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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (30 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Olga Ivanova esperó con angustia algún signo de infección y por las noches rezaba, pero todo terminó bien. Y volvió a fluir la plácida y feliz vida sin tristezas ni sobresaltos.

El presente era magnífico y para su reemplazo se acercaba la primavera, que ya sonreía de lejos, prometiendo mil alegrías. ¡La dicha no tendría fin! En abril, en mayo y en junio, una
dacha
lejos de la ciudad, paseos, bocetos, pesca, ruiseñores; más tarde desde julio hasta el mismo otoño, la excursión de los pintores a la región del Volga, viaje en el cual tomaría parte también Olga Ivanova, como miembro efectivo de la
société
. Ya se había hecho dos vestidos de lienzo para el camino; había comprado también pinturas, pinceles, lienzos y una paleta nueva.

Casi todos los días Riabovsky iba a su casa para ver los éxitos logrados por ella en la pintura. Cuando ella le mostraba su trabajo, aquél se metía las manos en los bolsillos, apretaba con fuerza los labios, resoplaba y decía:

—A ver… Esta nube es muy chillona; su iluminación no es crepuscular. El primer plano está algo desdibujado y no es lo que debería ser ¿comprende? En cuanto a la
izba
, parece haberse atragantado con alguna cosa y ahora chilla lastimeramente…

Ese ángulo tiene que ser más oscuro. Pero en general está bastante bien. La felicito.

Y cuanto menos comprensible era lo que él decía, tanto mejor lo comprendía Olga Ivanova.

III

El segundo día de la Trinidad, después de almorzar, Dimov compró bocadillos y caramelos y partió a la
dacha
para reunirse con su mujer. Hacía dos semanas que no se veían y la extrañaba mucho. Sentado en el vagón y luego buscando su
dacha
en el bosquecillo, no dejaba de sentir hambre y cansancio y gozaba al pensar que iba a cenar, en libertad, con su mujer, y a echarse a dormir luego. Y le causaba alegría mirar el paquete en que llevaba envueltos el caviar, el queso y el salmón blanco.

Cuando encontró y reconoció su
dacha
, el sol se ponía ya. La vieja criada le dijo que la señora no estaba pero que debía regresar pronto. La
dacha
, de aspecto muy poco confortable, con cielos rasos bajos, recubiertos de papel blanco, y con pisos desparejos y agrietados, sólo tenía tres habitaciones. En una estaba la cama; en otra, sobre sillas y ventanas se hallaban desparramados lienzos, pinceles, papeles con manchas de grasa y abrigos y sombreros masculinos; en la tercera Dimov encontró a tres hombres desconocidos. Dos eran morenos, con barbitas, mientras que el tercero, afeitado y gordo, por lo visto era actor. Sobre la mesa, en el
samovar
, hervía el agua.

—¿Qué desea usted? —preguntó el actor con voz de bajo, observando a Dimov con frialdad—. ¿Necesita usted ver a Olga Ivanova? Espere, ella viene enseguida. Dimov tomó asiento y se puso a esperar. Uno de los morenos, somnoliento y apático, se sirvió un vaso de té, lo miró y preguntó:

—¿No quiere un poco de té?

Dimov tenía sed y hambre, pero, para no estropearse el apetito, rehusó. Pronto se oyeron pasos y una risa conocida; resonó un portazo y entró corriendo Olga Ivanova, con un sombrero de anchas alas y llevando una caja en la mano; tras ella, con una sombrilla grande y con una silla plegadiza, entró Riabovsky, alegre y sonrosado.

—¡Dimov! —exclamó Olga Ivanova y sus mejillas se encendieron por la alegría—. ¡Dimov! —repitió, poniendo su cabeza y ambas manos sobre el pecho de su marido—. ¡Eres tú! ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir? ¿Por qué?

—¿Y cuándo iba a venir, mamita? Estoy siempre ocupado y si a veces dispongo de un poco de tiempo, ocurre que el horario de los trenes no me conviene.

—¡Pero cuan contenta estoy de verte! Soñé contigo toda la noche y tuve miedo de que estuvieras enfermo. ¡Ah, si supieras cuan simpático eres y cuán oportuna es tu llegada! Serás mi salvador. ¡Sólo tú puedes salvarme! Mañana habrá aquí una boda sumamente original —prosiguió ella riendo y anudando la corbata al marido—. Se casa el joven telegrafista de la estación, un tal Chikeldeiev. Buen mozo, inteligente; en su cara hay algo fuerte, sabes, algo de oso… Puede servir de modelo para el retrato de un varego. Todos los veraneantes simpatizamos con él y le hicimos la firme promesa de asistir a su boda… Es un hombre de medios modestos, solo, tímido y, por supuesto, estaría mal negarle nuestra participación. Imagínate, la boda será después de la misa; luego iremos a pie hasta la casa de la novia… te das cuenta, el bosquecillo, el canto de los pájaros, las manchas de sol sobre la hierba y todos nosotros como manchas multicolores sobre el fondo verde… es sumamente original, de acuerdo con el gusto de los expresionistas franceses. Pero, Dimov, ¿qué me pondré para ir a la iglesia? —dijo Olga Ivanova con cara compungida—. ¡No tengo nada aquí, absolutamente nada! Ni vestidos, ni flores, ni guantes… Tú debes salvarme… Si has venido, quiere decir que el mismo destino dispone que me salves. Llévate las llaves, querido, vuelve a casa y saca del guardarropa mi vestido rosado. Tú lo conoces, está colgado en primer lugar… Luego, en el depósito, del lado derecho verás en el suelo dos cajas de cartón. Cuando abras la de arriba, verás que todo son tules, tules y tules y toda clase de trapitos pero debajo están las flores. Sácalas con cuidado, trata de no arrugarlas, mi amor, que luego escogeré las que necesito… Cómprame también los guantes.

—Bien —dijo Dimov—. Mañana partiré de regreso y te lo mandaré todo.

—¿Cómo mañana? —preguntó Olga Ivanova y lo miró sorprendida—. ¿Y cómo tendrás tiempo mañana para hacerlo? El primer tren sale a las nueve y la boda es a las once. No, querido, hay que hacerlo hoy, ¡hoy sin falta! Si mañana no puedes venir, mándame las cosas con un recadero. Bueno, vete, pues… Pronto debe pasar un tren. ¡No vayas a perderlo, mi amor!

—Bien.

—Me da pena dejarte ir —dijo Olga Ivanova y las lágrimas asomaron a sus ojos—. ¿Y para qué le habré dado mi palabra al telegrafista? Soy una tonta…

Dimov tomó de prisa un vaso de té, guardó en su bolsillo una rosquilla y, sonriendo mansamente, se encaminó a la estación. En cuanto al caviar, el queso y el salmón blanco, se lo comieron los dos morenos y el gordo actor.

IV

En una apacible noche de luna del mes de julio Olga Ivanova se encontraba en la cubierta del vapor fluvial y miraba ora al agua, ora las bellas orillas del Volga. A su lado estaba Riabovsky y le decía que las negras sombras sobre el agua no eran sombras sino un ensueño y que a la vista de esa agua embrujadora con su brillo fantástico, de ese cielo abismal y de esas tristes y pensativas orillas, sabedores de la futilidad de nuestras vidas y de la existencia de lo sublime, eterno y beatífico, uno sentía anhelo de olvidar todo, morir, llegar a ser un recuerdo.

El pasado era trivial y aburrido, el futuro no tenía importancia, mientras que esta divina noche, única en la vida, iba a terminar pronto, diluyéndose en la eternidad. ¿Para qué vivir entonces? Olga Ivanova escuchaba ora la voz de Riabovsky, ora el silencio de la noche y pensaba en que era inmortal, en que no moriría nunca. Las aguas de color turquesa, como nunca antes las había visto, el cielo, las orillas, las negras sombras y una inexplicable alegría que impregnaba su alma le decían que llegaría a ser una gran pintora y que en algún lugar, tras aquella lejanía, tras la noche de luna, en el infinito espacio, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo… Sin pestañear miraba a lo lejos durante largo rato, imaginando multitudes, luces, solemnes sones de música, exclamaciones de júbilo y viéndose a sí misma con vestido blanco y cubierta de flores que caían sobre ella de todas partes. Pensaba también que a su lado, apoyándose en la borda, estaba un verdadero gran hombre, un genio, un elegido de Dios… Todo lo que él había creado hasta entonces era bello, novedoso y extraordinario, y lo que crearía con el tiempo, cuando la madurez afirmase su excepcional talento, sería asombroso, inmenso, y ello se notaba en su rostro, en su manera de expresarse y en su actitud hacia la naturaleza. De las sombras, de los matices crepusculares, del claro de luna él hablaba a su manera, en su lenguaje, de modo qué involuntariamente se sentía el hechizo de su poder sobre la naturaleza. Él mismo era muy hermoso, original, y su vida, independiente, libre, ajena a todo lo ordinario, semejaba la de un pájaro.

—Empieza a hacer fresco —dijo Olga Ivanova, estremeciéndose.

Riabovsky la envolvió en su capa y dijo tristemente:

—Me siento dominado por usted. Soy su esclavo. ¿Por qué está tan cautivante hoy?

La miraba fijamente y sus ojos le causaban miedo a ella.

—La amo con locura… —susurró—. Dígame una sola palabra y dejaré de vivir, abandonaré el arte… —musitó, muy emocionado—. Ámeme, ámeme…

—No me hable así —dijo Olga Ivanova, cerrando los ojos—. Me da miedo. ¿Y Dimov?

—¿Qué Dimov? ¿Por qué Dimov? ¿Qué tengo que ver yo con Dimov? Lo que hay es el Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi júbilo… pero no hay ningún Dimov… ¡Ah yo no sé nada! No tengo necesidad del pasado; deme un momento… un instante.

El corazón de Olga Ivanova comenzó a latir con más fuerza. Ella quería pensar en su marido, pero todo el pasado, con la boda, con Dimov y con las veladas, le parecía pequeño, insignificante, opaco, innecesario y muy lejano… En efecto: ¿qué Dimov?, ¿por qué Dimov?, ¿qué tiene que ver ella con Dimov? ¿Existe él realmente en la naturaleza? ¿O no es más que un sueño?

«Para él, hombre simple y ordinario, es suficiente la felicidad que ya ha recibido —pensaba ella, cubriéndose la cara con las manos—. Que me condenen allí, que me maldigan, pero yo, para fastidiar a todo el mundo, me dejaré caer… eso es, me dejaré caer… Hay que probarlo todo en la vida. ¡Dios mío, qué miedo y qué deleite!»

—¿Y bien? ¿Qué? —musitó el pintor, abrazándola y besando con avidez las manos con las que ella trataba débilmente de apartarlo—. ¿Me amas? ¿Sí? ¿Sí? ¡Oh qué noche! ¡Qué noche divina!

—Sí, ¡qué noche! —susurró ella, mirándole los ojos en que brillaban las lágrimas; luego miró rápidamente hacia atrás, lo abrazó y lo besó con pasión en los labios.

—¡Nos acercamos a Kineshma! —dijo alguien del otro lado de la cubierta.

Oyéronse unos pasos pesados. Era el camarero del bufet que pasaba cerca de ellos.

—Escuche —dijo Olga Ivanova, riendo y llorando de felicidad—, tráiganos vino.

El pintor, pálido de emoción, sé sentó en un banco, dirigió a Olga Ivanova una mirada llena de adoración y de gratitud, luego cerró los ojos y dijo con una lánguida sonrisa:

—Estoy cansado.

Y apoyó la cabeza en la borda.

V

El dos de septiembre era un día templado y apacible, pero el cielo estaba cubierto de nubes. Por la mañana temprano, vagaba sobre el Volga una ligera niebla y después de las nueve comenzó a lloviznar. Y no había ninguna esperanza de que el tiempo mejorara más tarde. Durante el desayuno Riabovsky decía a Olga Ivanova que la pintura era la más ingrata y la más aburrida de las artes; que él no era pintor y que solamente los tontos lo creían hombre de talento, y de repente, sin motivo alguno, cogió el cuchillo e hizo algunos cortes en el mejor boceto suyo. Después del desayuno se sentó junto a la ventana y se puso a mirar, sombrío, sobre el Volga. Este ya carecía de brillo y presentaba un aspecto opaco, turbio y frío. Todo hacía recordar la proximidad del tedioso y triste otoño. Y parecía que la naturaleza quitó al Volga las lujosas alfombras verdes de sus orillas, los reflejos de diamante de los rayos solares, la transparente lejanía azul y toda su vestimenta de gala, y guardó todo en los baúles hasta la próxima primavera; y las cornejas volaban cerca del Volga y se burlaban de él: «¡Desnudo! ¡Desnudo!». Riabovsky escuchaba sus graznidos y pensaba en que ya estaba agotado y sin talento, que todo en este mundo era convencional, relativo, estúpido y que no debería ligarse a esa mujer… En una palabra, estaba de mal humor y se abandonaba a la melancolía.

Olga Ivanova, sentada en la cama, detrás del biombo, se pasaba los dedos por sus hermosos cabellos de lino y se imaginaba ya la sala, ya el dormitorio, ya el gabinete de su casa; su imaginación la llevaba al teatro, a la casa de la modista y a sus célebres amigos. ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Se acordarán de ella? La temporada ha comenzado ya y era hora de pensar en las veladas. ¿Y Dimov? ¡Querido Dimov! Con su mansedumbre infantil y quejumbrosa le pide en sus cartas que vuelva a casa lo antes posible.

Cada mes le enviaba setenta y cinco rublos y cuando ella le había escrito que debía a los pintores cien rublos, se los mandó también. ¡Qué hombre tan bondadoso y magnánimo! El largo viaje había fatigado a Olga Ivanova; se aburría y tenía deseos de alejarse de los
mujiks
y del olor a humedad del río y de liberarse de esa sensación de suciedad física que experimentaba continuamente, alojándose en las
izbas
campesinas y trasladándose de una aldea a otra. Si Riabovsky no hubiera dado a los pintores su palabra de honor de que quedaba aquí hasta el veinte de septiembre, hubieran podido irse hoy mismo. ¡Qué magnífico hubiera sido!

—¡Dios mío! —gimió Riabovsky—. ¿Cuándo, hará sol; por fin? Un paisaje soleado no puedo continuarlo sin sol.

—Pero tú tienes un boceto con cielo nublado —dijo Olga Ivanova, saliendo de detrás del biombo—. En el plano derecho está el bosque y en el izquierdo, un rebaño de vacas y los gansos, ¿recuerdas? Ahora podrías terminarlo.

—¡Bah…! —frunció el ceño el pintor—. ¡Terminarlo! ¿Acaso cree usted que soy tan estúpido que no sé lo que debo hacer?

—¡Cómo has cambiado! —suspiró Olga Ivanova.

—Y bueno…

A Olga Ivanova le temblaban los labios; dio unos pasos hacia la estufa y se puso a llorar.

—Eso es… Sólo faltaban las lágrimas. ¡Basta ya! Yo tengo mil motivos para llorar y sin embargo no lloro.

—¡Mil motivos! —exclamo Olga Ivanova—. El motivo principal es que usted ya está harto de mí. ¡Sí! —dijo ella y comenzó a sollozar—. La verdad es que usted tiene vergüenza de nuestro amor. Procura siempre que los pintores no se den cuenta, aunque esto no se puede ocultar y ellos ya lo saben todo hace tiempo.

—Olga, le pido una sola cosa —dijo el pintor con voz suplicante y poniéndose una mano en el corazón—, sólo una cosa: ¡No me torture! ¡Nada más necesito de usted!

—¡Pero jure que me ama todavía!

—¡Ah, esto es una tortura! —farfulló el pintor entre dientes y se levantó de un salto—. ¡No me quedará otra cosa que tirarme al Volga o volverme loco! ¡Déjeme en paz!

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