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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (29 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Mamá, agua! —grita la voz de su hijo.

—¡Chist! —dice la madre—. Papá escribe. Chist…

Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: «¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!»

—¡Chist! —rasguea la pluma.

—¡Chist! —dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa.

Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído… Oye un cuchicheo monótono… Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.

—¡Oiga! —grita Krasnukin—. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.

—Perdóneme —responde tímidamente Nicolaievich.

—¡Chist!

Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira al reloj.

—¡Dios mío, ya son las tres! —gime—. La gente duerme y yo… ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:

—Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas…

Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!

—Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme… —dijo al acostarse—. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma… Debería tomar bromuro… ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!… ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo… ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido…!

—¡Ha escrito toda la noche! —cuchichea su mujer con gesto apurado—. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

—¡Chist! —se oye a través de la casa—. ¡Chist!

La cigarra
I

Todos los amigos y conocidos de Olga Ivanova estaban presentes en su boda.

—Mírenlo bien: ¿verdad que hay algo de particular en él? —decía ella a sus amigos señalando con la cabeza a su marido y como deseando explicar por qué se había casado con un hombre simple, muy común y nada destacable.

Su marido, Osip Stepanich Dimov, era médico y tenía rango de consejero titular. Prestaba servicio en dos hospitales; en uno como médico interno supernumerario y en el otro, como director. Diariamente, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía, atendía a los enfermos y cumplía sus tareas en la sala, mientras que por la tarde tomaba el tranvía de caballos y se dirigía al otro hospital, donde realizaba la autopsia de los enfermos fallecidos. Su práctica particular era ínfima: unos quinientos rublos al año. Y esto era todo. ¿Qué otra cosa se puede decir de él? Empero, Olga Ivanova, sus amigos y sus conocidos eran personas no del todo ordinarias.

Cada uno de ellos se destacaba en algo y era en alguna medida conocido, tenía un nombre y se consideraba una celebridad o bien, en el caso de que no fuera célebre aún, constituía una brillante esperanza para el futuro. Un actor del teatro dramático de gran talento, reconocido desde hacía tiempo, hombre elegante, inteligente y modesto, enseñaba a Olga Ivanova el arte de recitar; un cantante de ópera, gordo y bonachón, aseguraba, suspirando, que Olga Ivanova se anulaba a sí misma: de haber sido menos perezosa y más tenaz, hubiera sido una notable cantante; había también varios pintores encabezados por el paisajista y animalista Riabovsky, un joven rubio, muy buen mozo, de unos veinticinco años, que tenía éxito en las exposiciones y que vendió su último cuadro por quinientos rublos; solía corregir los bocetos que hacía Olga Ivanova y le decía que era razonable esperar de ella resultados positivos; un violonchelista, cuyo instrumento lloraba, confesaba con franqueza que entre todas las mujeres que él conocía Olga Ivanova era la única que sabía acompañarlo; había también un literato, joven pero ya conocido, que escribía novelas, piezas teatrales y cuentos. Y ¿quién más? Bueno, también Vasily Vasilich, un señor hacendado, ilustrador aficionado y viñetista que sentía hondamente el antiguo estilo ruso y los poemas épicos populares; literalmente realizaba milagros sobre el papel, la porcelana y los platos ahumados. En este corrillo artístico, libre y mimado por la suerte, que —aun siendo discreto y correcto— no se acordaba de la existencia de los médicos sino durante la enfermedad y para, el cual el nombre de Dimov resultaba tan indiferente como el de un Sidorov o de un Tarasov cualquiera, Dimov parecía una figura extraña, sobrante y pequeña, a pesar de que era alto de estatura y ancho de hombros. Parecía que llevara puesto un frac ajeno y que tuviera una barbita de almacenero. Aunque si fuese escritor o pintor se hubiera dicho de él que con su barbita hacía recordar a Zola.

El actor le decía a Olga Ivanova que con sus cabellos de lino y el vestido de novia se parecía mucho a un esbelto cerezo, cuando, en primavera, está totalmente cubierto de blancas y suaves flores.

—¡Escúcheme! —replicó Olga Ivanova, cogiéndole de la mano—. Le voy a contar cómo sucedió todo esto. Escuche, escuche… Deseo aclarar que mi padre trabajaba con Dimov en el mismo hospital. Cuando mi pobre padre se había enfermado, Dimov durante días y noches enteras hacía guardia junto a su cama. ¡Tanta abnegación! Escuche, Riabovsky…! Escritor, escuche usted también, que es muy interesante. ¡Acérquese más! ¡Cuánta abnegación y cuánta compasión sincera! Yo tampoco dormía por las noches, pasándolas junto a mi padre, y de repente: ¡zas!… ¡Vencí al joven héroe! Mi Dimov se metió hasta las orejas. Francamente, el destino a veces es muy caprichoso. Bueno, después de morir mi padre él venía a verme dé vez en cuando, nos encontrábamos en la calle, y en una linda noche, de repente… ¡zas! se me declaró… como un rayo… Lloré toda la noche y me enamoré yo misma terriblemente. Y como ustedes ven, me convertí en su esposa. ¿Verdad que hay en él algo fuerte, potente, algo de oso? Ahora estamos viendo nada más que las tres cuartas partes de su cara y, además, está mal iluminada, pero cuando se vuelve, miren bien su frente. Riabovsky, ¿qué me dice usted de esta frente? ¡Dimov, estamos hablando de ti! —gritó al marido—. ¡Ven acá! Tiende tu honrada mano a Riabovsky… Así. ¡Sean amigos!

Dimov, sonriendo ingenua y bondadosamente, tendió la mano a Riabovsky y dijo:

—Mucho gusto. Conmigo regresó también un tal Riabovsky. ¿No será pariente suyo?

II

Olga Ivanova tenía veintidós años; Dimov treinta y uno. Después de la boda llevaron una vida magnífica. Olga Ivanova adornó todas las paredes de la sala con bocetos propios y ajenos, enmarcados y sin marcos, mientras que junto al piano y los muebles dispuso una bella mezcolanza de sombrillas chinas, caballetes, trapitos multicolores, puñales, estatuillas, fotografías… En el comedor, cubrió las paredes de láminas estampadas, colgó las zapatillas y las hoces, colocó en un rincón la guadaña y el rastrillo y obtuvo así un comedor de estilo ruso. En el dormitorio, para que este pareciera una gruta, recubrió el cielo raso y las paredes de paño oscuro, colgó sobre las camas un farol veneciano y cerca de la puerta colocó una figura con una alabarda. Y todo el mundo opinaba que los recién casados tenían un hogar muy simpático.

A diario, después de levantarse de la cama a eso de las once, Olga Ivanova tocaba el piano o, si había sol, pintaba alguna cosa al óleo. Después de las doce iba a la casa de su modista. Como ella y Dimov tenían muy poco dinero, que alcanzaba justo para los gastos indispensables, tanto ella como su modista tenían que recurrir a toda clase de astucias para aparecer con vestidos nuevos y sorprender con su elegancia. Muy a menudo, de un viejo vestido teñido, de unos cuantos trazos de tul, de encaje, de felpa y de seda resultaba un verdadero milagro, algo realmente encantador, un sueño en lugar de un vestido. De la casa de la modista, Olga Ivanova solía trasladarse a la de alguna actriz amiga para enterarse de las novedades teatrales y de paso procurarse entradas para el estreno de alguna obra o para una función de beneficio. De la casa de la actriz había que ir al estudio del pintor o a una exposición; luego a la casa de alguna celebridad ya fuese para formular una invitación, devolver una visita o simplemente para charlar un rato. Y en todas partes la recibían alegre y cordialmente y le aseguraban que era buena, simpática, excepcional… Aquellos a quienes ella titulaba célebres y grandes la recibían como a una igual y le profetizaban, al unísono, que con su talento, su gusto y su inteligencia podía logra grandes resultados si no derrochaba sus habilidades en vano.

Ella cantaba, tocaba el piano, pintaba al óleo, esculpía, formaba parte en los espectáculos de aficionados, y todo ello no lo hacía de cualquier manera sino con talento; ya fabricara farolitos para la iluminación, ya se disfrazara, ya anudara a alguien la corbata, todo le salía con un arte, una gracia y una exquisitez extraordinaria. Empero ningún talento suyo era tan brillante como su capacidad de trabar rápido conocimiento y estrechar relaciones con los personajes famosos. Apenas alguien se tornaba conocido en alguna medida, ella conseguía que se lo presentaran, el mismo día anudaba una amistad con él y lo invitaba a su casa.

Cada nueva relación era una verdadera fiesta para ella. Deificaba a las personas célebres, se enorgullecía de ellas y las veía en sueños todas las noches. Tenía sed de ellas y nunca podía aplacarla. Los viejos se iban y se perdían en el olvido; en su reemplazo venían los nuevos, pero también a éstos ella se acostumbraba pronto o sufría una decepción; comenzaba entonces a buscar ávidamente nuevos y nuevos personajes, los encontraba y volvía a buscarlos. ¿Para qué?

Después de las cuatro de la tarde comía en casa. La sencillez, el sentido común y la bondad de su marido la conmovían y la llenaban de entusiasmo. A menudo se levantaba de un salto, abrazaba impulsivamente su cabeza y la cubría de besos.

—Eres un hombre inteligente y noble, Dimov —le decía— pero tienes un defecto muy importante. No sientes ningún interés por el arte. Rechazas la música y la pintura.

—No las comprendo —respondía él mansamente—. Durante toda mi vida estuve ocupado con las ciencias naturales y la medicina y no tuve tiempo de interesarme por las artes.

—¡Pero eso es terrible, Dimov!

—¿Por qué? Tus amigos no conocen las ciencias naturales ni la medicina y sin embargo tú no le reprochas por eso. A cada cual lo suyo. Yo no soy capaz de comprender los paisajes ni las óperas, pero opino lo siguiente: si existen personas inteligentes que les dedican toda su vida y si hay personas inteligentes que pagan por ellos mucho dinero, eso significa entonces que son necesarios. Yo no los comprendo, pero no comprender no significa rechazar.

—¡Deja que estreche tu honrada mano!

Después de comer Olga Ivanova partía de visita a la casa de unos amigos, luego iba al teatro o a un concierto y regresaba a casa después de medianoche. Y así todos los días.

Los miércoles organizaba en su casa veladas. En estas veladas, la dueña de casa y los invitados, en vez de jugar a los naipes y bailar, se divertían dedicándose a diversas artes. El actor de teatro dramática recitaba, el cantante cantaba, los pintores dibujaban en los álbumes, que Olga Ivanova tenía en grandes cantidades; el violoncelista tocaba, y la propia dueña también dibujaba, esculpía, cantaba y acompañaba al piano.

En los intervalos entre la pintura, la lectura y la música se hablaba y se discutía sobre la literatura, el teatro y la pintura. Damas no había, por cuanto Olga Ivanova consideraba aburridas y vulgares a todas las damas, excepto a las actrices y a su modista. Ninguna velada transcurría sin que la dueña de casa no se estremeciera a cada timbrazo y no dijera con una expresión victoriosa en la cara: «¡Es él!», entendiendo con la palabra «él» alguna nueva celebridad invitada. Dimov no estaba en la sala y nadie se acordaba de su existencia. Pero a las once y media en punto abríase la puerta que daba al comedor y aparecía Dimov con su bondadosa y mansa sonrisa, quien decía, frotándose las manos:

—Por favor, señores, pasen a tomar un bocado.

Todos se dirigían al comedor y cada vez veían sobre la mesa lo mismo: una fuente de ostras, jamón o ternera, sardinas, queso, caviar, setas, vodka y dos jarras de vino.

—¡Mi querido
maítre d’hótel
! —exclamaba Olga Ivanova con júbilo juntando las manos—. ¡Realmente eres encantador! ¡Señores, miren su frente! Dimov, ponte de perfil. Señores, miren: tiene la cara de un tigre de Bengala, pero su expresión es bondadosa simpática como la de un ciervo. ¡Oh, querido mío!

Los invitados comían y, mirando a Dimov, pensaban: «En efecto, es un hombre simpático», pero pronto se olvidaban y de él y continuaban hablando de teatro, de música y de pintura.

Los jóvenes esposos eran felices y su vida transcurría con placidez. A pesar de ello, la tercera semana de su luna de miel fue más bien triste. En el hospital Dimov se contagió de erisipela, guardó cama durante seis días y debió cortar del todo sus hermosos cabellos negros. Olga Ivanova permanecía sentada a su lado llorando con amargura, pero cuando él empezó a sentirse mejor, le colocó sobre la cabeza rapada un pañuelo blanco y se puso a pintar el retrato de un beduino. Y ambos se divertían. Unos tres días después de haberse restablecido y al reanudar Dimov sus tareas en los hospitales, sufrió un nuevo contratiempo.

—¡No tengo suerte, mamita! —dijo durante el almuerzo—. Hoy he hecho cuatro autopsias y me corté a la vez dos dedos. No lo noté hasta que estaba en casa.

Olga Ivanova se asustó. Pero él sonrió diciendo que eran pequeñeces y que no era la primera vez que se hacía cortes en las manos durante las autopsias.

—Me dejo llevar por el afán, mamita, y me vuelvo distraído.

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