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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (103 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?

—¿Yo?… No… Yo…

Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.

Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:

—Ves a papá…, ¿verdad?

—No, no… Yo…

—Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Lo ves, no lo niegues… Háblame como a un amigo.

Alecha reflexiona un poco.

—¿Y usted no se lo dirá a mamá?

—¡Claro que no! No tengas cuidado.

—¿Palabra de honor?

—¡Palabra de honor!

—¡Júramelo!

—¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?

Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:

—Pero ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.

—¿Y qué hacen allí?

—Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo los detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche nada.

—¿De qué hablan con papá?

—De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que lo veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos…, así…, y empezó a ir y venir por la habitación como un loco… Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá… Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?

—¿Por qué?

—No sé; papá lo dice: «Son unos desgraciados —nos dice—, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros». Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.

Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.

—¿Conque sí? —dijo, al cabo, Beliayev—. ¿Conque celebran mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?

—¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada… ¡Ayer nos dio papá unas peras!… Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos…

—Y dime… ¿Papá no habla de mí?

—¿De usted? Le aseguro…

El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:

—Le aseguro que no habla nada de particular.

—Pero ¿por qué no me lo cuentas?

—¿No se ofenderá usted?

—¡No, tonto! ¿Habla mal?

—No; pero… está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.

—¿Conque afirma que yo he sido la perdición…?

—Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!

Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.

—¡Es absurdo y ridículo! —balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga—. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!

Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:

—¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

—Sí; pero… usted me ha prometido no enfadarse.

—¡Déjame en paz!… ¡Vaya una situación lucida!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.

Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.

—¡Claro! —murmuraba—. ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!

—¿Qué hablas? —preguntó Olga Ivanovna.

—¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos ustedes son unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

—No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

—Pregúntale a este caballerito —dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

—¡Nicolás Ilich! —balbuceó—, le suplico…

Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

—¡Pregúntale! —prosiguió este—. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho la felicidad de ustedes…

—¡Nicolás Ilich! —gimió Alecha—, usted me había dado su palabra de honor…

—¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

—Pero dime —preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo—: ¿te vas con papá? No comprendo…

Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.

—¡No es posible! —exclama su madre—. Voy a preguntarle a Pelagueya.

Y salió.

—¡Usted me había dado su palabra de honor…! —dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.

Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo lo habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.

Una perra cara

El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.

—¡Magnífico perro!… —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro
Milka
—. ¡Un perro extraordinario!… ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene!… ¡Lo que valdrá sólo el morro!… Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted?… Si no es así, es que no entiende nada de esto.

—Sí que entiendo, pero…

—Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato… ¡Dios mío!… ¡Qué olfato el suyo! ¿Sabe cuánto pagué por mi
Milka
cuando no era más que un cachorro?… ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá…,
Milka
bribón,
Milka
bonito!… ¡Ven acá, perrito…, chuchito mío…!

Dubov atrajo a
Milka
hacia sí y lo besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.

—¡No te entregaré a nadie…, hermoso mío…, tunante! ¿Verdad que me quieres,
Milka
? Me quieres…, ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps!… ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere!… ¡Le falta… sobre qué utilizar la inteligencia!… ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio… ¡Lléveselo por cincuenta rublos!… ¡Róbeme…!

—No, querido —suspiró Knaps—. Si su
Milka
hubiera sido macho, quizá lo comprara, pero…

—¿Que
Milka
no es macho? —se asombró el teniente—. Pero ¿qué está usted diciendo, Knaps?… ¿Que
Milka
no es macho? ¡Ja, ja!… Entonces, ¿qué es según usted? ¿Perra? ¡Ja, ja!… ¡Qué chiquillo! Todavía no sabe distinguir un perro de una perra!

—Me está usted hablando como si yo fuera ciego o una criatura —se ofendió Knaps—. ¡Claro que es perra!

—¡A lo mejor también le parece a usted que yo soy una señora!… ¡Vaya, vaya… Knaps! ¡Y decir que ha cursado usted estudios técnicos!… No, alma mía. Este es un auténtico perro de pura casta. ¡Es capaz de dar ciento y raya a cualquier otro perro, y usted me sale con que no es perro! ¡Ja, ja…!

—Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende!

—Bueno, bueno… Pues nada, entonces… No lo compre si no quiere… ¡A usted es imposible hacerle comprender nada! ¡Pronto empezará usted a decir que en vez de rabo tiene una pata!… Pero nada… ¡A usted es a quien quería yo hacer el favor! ¡Vajrameev!… ¡Trae coñac!

El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en silencio.

—¡Y después de todo…, vamos a suponer que fuera perra!… —interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la botella—. ¿Qué importancia tendría eso?… ¡Mejor para usted!… Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido… Pero bueno, en fin…, si tanto miedo tiene usted al género femenino, ¡quédese con ella por veinticinco rublos!

—No, querido. No le pienso dar ni un kopec. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero.

—Eso podía usted haberlo dicho antes… ¡
Milka
! ¡Largo de aquí!

El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio.

—¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! —dijo el teniente, limpiándose los labios—. ¡Qué diablos! ¡Me da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa?… ¡Llévese la perra gratis!

—Pero ¿para qué la quiero yo, querido? —dijo Knaps con un suspiro—. Y además, ¿quién me la iba a cuidar?

—¡Bueno, pues nada, entonces!…, ¡nada!… ¡qué diablos! ¿Que no la quiere usted?… ¡Pues no se la lleva! Pero ¿adónde va usted?… ¡Quédese un ratito más!

Knaps se levantó desperezándose y cogió su gorro.

—Ya es hora de marchar. Adiós —dijo, bostezando.

—Espere, entonces. Le acompañaré.

Dubov y Knaps se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Anduvieron en silencio los cien primeros pasos.

—¿No se le ocurre a quién podría yo dar la perra? ¿No tiene usted a nadie entre sus conocidos…? La perra, como ha visto usted, es bonísima…, y de raza…, pero yo no la necesito para nada.

—No se me ocurre, querido. En realidad, ¿qué conocimientos tengo yo aquí?…

Hasta llegar a la misma casa de Knaps, caminaron los amigos sin pronunciar palabra. Sólo cuando al abrir la puerta de la verja Knaps estrechó la mano a Dubov, éste tosió y con alguna vacilación dijo:

—¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros?

—Es posible que los acepten, pero con seguridad no se lo puedo decir.

—Mañana la mandaré allá con Vajrameev. ¡Al diablo con la perra! Por mí, que la desuellen…, ¡maldita, asquerosa perra! ¡Por si fuera poco que ensucie las habitaciones, ayer en la cocina se zampó toda la carne!… ¡Canalla! ¡Y si siquiera fuera de buena raza!… ¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo! ¡Buenas noches!

—Adiós —dijo Knaps.

La puerta de la verja se cerró y el teniente quedó solo.

Polinka

Las dos de la tarde. Por la gran mercería «Novedades de París», situada en una de las galerías, bulle una muchedumbre de compradores y se escucha el runruneo de las voces de los dependientes, semejante al que suele producirse en el colegio cuando el profesor obliga a todos los niños a estudiarse algo de memoria y en voz alta. Pero ese monótono rumor no interrumpía la risa de las señoras, ni el chirrido de la puerta cristalera de entrada, ni el correr de los chicos para los recados.

Acababa de llegar Polinka. Era una rubia menudilla y vivaz —hija de María Andreyevna, dueña de una casa de modas— y buscaba a alguien con los ojos. Un muchacho se le acercó de prisa y le preguntó, mirándola muy serio:

—¿Desea algo, señorita?

—Ver a Nicolás Timofeich, que es quien me despacha siempre —respondió Polinka.

El dependiente Timofeich, joven, moreno, cuidadosamente peinado, vestido a la última moda y luciendo un gran alfiler de corbata, se había abierto ya sitio en el mostrador y, alargando el cuello, miraba sonriente a Polinka.

—¡Hola, muy buenas! —la saludó con una fuerte y agradable voz de barítono—. Tenga la bondad.

—¡Ah, buenas tardes! —le contestó Polinka acercándosele—. Aquí estoy otra vez… A ver algún agremán…

—¿Para qué lo quería?

—Para un sujetador en la espalda, o sea, para adornar.

—Ahora mismo.

Nicolás Timofeich puso ante Polinka unas cuantas clases de agremán y la muchacha empezó a revolverlas despaciosamente, regateando en el precio.

—Por favor, a rublo no es nada caro —exclamó el dependiente, sonriendo para convencerla—. Es un agremán francés de ocho centímetros… Si quiere, puedo enseñarle otros más baratos: hay uno de a cuarenta y cinco kopecs pero, claro, es peor. Se lo voy a traer.

—Necesito también azabache con botones de agremán —dijo Polinka, inclinándose sobre los géneros y suspirando—. Y ¿no tendría borlas de azabache de este color?

—Sí que tenemos.

Polinka, entonces, se inclinó aún más sobre el mostrador.

—¿Por qué te fuiste el jueves tan temprano de casa, Nicolás? —preguntó en voz baja.

—Me extraña hasta que te dieras cuenta —dijo con sorna amarga el dependiente—. Estabas tan entusiasmada con ese estudiante, que… bueno, no sé cómo te fijaste.

Polinka se ruborizó y no contestó. Timofeich, a su vez, cerró las cajas con manos temblorosas y, sin necesidad de hacerlo, las apiló unas sobre otras. Hubo un instante de silencio.

—También quiero encajes de azabache —habló Polinka, levantando hacia el dependiente unos ojos culpables.

—¿De qué clase los quiere? Los encajes de azabache para el tul hacen muy bonito. Se llevan mucho negros o de color.

—¿A cuánto están?

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