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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (77 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Cierta vez, antes de comenzar la lección, cuando ya se había hecho por completo a la nueva vida y de un chucho flaco que era se había convertido en un perro gordo y bien criado, el amo le acarició y le dijo:

—Ya es hora,
Tío
, de que hagamos algo práctico. Se acabó el holgazanear. Quiero hacer de ti un artista… ¿Quieres ser artista?

Y empezó a enseñarle diversas habilidades. En la primera lección aprendió a mantenerse de pie y a marchar sobre las patas traseras, cosa que fue muy de su agrado. En la segunda hubo de saltar, siempre sobre las patas traseras, hasta alcanzar un terrón de azúcar que el maestro mantenía en alto sobre su cabeza. Luego vino bailar, correr sujeto a la cuerda, describiendo círculos, aullar a los sones de la música, tocar la campana y disparar; al cabo de un mes ya podía reemplazar perfectamente a
Fiódor Timoféich
en la «pirámide egipcia». Era muy aplicado y se sentía satisfecho de sus éxitos; correr con la lengua fuera, saltar por arco y cabalgar sobre el viejo
Fiódor Timoféích
le proporcionaba el mayor de los placeres. Cada ejercicio bien hecho lo acompañaba de sonoros y entusiásticos ladridos; el maestro, pasmado, se entusiasmaba también y se frotaba las manos.

—Eres un talento, un talento —decía—. ¡Un talento indudable! Seguro que tendrás éxito.

VI
Una noche intranquila

El
Tío
soñó que le perseguía un portero con su escoba y se despertó sobresaltado.

La habitación estaba silenciosa y oscura, el calor era sofocante. Las pulgas le picaban. El
Tío
no había sentido nunca miedo a la oscuridad, pero ahora le invadía el terror y le entraron ganas de ladrar. En la pieza vecina el amo suspiro profundamente; luego, al cabo de un rato, el cerdo gruñó en su cobertizo, y todo quedó de nuevo en silencio. Cuando uno piensa en la comida el alma parece aliviada, y el
Tío
empezó a pensar que aquel día había robado a
Fiódor Timoféich
una pata de pollo, que dejó escondida en la sala, entre el armario y la pared, en un lugar donde abundaban las telarañas y el polvo. Le habría agradado acercarse ahora y mirar si la pata seguía en su sitio. Era muy posible que el amo la hubiese encontrado y se la hubiera comido. Pero hasta la mañana no se podía salir de la habitación: tal era la norma establecida. El
Tío
cerró los ojos para dormirse pronto, pues por experiencia sabía que cuanto antes se duerme uno más de prisa viene la mañana. Pero en esto, no lejos de él resonó un grito terrible, que le hizo estremecerse y ponerse de pie. Era
Iván Ivánich
, y su grito no era el de un charlatán que quiere convencer, como hacía a diario, sino algo salvaje y estridente, antinatural, parecido al chirrido de una puerta al abrirse. Sin ver nada en las tinieblas que le rodeaban, sin comprender lo que ocurría, el
Tío
sintió más miedo aún y gruñó:

—Rrrr…

Transcurrió algún tiempo, el que se necesitaría para roer un buen hueso; el grito no se repitió. El
Tío
se fue tranquilizando y se durmió de nuevo. Soñó con dos grandes perros negros; de los flancos y de las patas traseras les colgaban sucios mechones de pelo; comían ávidamente desperdicios en un barreño, del que se desprendía un vapor blanco y un olor muy apetitoso. En ocasiones miraban al
Tío
, enseñaban los colmillos y gruñían: «A ti no te daremos nada». Pero de la casa salió un hombre vestido con un largo capotón y los echó con un látigo. Entonces, el
Tío
se acercó al barreño y se puso a comer, pero en cuanto el hombre se hubo retirado, los perros negros de antes se arrojaron sobre él, y en este momento resonó otro penetrante grito.

—¡Cua! ¡Cua-cua-cua! —gritaba
Iván Ivánich
.

El
Tío
se despertó, se puso en pie de un salto y, sin salir de la colchoneta, emitió un largo aullido. Imaginábase que el autor del grito no era
Iván Ivánich
, sino un desconocido. En el cobertizo volvió a gruñir el cerdo.

Se oyó el arrastrar de unas zapatillas y en el cuartito entró el amo envuelto en su batín y con una vela en la mano. Los destellos de la luz saltaron por el sucio papel de las paredes y por el techo, expulsando la oscuridad. El
Tío
vio que en la habitación no había nadie extraño.
Iván Ivánich
no dormía. Estaba tendido en el suelo, con las alas caídas y el pico entreabierto, como si se sintiese muy fatigado y quisiera beber. Tampoco dormía el viejo
Fiódor Timoféich
, despertado, sin duda, por el grito.

—¿Qué te ocurre,
Iván Ivánich
? —preguntó el amo al ganso—. ¿Por qué gritas? ¿Estás enfermo?

El ganso guardó silencio. El amo le pasó la mano por el cuello y el espinazo y dijo:

—Eres un impertinente: ni duermes ni dejas dormir.

El amo salió, llevándose la luz, y de nuevo quedó todo sumido en las tinieblas. El
Tío
sintió miedo. El ganso no gritaba, pero de nuevo creyó que en la oscuridad había alguien extraño. Y lo peor de todo era que a ese alguien no se le podía morder, porque era invisible y carecía de forma. Pensó que esta noche había de ocurrir forzosamente algo muy malo.
Fiódor Timoféich
se mostraba también inquieto. El
Tío
oía cómo se removía en su colchoneta, bostezaba y sacudía la cabeza.

En la calle llamaron a una puerta y en el cobertizo gruñó el cerdo. El
Tío
aulló, extendió las patas delanteras y colocó la cabeza entre ellas. En los golpes dados a la puerta, en el gruñido del cerdo —desvelado también—, en la oscuridad y en el silencio, advertía algo que le producía angustia y miedo, lo mismo que el grito de
Iván Ivánich
. Todo le causaba alarma e inquietud, pero ¿por qué? ¿Quién era ese ser extraño que no se dejaba ver? junto al
Tío
, por un instante, brillaron dos turbias lucecitas verdes. Por primera vez desde que se conocían
Fiódor Timoféich
se acercaba a él. ¿Qué querría? El
Tío
le lamió una pata y, sin preguntare la causa de su venida, aulló suavemente y en distintos tonos.

—¡Cua! —gritó
Iván Ivánich
—. ¡Cua-a-a!

La puerta se abrió de nuevo y entró el amo con la vela. El ganso seguía lo mismo que antes, con el pico abierto y las alas caídas. Sus ojos estaban cerrados.


Iván Ivánich
—le llamó el amo.

El ganso no se movió. El amo se sentó ante él en el suelo, lo miró un rato en silencio y dijo:

—¿Qué es eso,
Iván Ivánich
? ¿Te vas a morir? ¡Ah, ahora lo recuerdo! —exclamó, llevándose las manos a la cabeza—. Ya sé lo que te ocurre! ¡Es el pisotón que hoy te dio el caballo! ¡Dios mío, Dios mío!

El
Tío
no alcanzaba a comprender lo que decía el dueño, pero por su cara vio que éste esperaba algo terrible. Alargó el morro hacia la oscura ventana por la que, creyó él, miraba un desconocido y aulló.

—¡Se muere,
Tío
! —dijo el amo, y juntó ambas manos—. Sí, sí, se muere. La muerte ha venido a visitarnos. ¿Qué podríamos hacer?

Pálido e inquieto, suspirando y meneando la cabeza, el amo volvió a su dormitorio. El
Tío
sintió miedo de quedarse en la oscuridad y lo siguió. El se sentó en la cama y repitió varias veces:

—Dios mío, ¿qué se podría hacer?

El
Tío
iba y venía junto a sus pies, sin comprender las razones de su angustia e inquietud; en sus deseos de alcanzar la causa de todo esto, no se perdía ni uno solo de sus movimientos.
Fiódor Timoféich
, que raras veces abandonaba su colchoneta, salió también al dormitorio del amo y comenzó a frotarse en las piernas de éste. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de graves pensamientos, y miró sospechosamente debajo de la cama.

El amo tomó un platillo, lo llenó de agua en el grifo y volvió al cuarto del ganso.

—Bebe,
Iván Ivánich
—dijo cariñosamente, poniendo ante él el platillo—. Bebe, querido.

Pero
Iván Ivánich
no se movió ni abrió los ojos. El dueño le acercó la cabeza al platillo y le metió el pico en el agua, pero el ganso no quiso beber, dejó caer aún más las alas y su cabeza quedó inmóvil en el platillo.

—¡No, ya es imposible hacer nada! —suspiró el amo—. Se acabó todo. ¡Adiós,
Iván Ivánich
!

Y por sus mejillas se deslizaron unas gotitas brillantes, parecidas a las que bajan por las ventanas cuando llueve. Sin comprender nada de esto, el
Tío
y
Fiódor Timoféich
se apretaron contra él y miraron horrorizados al ganso.

—¡Pobre
Iván Ivánich
! —decía el amo, suspirando tristemente—. Y yo que pensaba llevarte esta primavera al campo, a que corrieses por la hierba verde… ¡Te has muerto, mi bueno y querido compañero de fatigas! ¿Cómo me las voy a arreglar sin ti?

Al
Tío
le pareció que también a él le iba a suceder algo parecido, es decir, que, sin saber por qué, iba a cerrar los ojos, a estirar las patas y a abrir la boca, y que todos le mirarían horrorizados. Esas mismas ideas debían de rondar por la cabeza de
Fiódor Timoféich
. Jamás se había mostrado el viejo gato tan triste y taciturno como ahora.

Comenzaba a amanecer y en la habitación no se encontraba ya aquel ser extraño e invisible que había asustado al
Tío
. Cuando se hizo de día, vino el portero, agarró al ganso por las patas y se lo llevó quién sabe a dónde. Poco después se presentaba la vieja y retiraba el comedero.

El
Tío
se acercó a la sala y miró detrás del armario: el amo no se había comido la pata de pollo, que seguía en el mismo sitio, entre el polvo y las telarañas. Pero se sentía dominado por el tedio y la tristeza; quería llorar. Ni siquiera olió la pata. Se sentó al pie del diván y empezó a aullar con una delgada vocecita.

—Au-au-au…

VII
Un debut desafortunado

Era una hermosa tarde cuando el amo entró en el cuartito del papel sucio y, frotándose las manos, dijo:

—Bueno…

Quería añadir algo más, pero salió sin terminar la frase. El
Tío
, que durante las lecciones había estudiado muy bien su cara y la entonación de su voz, adivinó que estaba preocupado e inquieto, y acaso enfadado. Poco después volvió y dijo:


Tío
, hoy te voy a llevar con
Fiódor Timoféich
. En la «pirámide egipcia» sustituirás al difunto Iván Ivánich. ¡El diablo sabe qué saldrá de todo esto! No hay nada preparado, no lo habéis aprendido, no hemos tenido tiempo de ensayar. ¡Fracasaremos, fracasaremos!

Volvió a salir y al cabo de un momento regresaba enfundado en su abrigo de piel y con sombrero de copa. Acercóse al gato, lo cogió de las patas delanteras, lo levantó y lo ocultó en su pecho, dentro del abrigo;
Fiódor Timoféich
se mostró indiferente a todo esto, sin molestarse siquiera en abrir los ojos. Veíase que no le importaba nada; que le era lo mismo estar acostado o ser levantado de las patas, descansar en la colchoneta o reposar en el pecho del amo, dentro del abrigo…

—Vamos,
Tío
—dijo el amo.

El
Tío
le siguió sin comprender nada y meneando el rabo. Al cabo de un minuto se encontraba en un trineo, a los pies del amo, y oía cómo éste, estremeciéndose a causa del frío y la inquietud, gruñía:

—¡Vamos a fracasar! ¡Va a ser un fracaso!

El trineo se detuvo ante un edificio grande y de extraña forma, parecido a una sopera puesta del revés. La larga entrada de esta casa, con tres puertas de cristales, estaba iluminada por una docena de faroles de viva luz. Las puertas se abrían con estrépito y, cual si fuesen fauces, se tragaban a la gente situada delante de ellas. Abundaban las personas, a veces se acercaban caballos, pero, en cuanto a perros, no se veía ninguno.

El amo agarró al
Tío
y se lo metió en el pecho, dentro del abrigo, donde ya se encontraba
Fiódor Timoféich
. Allí no había luz, faltaba aire, pero el calorcillo era muy agradable. Por un instante brillaron dos turbias chispas verdes: era el gato, que había abierto los ojos al sentir el contacto de las frías y duras patas del vecino. El
Tío
le lamió la oreja y, deseoso de acomodarse lo mejor posible, se removió inquieto, haciéndose sitio, recogiendo las frías patas, y, sin querer, sacó la cabeza al exterior; pero inmediatamente la volvió a meter, con un gruñido de enfado. Creyó verse en una habitación enorme, mal iluminada y llena de monstruos; por detrás de vallas y rejas, que se extendían a ambos lados, asomaban unas cabezas terribles: de caballo, con cuernos, de largas orejas; una de ellas, gorda y grandísima, tenía cola en vez de nariz, con dos largos huesos bien roídos que le salían de la boca.

El gato maulló con voz sorda, molesto por las patas del
Tío
, mas en esto el abrigo se abrió, el dueño dijo «¡Hop!» y
Fiódor Timoféich
y el
Tío
saltaron al suelo. Se encontraban ya en una pequeña pieza con paredes grises de tabla; los únicos muebles eran una mesita con un espejo y un taburete. Descontando esto y los trapos colgados de los rincones, allí no había nada más; en vez de quinqué o de vela ardía una viva lucecita en forma de abanico, pegada a cierto tubo que salía de la pared.
Fiódor Timoféich
se alisó el pelo, revuelto por el
Tío
, y se echó debajo del taburete. El dueño, siempre inquieto y sin cesar de frotarse las manos, comenzó a desnudarse… Se desnudó como de ordinario lo hacía en casa para acostarse, es decir, se quitó todo menos la ropa interior; luego se sentó en el taburete y, mirando al espejo, empezó a realizar sobre su persona operaciones maravillosas. Lo primero de todo se colocó en la cabeza una peluca con raya en medio y dos mechones parecidos a cuernos; seguidamente se embadurnó la cara con algo blanco y por encima de lo blanco se pintó las cejas, los bigotes y las mejillas. Pero no terminó ahí la cosa, sino que después de embadurnarse la cara y el cuello se vistió con un traje como el
Tío
no había visto nunca ni en las casas ni en la calle. Imaginaos unos pantalones anchísimos de satén floreado, por el estilo del que se emplea en las casas de la clase media para cortinas y fundas de muebles, unos pantalones que le llegaban hasta las mismas axilas, una pernera era de color castaño y la otra amarillo claro. Una vez sumergido en estos pantalones, el amo se puso cierta chaquetilla de cuello grande y con picos y una estrella de oro en la espalda, medias de distintos colores y zapatos verdes…

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