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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (34 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Es usted muy extraña… —dijo Pasha, que empezaba a enfadarse—. Le aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.

—Pasteles… —sonrió irónicamente la desconocida—. En casa los niños no tenían qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a devolverme las joyas?

Al no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada perdida en el espacio.

«¿Qué podría hacer ahora? —se dijo—. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»

La señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto.

—Se lo ruego —se oía a través de sus sollozos—: usted ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo… No se compadece de él, pero los niños… los niños… ¿Qué culpa tienen ellos?

Pasha se imaginó a unos niños pequeños en la calle y que lloraban de hambre. Ella misma rompió en sollozos.

—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él… En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.

—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro… me humillo… ¡Si quiere, me pondré de rodillas!

Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.

—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich… me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea…

Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.

—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble… su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino…

La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:

—Esto no es todo… Esto no vale novecientos rublos.

Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:

—Es todo lo que tengo… Registre, si quiere.

La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.

Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.

—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo lo hizo, dígame?

—Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! —replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado…

—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó Pasha.

—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura… Hasta quería ponerse de rodillas ante… esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!

Se llevó las manos a la cabeza y gimió:

—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí… canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!

Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.

Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.

La cronología viviente

El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.

—Antes, nuestro pueblo era más alegre —decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables—; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?… ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno… ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha…, me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?

—¡Nueve! —gritó Ana Pavlovna desde su gabinete—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada, mamaíta… Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin?… ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?

—¡Doce!

—Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia! Música, canto, declamación… Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76…, no, 77…; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?… Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?

—Tengo siete años, papá —replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.

—Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía —dice Lobnief suspirando—. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?

—¿En qué año fue?

—No ha mucho…; me parece que en el 80.

—Decidme, ¿qué edad tiene Vania?

—¡Cinco años! —grita desde su gabinete Ana Pavlovna.

—Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.

Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrero destello y se cubren de ceniza.

De las memorias de un idealista

El diez de mayo tomé una licencia por veintiocho días, le pedí a nuestro tesorero cien rublos de adelanto y decidí, fuera como fuera, «vivir un poco», vivir un poco a todo trapo, de modo que después, en el transcurso de diez años, pudiera vivir sólo de los recuerdos.

¿Y saben ustedes qué significa «vivir un poco» en el mejor sentido de esas palabras? No significa ver una opereta en un teatro veraniego, comerse la cena y regresar a casa en la mañana medio borracho. Tampoco significa dirigirse a una exposición y de ahí a las carreras y sacudir allí el monedero alrededor del totalizador. Si usted quiere vivir un poco, pues siéntese en un vagón y diríjase ahí, donde el aire está impregnado de la fragancia de la lila y el cerezo, donde, acariciando su vista con su tierna blancura y el brillo del rocío diamantino, florecen a porfía los muguetes y las violetas. Allí, bajo la bóveda azul, a la vista del bosque verde y los arroyos arrulladores, en compañía de los pájaros y los escarabajos, ¡usted entenderá qué es la vida! Añada a eso dos o tres encuentros con un sombrerito de ala ancha, unos ojitos rápidos y un delantalcito blanco… Confieso que yo soñaba con todo eso cuando, con la licencia en el bolsillo, colmado de las dádivas del tesorero, me trasladaba a la casa de campo.

La casa de campo se la alquilé, por consejo de un amigo, a Sofía Pavlovna Kniguina, que arrendaba en su casa una habitación sobrante con mesa, muebles y demás comodidades. El alquiler de la casa se efectuó más rápido de lo que podía pensar. Tras llegar a Pirierva y buscar la casa de Kniguina, llegué, recuerdo, a una terraza y… me sentí turbado. La terracita era acogedora, graciosa y adorable, pero aún más graciosa y (permítanme expresarme así) más acogedora era la joven, rolliza damita, que estaba sentada a la mesa en la terraza y tomaba té. Ella entornó hacia mí los ojitos.

—¿Qué se le ofrece?

—Disculpe, por favor… —empecé—. Yo… yo, probablemente, me equivoqué… Busco la casa de campo de Kniguina.

—Yo soy Kniguina… ¿Qué se le ofrece?

Me sentí perdido… Por las dueñas de apartamentos y casas de campo, yo estoy acostumbrado a sobrentender unas señoras maduras, reumáticas, olorosas de borra de café, pero ahí… —«¡Ángeles y ministros de piedad, amparadnos!», como dijo Hamlet— estaba sentada una maravillosa, suntuosa, asombrosa, encantadora señora. Yo, tartamudeando, expliqué lo que necesitaba.

—¡Ah, mucho gusto! ¡Siéntese, por favor! Su amigo me escribió ya. ¿No quiere acaso té? Para usted, ¿con ciruela o con limón?

Hay una raza de mujeres (con mayor frecuencia rubias) con las que es suficiente sentarse dos o tres minutos para que usted se sienta como en casa, como si fueran viejos, viejos conocidos. Así era exactamente Sofía Pavlovna. Mientras bebía el primer vaso, yo ya sabía que ella no estaba casada, que vivía de rentas y que esperaba en su casa la visita de una tía; yo sabía las razones que habían motivado a Sofía Pavlovna a dar una habitación en alquiler. En primer lugar, pagar ciento veinte rublos por una casa de campo para una sola es penoso y, en segundo, espanta: ¡de pronto un ladrón se mete de noche o de día entra un
mujik
temible! Y no hay nada censurable si en la habitación de la esquina vive alguna dama solitaria o un hombre.

—¡Pero un hombre es mejor! —suspiró la dueña, lamiendo la confitura de la cucharita—. Con un hombre hay menos ajetreos y uno no tiene tanto miedo…

En una palabra, en apenas alguna hora, Sofía Pavlovna y yo ya éramos amigos.

—¡Ah, sí! —recordé, despidiéndome de ella—. Hablamos de todo y de lo principal ni una palabra. ¿Cuánto me va a cobrar? Yo voy a vivir aquí sólo veintiocho días… El almuerzo, por supuesto, té y demás.

—¡Bueno, encontró de qué hablar! Lo que pueda. Yo no arriendo la habitación por cálculo, sino así… para que haya gente. ¿Puede pagarme veinticinco rublos?

Yo, por supuesto, acepté y mi vida veraniega empezó… Esa vida es interesante porque el día se parece al día y la noche a la noche, ¡y cuánto encanto hay en esa uniformidad!, ¡qué días, qué noches! ¡Lector, yo estoy exaltado, permítame abrazarlo! Por la mañana me despertaba y, sin pensar ni un poco en el servicio, tomaba té con ciruelas. A las once iba a darle los buenos días a la dueña y tomaba con ella café con ciruelas cocidas. Desde el café hasta el almuerzo charlábamos. A las dos, el almuerzo, ¡pero qué almuerzo! Imagine que usted, hambriento como un perro, se sienta a la mesa, toma una copita grande de vodka de grosella y pica cecina caliente con rábano. Después, imagine gazpacho o
schi
verde con crema agria y demás y demás. Después del almuerzo me recostaba a reposar, lectura de novela y sobresalto a cada minuto, ya que la dueña a cada rato pasaba fugazmente cerca de la puerta y decía: «¡Acuéstese! ¡acuéstese!». Después el baño. Por la tarde, hasta la noche profunda, paseo con Sofía Pavlovna… Imagine que a la hora del atardecer, cuando todo duerme, excepto los ruiseñores y las garzas que gritan rara vez, cuando un vientecito que respira débilmente le trae casi casi el ruido de un tren lejano, usted pasea en el boscaje o por el terraplén de la vía ferroviaria con una rubiecita rolliza, que se encoge coquetamente por la frialdad nocturna y a cada rato voltea hacia usted una carita pálida de luna… ¡Terriblemente bien!

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