de que caiga la noche.
—Esto es lo que siempre hemos querido, Raist —dijo Caramon con tono nostálgico—. ¿Verdad?
—Sí, Caramon, supongo que lo es —repuso Raistlin.
El mocetón se demoró un momento con la esperanza de que su hermano lo invitara a entrar, de tener la oportunidad de hablar de su miedo, su vergüenza, su vehemente deseo de regresar a casa. Pero Raistlin no dijo nada ni dio señales de que fuera consciente de la presencia de su hermano. Finalmente, Caramon se marchó.
Después de que su gemelo se hubiese ido, Raistlin se sentó más erguido y miró fijamente el libro de hechizos. Las letras se sucedían sin orden ni concierto por las páginas y las palabras resbalaban de su cerebro como si estuviesen empapadas en grasa. Su hermano y los demás iban a depender de él para que los mantuviera con vida. ¡Qué gracia! Claro que los dioses siempre estaban gastando bromas a su costa. Bromas pesadas.
El joven mago se enfrascó de nuevo en sus estudios, desesperado. Miedo. El de un cobarde. Un cobarde tan grande que no osaría, admitir que lo era.