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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (104 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Los hay negros desde ochenta kopecs, y los de color, a dos rublos cincuenta. No iré a tu casa nunca más —añadió Nicolás, bajando la voz.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? Pues muy sencillo. Tienes que comprenderlo: ¿para qué me voy a atormentar? ¿Crees que puede gustarme ver cómo ese estudiante hace su teatro?… Entiendo muy bien todo lo que pasa. Desde el otoño anda detrás de ti, casi todos los días se pasea contigo, y, cuando está en tu casa, lo miras como si fuera un ángel. Claro: como estás enamorada de él, te crees que es único. ¡Pues muy bien! No hablemos más del asunto.

Silenciosa y como aturdida, Polinka trazaba invisibles dibujos con el dedo sobre las cajas.

—Lo veo todo perfectamente —insistió el dependiente—: ¿qué necesidad tengo de ir por tu casa? Uno tiene su amor propio; a nadie le gusta ser plato de segunda mesa. ¿Qué me decías antes?

—Mamá me ha encargado que compre varias cosas, pero se me están olvidando… ¡Ah!, me hacen falta plumas.

Alguien se acercaba demasiado y desapareció el tuteo.

—¿Cómo las quiere?

—De las mejores que tenga. Y que estén de moda.

—Las que más se llevan son las de pájaros, y en colores, el morado y el amarillo. Tenemos un gran surtido… No entiendo todo este lío, Polinka. Ahora estás enamorada de ese hombre, pero ¿cómo va a terminar la cosa?

A Nicolás Timofeich se le marcaron unas manchas rosadas junto a los ojos y, mientras seguía hablando, estrujaba con las manos una cinta sedosa.

—¿Te figuras que se va a casar contigo? ¡Qué equivocada estás! Los estudiantes no pueden casarse y, además, no creo que vaya por tu casa con buenas intenciones. Todos ésos nos consideran a los del comercio como si no fuéramos personas… Visitan a los comerciantes y a las modistas para distraerse, para burlarse de nosotros, que no sabemos tanto como ellos, y para emborracharse. En sus casas y en las de la gente de categoría les da vergüenza, pero en las de la gente sencilla, en las de las personas que no son tan cultas, como nosotros, no tienen ningún reparo; entran hasta sin zapatos… Bueno, ¿qué plumas vas a llevarte por fin?… Y si ése anda rondándote, ya sabes las intenciones que lleva: cuando llegue a médico o abogado, dirá: «¿Qué habrá sido de aquella rubia que fue novia mía?». De ahí no va a pasar. Ten la seguridad de que también en este momento estará presumiendo entre sus compañeros de tener a su disposición una modistilla guapísima…

Polinka se sentó, mirando distraídamente el montón de cajas blancas.

—No, no me llevo las plumas —dijo con un suspiro—. Que venga mamá y compre las que quiera, porque yo puedo equivocarme. Dame seis varas de galón, del de cuarenta kopecs la vara, y botones blancos de los fuertes.

Nicolás le preparó un paquete con los géneros que ella había pedido y Polinka le miraba, esperando oírle decir algo más. Pero el dependiente guardó silencio y, pensativamente, se dedicó a poner las plumas en orden.

—¡Ah, que no se me olviden los botones para la capa! —dijo Polinka al cabo de un momento, pasándose el pañuelo por los labios pálidos.

—¿Cómo los quieres?

—Estamos haciéndole una capa a la mujer de un nuevo rico. Dámelos llamativos.

—Sí: si son para la mujer de un nuevo rico, tienen que ser un poco chillones. Los hay de varios colores: azules, rojos, dorados… Los clientes de otros gustos nos los compran negro mate con un cerco brillante… Sólo que no comprendo cómo no te das cuenta: ¿en qué van a acabar esos… paseos?

—Ni yo misma lo sé —murmuró Polinka, inclinándose sobre los botones—. Ni yo misma sé lo que me está pasando, Nicolás.

Por detrás de Timofeich, y obligándole a estrecharse contra el mostrador, se deslizó otro dependiente, robusto y con patillas, que estaba diciendo con gran cortesía:

—Señora, tenga usted la bondad de pasar a esta otra sección. Tenemos tres clases de jerséis: lisos, con dibujos y con adornos de azabache. ¿Cuál de ellos prefiere?

Al mismo tiempo cruzó junto a Polinka una señora gruesa, que hablaba con voz hombruna, casi de bajo.

—Pero haga el favor de darme uno que no tenga costuras, puro tejido —decía.

—Disimula como si estuvieras escogiendo algo —se inclinó Nicolás hacia Polinka, procurando reprimir la voz y con una sonrisa forzada—. Estás desencajada, pálida, ¡pareces una enferma! Ese va a dejarte. Y si llega a casarse contigo, no va a ser por amor, sino por hambre: atraído por tu dinero. Viviría estupendamente de tu dote y, además, se avergonzaría de ti. Nunca te llevaría con sus amigos, porque no eres culta, porque no puedes alternar con médicos y abogados. Para todos ésos eres una modistilla, una ignorante…

—¡Nicolás! —gritó alguien desde más allá del mostrador—. Aquí una señorita quiere tres varas de nicó. ¿Tenemos?

Nicolás Timofeich se volvió sonriente y gritó:

—¡Sí! Hay cintas de nicó, de otomán con satén y de satén con moaré.

—¡Ay!, y me dijo Olia que no se me olvidara llevarle un corsé —habló Polinka.

—Tienes los ojos llenos de lágrimas —advirtió, asustado, Nicolás—. ¿Qué te pasa? Vamos a ver los corsés y así te esconderé a las miradas de la gente; no está bien que te vean en ese plan.

Sonriendo forzadamente y con exagerada soltura, el dependiente condujo a Polinka a la sección de corsés y la escondió del público tras una alta pirámide de cajas.

—¿Qué corsé prefiere? —preguntó subiendo el tono, y en seguida añadió en voz baja—: ¡Sécate esas lágrimas!

—Deme…, deme usted uno de cuarenta y ocho centímetros. Pero me lo pidió doble, con forro y con ballenas resistentes. Necesito hablar contigo, Nicolás. Vete luego por casa.

—¿Hablar de qué? No tenemos más que hablar.

—Eres el único… que me quiere y, aparte de ti, no tengo con quien hablar.

—Y esto no es caña ni hueso, sino ballena auténtica… ¿De qué, de qué vamos a hablar? No tenemos nada que decirnos. ¿No vas a salir de paseo hoy con él?

—S… sí.

—Bueno, y entonces ¿de qué quieres que hablemos? Las conversaciones no conducirían a nada. ¿Estás o no estás enamorada de él?

—Sí —susurró Polinka indecisa, mientras le caían lagrimones de los ojos.

—Entonces ¿de qué vamos a hablar? —repitió Timofeich, encogiendo los hombros nerviosamente—. No tenemos nada que decirnos. Sécate esas lágrimas, y se acabó. Yo… yo no quiero nada.

En ese momento se acercó a la pirámide de cajas un dependiente flacucho, que le decía a su clienta:

—¿Y no le hace falta un buen elástico para ligas? Es una goma que deja circular la sangre bien. Los médicos la recomiendan mucho…

Nicolás Timofeich hacía todo lo posible por ocultar a Polinka y, procurando disimular sus aprietos, contrajo el rostro en otra penosa sonrisa y decía en voz alta:

—Hay dos clases de encaje, señorita. En algodón y en seda. Tenemos los orientales y también ingleses, de Valenciennes, crochet y torchon; de algodón todos éstos. Pero los rococós, sutás y cambras son de seda, y de la buena… ¡por lo que más quieras, sécate esas lágrimas, que viene gente!

Y al ver que la muchacha seguía llorando, continuaba anunciando cada vez más fuerte:

—Españoles, rococós, sutás, cambrés… ¡Medias de hilo de Escocia, de algodón, de seda!…

Poquita cosa

Hace unos días invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.

—Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes…

—En cuarenta…

—No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos… Ha estado usted con nosotros dos meses…

—Dos meses y cinco días…

—Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado… más tres días de fiesta…

A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni palabra!

—Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases… usted se las dio sólo a Varia… Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida… Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de… hum… de cuarenta y un rublos… ¿no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero… ¡ni palabra!

—En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos… Claro que la taza vale más… es una reliquia de la familia… pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita… Le descontamos diez… También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines… Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo… Así que le descontamos cinco más… El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.

—No los tomé —musitó Yulia Vasilievna.

—¡Pero si lo tengo apuntado!

—Bueno, sea así, está bien.

—A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce…

Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas…

Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!

—Sólo una vez tomé —dijo con voz trémula—… le pedí prestados a su esposa tres rublos… Nunca más lo hice…

—¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once… ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres… tres… uno y uno… ¡sírvase!

Y le tendí once rublos… Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.


Merci
—murmuró.

Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.

—¿Por qué me da las gracias? —le pregunté.

—Por el dinero.

—¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué
merci
?

—En otros sitios ni siquiera me daban…

—¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted… le he dado una cruel lección… ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?

Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: «¡Se puede!»

Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su
merci
y salió… La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!

¡Qué público!

—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!… Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo… ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías… Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo…; esto no es honrado…

Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.

—¡Los billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el taladro. Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.

—¡El billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.

—¡El billete!

El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con impaciencia:

—¡El billete!

El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.

—¿Qué? ¿Quién?

—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!

—¡Dios mío! —gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño… He tomado morfina para dormirme y me sale usted… con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conciliar el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías… ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.

Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.

—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?

—En una taberna la gente es más humana —contesta el pasajero tosiendo—. ¿Cuándo podré dormirme otra vez? Viajé por todos los países extranjeros sin que nadie me pidiera el billete, y aquí es como si el diablo les persiga a cada momento: «El billete. El billete».

—En tal caso lárguese usted al extranjero, que le agrada tanto.

—¡Lo que me dice usted es una estupidez! ¡No basta con que uno tenga que soportar el calor y las corrientes de aire, hay que soportar también ese formulismo!… ¿Para qué diablos necesita usted los billetes? ¡Qué celo! Lo cual no impide que la mitad de los pasajeros vayan de balde.

—Oiga usted, caballero —exclama Podtiaguin—; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.

—¡Es abominable! —murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo… ¡Acabe de una vez, en fin!

—Pero si es el caballero, que me insulta —replica Podtiaguin—. ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted…; si no fuera mi deber… Pueden ustedes informarse…, preguntar al jefe de estación…

Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.

—Tienen razón; yo no tenía para qué despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto; no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación. La estación. Parada de cinco minutos.

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