El gordo Müller y yo llevábamos ya un buen tiempo, casi nueve meses, sin tener noticias de Kampert. Sabíamos que entretanto se había casado con una mujer adinerada. No fuimos invitados a la boda, pero hace dos semanas Müller lo vio en un espléndido coche de dos plazas —aluminio resplandeciente y asientos de tafilete rojo—, detrás de cuyo volante uno se sentía como en una bañera basculante, y a los pocos días nos llamó para que fuéramos, digamos que la noche siguiente, a tomar un whisky con él, en plan muy íntimo, naturalmente.
—Whisky —dijo Müller cuando subíamos las escaleras—. Por lo visto el joven quiere echar la casa por la ventana.
Y del bolsillo de su chaqueta sacó una preciosa latita con langostinos del Mar del Norte en conserva, de primerísima calidad.
—Al joven siempre le han gustado las exquisiteces.
Me pareció un gesto muy amable de Müller.
El propio Kampert nos abrió la puerta. Müller lo saludó tan efusivamente que Kampert pareció emocionarse mucho. Mientras ensartaba nuestros sombreros en unas curiosas púas de hierro barnizadas de negro que sobresalían de la pared, se disculpó de que la criada tuviera su día libre.
—Aunque, después de todo, no sois
attachés
de embajada —dijo bromeando.
—¡Qué va! —replicó Müller—. Pero dime ¿has invitado a un montón de gente o qué?
—Ni hablar —dijo Kampert—. A nadie. Estaremos los tres solos. Os dije que sería en plan muy íntimo.
—Pues sí que vas de punta en blanco, viejo: uno de esos trajecitos alegres y coquetones que tanto te gustan.
—¡Qué va! —dijo Kampert—. Lo que ocurre es que de noche me gusta cambiarme. Es una manía que tengo. Supongo que no os molestará ¿verdad?
—¡No digas disparates, hombre! —dijo Müller—. Un whisky es un whisky.
Y Kampert nos instaló en dos comodísimas tumbonas americanas en su sala de estar, donde esperamos a la dueña de la casa.
—Es toda una sala de exposiciones —comentó Müller tras unos minutos de silencio que dedicamos a observar el aposento, de paredes bastante altas y pintadas de blanco. Müller parecía muy cansado y bostezaba ostensiblemente.
—¡Venga! ¡Saca ese whisky, muchacho!
Kampert cruzó la sala y sacó varias botellas con licor de un armarito de caoba roja.
—Vayamos por partes —dijo sonriendo—. ¿Encontráis, demasiado alto el techo?
—Nooo —dijo Müller—. Bueno, quizás un poco… Sí, un poquitín alto sí que lo es, pero no será la única sala de estar de tu casa. Estas tumbonas son estupendas. Y el
curaçao
tampoco está nada mal.
—Probad el
chartreuse
—nos animó Kampert—. Mi idea fue: una gran sala de estar y unos cuantos asientos sencillos. Nada tranquiliza tanto.
—Pero el toldo es precioso —comenté—, muy original.
En realidad era una ligera esterilla japonesa colocada ante una enorme ventana oblicua.
Kampert se levantó y se dirigió a la ventana. Luego giró una ruedecita de madera y la esterilla empezó a enrollarse en una vara de bambú colocada en la parte alta.
—De día tienes la impresión de estar en Cuba. Entra una cantidad de sol increíble.
—¿Estaba así la casa cuando te mudaste? —preguntó Müller, que al parecer se preguntaba si no sería hora de mezclar
chartreuse
con
curaçao
.
—¡Qué dices! Nosotros hicimos obras. Este espacio eran dos simples habitaciones burguesas. Ya sabes cómo son: estrechas y encima repletas de muebles hasta el techo.
Müller decidió posponer la mezcla hasta después de saludar a la dueña de la casa, y dijo, probando el
chartreuse
:
—Pues sí, la verdad es que vivimos como cerdos, irreflexivamente.
En ese momento entró la mujer de Kampert. Era muy bonita, muy simpática e iba muy bien vestida. Nos estrechó la mano y actuó como si fuéramos amigos de ella y no de Kampert. Dijo que el apartamento aún no estaba listo, pero nos invitó a echarle una ojeada. A lo mejor nos llamaba la atención alguna cosa. Ellos habían procurado que la decoración fuera lo más armoniosa posible. ¿Por qué no combinar los elementos de la vivienda tan armoniosamente como cualquier vestido de noche, por ejemplo? La mayoría de la gente se movía toda su vida entre mobiliarios espantosos, añadió, sin sospechar hasta qué punto se pervertían el gusto cada mañana al levantarse. ¿Qué nos parecía, por ejemplo, la sala en la que estábamos?
—Encantadora —dije yo.
Ella se rió y miró a su marido.
—No sé —dijo— si encantadora es la palabra correcta. En cualquier caso no es exactamente lo que teníamos pensado. En la sala queríamos hacer algo muy sencillo, casi rústico. Me hubieran encantado unas sillas de jardín ¡pero las que hay son tan horribles! Y una esterilla rústica. He caminado como una loca hasta encontrarla. Me miré kilómetros de lona basta, pero en cuanto vi esa esterilla arrinconada en una de las tiendas, me dije: ¡ésta!
—Sí —dije en tono burlón a Müller—, y tú ahí bien repantigado, como si hubieras pagado entrada y el hecho de estar tan a gusto aquí fuera algo natural y evidente.
Müller no se reía tan cordialmente como nosotros. Miraba las paredes un tanto desconcertado. Tuve la impresión de que hubiera preferido que no le dijese por qué se sentía a gusto.
Pero Kampert no advirtió nada de esto y preguntó:
—¿No hay nada que os llame la atención aquí, en las paredes?
—Son muy altas —dijo Müller.
La mujer de Kampert volvió a reírse. Pero su marido dijo con toda objetividad:
—Me refería a que no hay ningún cuadro. La mayoría de la gente llena sus paredes de cuadros como si fueran vallas publicitarias. Yo opino que si no se dispone de una habitación destinada exclusivamente a los cuadros, más vale no tener ninguno.
Fue en aquel momento cuando Müller me lanzó su primera mirada de reojo, algo torva, aunque debo decir que aún pasé un buen rato sin entenderlo.
—Vengan —dijo la mujer de Kampert—, les enseñaré lo demás.
Y mientras Kampert me decía, poniéndose de pie:
—La verdad es que no hemos hecho todo a base de dinero —en cuyo caso esto tendría otro aspecto—, sino tan sólo con un poco de reflexión y, si quieres, otro poco de habilidad. Nuestro punto de vista es: no somos nosotros los que han de adaptarse a la casa, sino ella a nosotros—, yo vi que Müller, que se había levantado con un sorprendente gesto de complacencia, se llenaba un gran vaso de
curaçao
, decidido a llevárselo consigo durante la visita.
Trepamos por una escalera de caracol metálica que conducía a las habitaciones de arriba y que Müller encontró muy práctica.
—Casi no ocupa espacio —dijo Kampert. Y una vez arriba añadió:
—Mirad abajo, el aspecto general de una vivienda ha de ser tan bonito como el de un paisaje.
Müller se limitó a tomar un trago de
curaçao
de su gran vaso e intentó lanzarme una segunda mirada de reojo, no menos torva. Pero la mujer de Kampert era simpatiquísima y nos mostró el dormitorio de su marido.
Era un cuarto pequeño y sencillo, con una cama de hierro, una silla y un simple lavatorio barnizado. Sólo había una claraboya, «para que en él no se tuviera la sensación de estar acampado al aire libre, como quien dice, viendo la pared de la casa de enfrente». El cubrecama era una manta corriente de piel de camello.
—Supongo que te esperabas un dormitorio más cómodo —le dijo Kampert a Müller en tono de broma. Este sonrió cordialmente (toda su atención se hallaba centrada en Frau Kampert que, según pude advertir, le gustaba muchísimo) y se dirigió por propia iniciativa a la habitación contigua, el cuarto de trabajo. Sólo estaba separado del dormitorio por un cortinaje de indiana: ambos espacios constituían un mundo por sí solos. Una mesa de abeto. Un sillón incómodo y duro. Estanterías de abeto. Un diván bajo y duro. Libros.
Müller vació su vaso.
Cuando volvimos a bajar por la escalera de caracol («esto te ahorra la gimnasia matutina»), y como estábamos un poco silenciosos, le dije a Kampert:
—Tu cuarto de trabajo es de verdad extraordinario. ¡Es tan espartano!
—En un cuarto de trabajo no debe haber nada superfluo —dijo Kampert en tono simple.
Abajo, Müller se acercó algo tambaleante al armarito de caoba —al parecer lo que más firmemente se le había grabado en la memoria—, y se puso a revisar las botellas.
—Lo más importante es tener el whisky en el lugar adecuado —dijo.
Sonriendo, Kampert lo cogió del brazo, sacó una botella gruesa, la miró a contraluz y dijo:
—
Black and White
.
Muy bien. Pero si creéis que Müller se tranquilizó con eso, estáis muy equivocados con respecto al gordo. Es cierto que entre todas las marcas de whisky, la
Black and White
es, y no sin razón, la más reconocida. Pero en ese momento me di cuenta, instintivamente, de que Müller hubiera preferido encontrar en el armarito una marca que armonizase menos con el conjunto. Se sirvió, eso sí, generosamente. Pero el solo hecho de que se sirviera el whisky (con un poquito de soda) en el vaso que aún conservaba restos evidentes de
chartreuse
, era un mal síntoma. Otro, todavía peor, fue que de pronto, y como si lo hubieran transformado, deseara ver todo lo que aún quedaba por ver en aquel calculado apartamento.
Se entretuvo a propósito en un salón lila, donde todo era lila: tapices, mesas, armarios, lámpara; lila claro, lila oscuro, violeta. Y en el que además había un piano de cola Bechstein que armonizaba con el lila. Luego avanzó con paso fuerte y decidido por un cuarto que servía de guardarropa, con armarios empotrados de un verde claro muy simple, que cumplían fines exclusivamente prácticos; atravesó un cuarto de baño en el que no faltaba nada, y una cocina impecable desde el punto de vista higiénico. Por último se sentó con nosotros, sumido en un silencio insidioso, a la mesa de roble redonda del alegre comedor, y despachó una cena fuerte, pero sana y digestible, sin cuadros colgados enfrente que lo distrajeran. No era muy correcto que, entre plato y plato, siguiera sirviéndose cada vez más whisky con cada vez menos soda en su mismo vaso de antes, aunque lo necesitaba. Admiraba mucho a Kampert, quien se puso a contar historias chispeantes, demostrando así tener una mente clarísima y un auténtico sentido del humor. No podían ser Kampert ni su mujer, que le gustaba a Müller, quienes lo irritaran tanto. Era el apartamento. Y su reacción era injusta. Era un apartamento muy bonito y nada ostentoso. Pero creo que Müller ya no podía seguir soportando más esa armonía premeditada ni esa funcionalidad reformista. Y debo decir que, poco a poco, también yo empecé a compartir sus sentimientos.
Tras la cena se retiró Frau Kampert, cuya naturalidad había mantenido cierto equilibrio y frenado, como quien dice, los instintos animales de Müller. Y en seguida intuí que allí iba a ocurrir algo.
Con una serenidad que no llamó la atención de Kampert, pero que a mí me pareció abiertamente antinatural, Müller llevó la conversación al tema de los langostinos del Mar del Norte, y se fue haciendo más y más explícito, hasta que al final manifestó sin tapujos su deseo de comer langostinos del Mar del Norte enlatados. Kampert se sorprendió un poco, pero era demasiado buen anfitrión y estaba demasiado poseído por la ingenua satisfacción de tener una casa muy completa como para no sentirse realmente en un apuro. A esas alturas también nosotros estábamos, al igual que Müller, bastante bebidos, y Kampert se levantó, cogió su sombrero y, riendo, prometió que traería langostinos del Mar del Norte. Müller no abrió la boca y sonrió torvamente.
Y ya sólo cabe pensar que, justamente aquella noche, el ángel guardián de Kampert se había ido a dormir demasiado temprano, pues antes de que saliera para acabar de complacer a sus invitados, su infeliz mirada de propietario recayó en un arcón que había junto a la puerta, un trasto nada vistoso de color marrón con guarniciones de hierro, y, sin captar en absoluto la situación en la que llevaba ya casi una hora inmerso, dijo con toda ingenuidad:
—¿Habéis visto alguna vez algo tan fuera de lugar en un comedor tan correcto como éste, muchachos? Pero yo os digo una cosa: por nada del mundo lo sacaría, pues nada me molesta tanto como ver que todo armoniza a la perfección. No
todas
las cosas deben armonizar en un apartamento, de lo contrario se vuelve inhabitable.
Y sin controlar el efecto de sus palabras, salió a toda prisa a buscar langostinos del Mar del Norte.
Müller me hizo una señal con la cabeza, sonriendo. Ya no se le veía crispado. Era nuevamente el Müller bonachón, divertido y borracho al que yo apreciaba y temía.
No perdimos tiempo. Nos pusimos manos a la obra en seguida. Müller se quitó la chaqueta y la tiró a un rincón. Luego se dirigió a la sala de estar y se abalanzó sobre el armarito de caoba, del que sacó tres botellas cuyos golletes rompió contra el crujiente respaldo de una silla de bambú. Después regresó al comedor y vertió todo en una sopera en la que aún flotaban restos de tomates. Seguidamente llenó un cucharón con la mezcla y, haciéndome una señal, volvió a paso lento a una de las tumbonas de estilo americano, se dejó caer en ella suspirando y empezó a fraguar un plan de batalla muy preciso. La operación le llevó tres minutos, pero sin ella no hubiera podido hacer nunca un trabajo tan completo como el que me fue dado observar. Lo primero que hizo fue arrancar el toldo («¡Dios mío, qué bien sujeto está!»), extenderlo con mi ayuda entre el pasador de una ventana y la escalera de caracol, y sujetarlo con las borlas color violeta del salón, convirtiéndolo en una gigantesca hamaca que atravesaba todo el recinto («¡Cruzaría Cuba entera de punta a punta!»). Luego, con las tumbonas de la sala de estar, la mesa del comedor y unas cortinas de la cocina creó un «agradable rinconcito» en cuyo centro campeaba, coquetón, el ominoso armarito de caoba («El armarito, para que algo no haga juego»); y con los restos de azúcar de todas as tazas de café sujetó a las paredes una horrible serie de ilustraciones que, no pudiendo sacar de otro sitio debido a la prisa, arrancó de unas cuantas revistas. Tras haberse asegurado así un «rinconcito agradable» por si las moscas, organizó, según dijo, una macedónica marcha triunfal por los aposentos de arriba, tirándose sobre la cama, la mesa de abeto y el lavatorio con una botella en el bolsillo del pantalón y corriendo así un gran riesgo. Hizo todo esto en el más completo silencio, exceptuando una que otra directiva. Cuando volvió a la sala, tenía un aire extraordinariamente triunfal. Y luego, mientras se mecía en su nueva hamaca cubana bajo el enardecedor influjo de ingentes cantidades de alcohol, pronunció un fulminante y memorable
Discurso sobre la templanza
.