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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (80 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Usted se extralimita, señor! —estalló el ofendido—. Usted convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos, me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.

—Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se refiere a tu periódico mira… El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.

—Señores, pero ¿qué es esto? —balbuceó Yestiakov estupefacto—. Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal…

—¡Se ha enfadado! —echóse a reír el disfrazado—. ¡Uf! ¡Qué susto me dio! ¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores. Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes… Y como quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les ruego que no me contradigan y se vayan… ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.

—Pero ¿cómo es eso? —dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera puedo comprenderlo… ¡Un insolente irrumpe aquí y… de pronto ocurren semejantes cosas!

—¿Qué palabra es ésa de insolente? —gritó enfadado el individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron en la bandeja—. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido! ¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!

—¡Bueno, ahora veremos! —dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se le habían humedecido de emoción—. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!

Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del baile.

—Le ruego que salga —comenzó—. Aquí no se puede beber. ¡Haga el favor de ir al buffet!

—Y tú ¿de dónde sales? —preguntó el disfrazado—. ¿Acaso te he llamado?

—Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.

—Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo… Como eres la persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis damiselas no les gusta que haya nadie aquí… Se azoran y yo, pagando mi dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.

—Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una cuadra —gritó Yestiakov—. Llamen a Evstrat Spiridónovich.

Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no tardó en presentarse.

—¡Le ruego que salga de aquí! —dijo con voz ronca, con ojos desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.

—¡Ay, qué susto! —pronunció el individuo, y se echó a reír a su gusto—. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de un gato, los ojos desorbitados… ¡Je, je, je!

—¡Le ruego que no discuta! —gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónovich, temblando de ira—. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de aquí!

En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.

Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba, pataleaba.

Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y el público se abalanzó hacia la sala de lectura.

Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.

—Escribe, escribe —decía la máscara, metiendo un dedo bajo la pluma—. ¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta? ¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!

Uno… dos… ¡tres!

El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.

Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelectuales palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería imperdonable.

Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico de la localidad, por su amor a la cultura.

—Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? —preguntó después de un minuto de silencio.

Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.

—Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! —decía un minuto más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que llevaba más vino a la biblioteca—. ¿Por qué no dijiste nada?

—Me lo había prohibido.

—Te lo había prohibido… Si te encierro, maldito, por un mes, entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!… Y ustedes, señores, también son buenos —dirigióse a los intelectuales—. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias. ¡Eh, señores, señores…! No me gusta nada, palabra de honor.

Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.

Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse hacia sus casas.

A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.

—¡No toquen! —ordenaron los organizadores del baile a los músicos, haciendo grandes aspavientos—. ¡Silencio!… Egor Nílich duerme…

—¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? —preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.

Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca de su mejilla.

—¿Me permite acompañarle a su casa? —repitió Belebujin— o ¿aviso que le envíen el coche?

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?

—Acompañarle a su casa… Es hora de dormir.

—Bueno. Acompaña…

Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente, levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.

—Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un grupo de gente —decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse—. Estoy sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche inolvidable!

Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales recobraron la alegría y se tranquilizaron.

—A mí me dio la mano al despedirse —dijo Yestiakov muy contento—. Luego ya no está enfadado.

—¡Dios te oiga! —suspiró Evstrat Spiridónovich—. Es un canalla, un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.

El misterio

La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.

¡Otra vez! —exclamó golpeándose la rodilla—. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba.

Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

—¡Esto es increíble! —decíase Navaguin paseándose por el gabinete—; ¡es extraordinario e incomprensible!… ¡Llamad al conserje! —gritó asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es… ¡Oye, Gregorio! —añadió dirigiéndose al conserje—; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?

—No, señor contestó el conserje.

—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

—No, señor, no estuvo.

—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

—Eso yo no lo sé.

—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.

—No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada.

Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.

—Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.

—No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.

—¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di-na-rio! —reflexionó Navaguin—. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de Fedinkof?

Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.

—Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof —dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa—, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.

La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.

—No veo en ello nada de extraordinario —repuso—; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti… En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.

—¡Vaya una sandez!

Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida… Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.

Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:

—Zina, llama a Fedinkof.

La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.

—¿Qué quieres? —le preguntó Navaguin.

—Arrepiéntete —contestó el platillo.

—¿Qué fuiste tú en la tierra?

—Yo erré mi camino.

—¿Ves? —le murmuró su mujer al oído—, ¡y tú no creías!

Navaguin conversó largamente con Fedinkof, luego con Napoleón, con Aníbal, con Ascotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.

Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:

«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski».

Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:

—Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro —volvióse luego hacia el sacristán—. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.

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