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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (74 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Le compraré zapatos nuevos.

—Gracias, caballero.

Aquellos de mis lectores que estén sobre ascuas por el deseo de tener un mejor conocimiento del carácter de Mr. William Bolvanius pueden leer su asombrosa obra:
¿Existió la Luna antes del Diluvio?; y, si así fue, ¿por qué no se ahogó?
A esta obra se le acostumbra a unir un opúsculo, posteriormente prohibido, publicado un año antes de su muerte y titulado:
Cómo convertir el Universo en polvo y salir con vida al mismo tiempo
. Estas dos obras reflejan la personalidad de este hombre, notable entre los notables, mejor que pudiera hacerlo cualquier otra cosa.

Incidentalmente, estas dos obras describen también cómo pasó dos años en los pantanos de Australia, subsistiendo enteramente a base de cangrejos, limo y huevos de cocodrilo, y sin hacer durante todo este tiempo ni un solo fuego. Mientras estaba en los pantanos, inventó un microscopio igual en todo a uno ordinario, y descubrió la espina dorsal en los peces de la especie «Riba». Al volver de su largo viaje, se estableció a unos kilómetros de Londres y se dedicó enteramente a la astronomía. Siendo como era un auténtico misógino (se casó tres veces y tuvo, como consecuencia, tres espléndidos y bien desarrollados pares de cuernos), y no sintiendo deseos ocasionales de aparecer en público, llevaba la vida de un esteta. Con su sutil y diplomática mente, consiguió que su observatorio y su trabajo astronómico tan sólo fuesen conocidos por él mismo. Para pesar y desgracia de todos los verdaderos ingleses, debemos hacer saber que este gran hombre ya no vive en nuestros días; murió hace algunos años, oscuramente, devorado por tres cocodrilos mientras nadaba en el Nilo.

III
Los Puntos Misteriosos

El observatorio al que llevó a Lund y al viejo Tom Grouse… (sigue aquí una larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio). Allí se alzaba el telescopio perfeccionado por Bolvanius. Mr. Lund se dirigió hacia el instrumento y comenzó a observar la Luna.

—¿Qué es lo que ve, caballero?

—La Luna, caballero.

—Pero ¿qué es lo que ve cerca de la Luna, caballero?

—Tan sólo tengo el honor de ver la Luna, caballero.

—Pero ¿no ve unos puntos pálidos moviéndose cerca de la Luna, caballero?

—¡Pardiez, caballero! ¡Veo los puntos! ¡Sería un asno si no los viera! ¿De qué clase de puntos se trata?

—Esos puntos tan sólo son visibles a través de mi telescopio. ¡Pero ya basta! ¡Deje de mirar a través del aparato! Mr. Lund y Tom Grouse, yo deseo saber, tengo que saber, qué son esos puntos. ¡Estaré allí pronto! ¡Voy a hacer un viaje para verlos! Y ustedes vendrán conmigo.

—¡Hurra! —gritaron a un tiempo John Lund y Tom Grouse—. ¡Vivan los puntos!

IV
Catástrofe en el Firmamento

Media hora más tarde, Mr. William Bolvanius, John Lund y Tom Grouse estaban volando hacia los misteriosos puntos en el interior de un cubo que era elevado por dieciocho globos. Estaba sellado herméticamente y provisto de aire comprimido y de aparatos para la fabricación de oxígeno
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. El inicio de este estupendo vuelo sin precedentes tuvo lugar la noche del 13 de marzo de 1870. El viento provenía del sudoeste. La aguja de la brújula señalaba oeste-noroeste. (Sigue una descripción, extremadamente aburrida, del cubo y de los dieciocho globos). Un profundo silencio reinaba dentro del cubo. Los caballeros se arrebujaban en sus capas y fumaban cigarros. Tom Grouse, tendido en el suelo, dormía como si estuviera en su propia casa. El termómetro
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registraba bajo cero. En el curso de las primeras veinte horas, no se cruzó entre ellos ni una sola palabra ni ocurrió nada de particular. Los globos habían penetrado en la región de las nubes.

Algunos rayos comenzaron a perseguirles, pero no consiguieron darles alcance, como era natural esperar tratándose de ingleses. Al tercer día John Lund cayó enfermo de difteria y Tom Grouse tuvo un grave ataque en el bazo. El cubo colisionó con un aerolito y recibió un golpe terrible. El termómetro marcaba -76°.

—¿Cómo se siente, caballero? —preguntó Bolvanius a Mr. Lund el quinto día, rompiendo finalmente el silencio.

—Gracias, caballero —replicó Lund, emocionado—; su interés me conmueve. Estoy en la agonía. Pero ¿dónde está mi fiel Tom?

—Está sentado en un rincón, mascando tabaco y tratando de poner la misma cara que un hombre que se hubiera casado con diez mujeres al mismo tiempo.

—¡Ja, ja, ja, Mr. Bolvanius!

—Gracias, caballero.

Mr. Bolvanius no tuvo tiempo de estrechar su mano con la del joven Lund antes de que algo terrible ocurriese. Se oyó un terrorífico golpe. Algo explotó, se escucharon un millar de disparos de cañón, y un profundo y furioso silbido llenó el aire. El cubo de cobre, habiendo alcanzado la atmósfera rarificada y siendo incapaz de soportar la presión interna, había estallado, y sus fragmentos habían sido despedidos hacia el espacio sin fin.

¡Éste era un terrible momento, único en la historia del Universo!

Mr. Bolvanius agarró a Tom Grouse por las piernas, este último agarró a Mr. Lund por las suyas, y los tres fueron llevados como rayos hacia un misterioso abismo. Los globos se soltaron. Al no estar ya contrapesados, comenzaron a girar sobre sí mismos, explotando luego con gran ruido.

—¿Dónde estamos, caballero?

—En el éter.

—Hummm. Si estamos en el éter, ¿qué es lo que respiramos?

—¿Dónde está su fuerza de voluntad, Mr. Lund?

—¡Caballeros! —gritó Tom Grouse—. ¡Tengo el honor de informarles que, por alguna razón, estamos volando hacia abajo y no hacia arriba!

—¡Bendita sea mi alma, es cierto! Esto significa que ya no nos encontramos en la esfera de influencia de la gravedad. Nuestro camino nos lleva hacia la meta que nos habíamos propuesto. ¡Hurra! Mr. Lund, ¿qué tal se encuentra?

—Bien, gracias, caballero. ¡Puedo ver la Tierra encima, caballero!

—Eso no es la Tierra. Es uno de nuestros puntos. ¡Vamos a chocar con él en este mismo momento!

¡¡¡BOOOM!!!

V
La Isla de Johann Goth

Tom Grouse fue el primero en recuperar el conocimiento. Se restregó los ojos y comenzó a examinar el territorio en el que Bolvanius, Lund y él yacían. Se despojó de uno de sus calcetines y comenzó a dar friegas con él a los dos caballeros. Éstos recobraron de inmediato el conocimiento.

—¿Dónde estamos? —preguntó Lund.

—¡En una de las islas que forman el archipiélago de las Islas Voladoras! ¡Hurra!

—¡Hurra! ¡Mire allí, caballero! ¡Hemos superado a Colón!

Otras varias islas volaban por encima de la que les albergaba (sigue la descripción de un cuadro comprensible tan sólo para un inglés). Comenzaron a explorar la isla. Tenía… de largo y… de ancho (números, números, ¡una epidemia de números!). Tom Grouse consiguió un éxito al hallar un árbol cuya savia tenía exactamente el sabor del vodka ruso. Cosa extraña, los árboles eran más bajos que la hierba (?). La isla estaba desierta. Ninguna criatura viva había puesto el pie en ella.

—Vea, caballero, ¿qué es esto? —preguntó Mr. Lund a Bolvanius, recogiendo un manojo de papeles.

—Extraño… sorprendente… maravilloso… —murmuró Bolvanius.

Los papeles resultaron ser las notas tomadas por un hombre llamado Johann Goth, escritos en algún lenguaje bárbaro, creo que ruso.

—¡Maldición! —exclamó Mr. Bolvanius—. ¡Alguien ha estado aquí antes que nosotros! ¿Quién pudo haber sido? ¡Maldición! ¡Oh, rayos del cielo, machaquen mi potente cerebro! ¡Dejen que le eche las manos encima, tan sólo dejen que se las eche! ¡Me lo tragaré de un bocado!

El caballero Bolvanius, alzando los brazos, rió salvajemente. Una extraña luz brillaba en sus ojos.

Se había vuelto loco.

VI
El Regreso

—¡Hurra! —gritaron los habitantes de El Havre, abarrotando cada centímetro del muelle.

El aire vibraba con gritos jubilosos, campanas y música. La masa oscura que los había estado amenazando durante todo el día con una posible muerte estaba descendiendo sobre el puerto y no sobre la ciudad. Los barcos se hacían rápidamente a mar abierto. La masa negra que había ocultado el sol durante tantos días chapuzó pesadamente (
pesamment
), entre los gritos exultantes de la multitud y el tronar de la música, en las aguas del puerto, salpicando la totalidad de los muelles. Inmediatamente se hundió. Un minuto después había desaparecido toda traza de ella, exceptuando las olas que cruzaban la superficie en todas direcciones. Tres hombres flotaban en medio de las aguas: el enloquecido Bolvanius, John Lund y Tom Grouse. Fueron subidos rápidamente a bordo de unas barquichuelas.

—¡No hemos comido en cincuenta y siete días! —murmuró Mr. Lund, delgado como un artista hambriento. Y relató lo sucedido.

La isla de Johann Goth ya no existía. El peso de los tres bravos hombres la había hecho repentinamente más pesada.

Dejó la zona neutral de gravitación, fue atraída hacia la Tierra, y se hundió en el puerto de El Havre.

VII
Conclusión

John Lund está ahora trabajando en el problema de perforar la Luna de lado a lado. Se acerca el momento en que la Luna se verá embellecida con un hermoso agujero. El agujero será propiedad de los ingleses.

Tom Grouse vive ahora en Irlanda y se dedica a la agricultura. Cría gallinas y da palizas a su única hija, a la que está educando al estilo espartano. Los problemas científicos todavía le preocupan: está furioso consigo mismo por no haber pensado en recoger ninguna semilla del árbol de la Isla Voladora cuya savia tenía el mismo, el mismísimo sabor que el vodka ruso.

Iván Matveich

Son las cinco. Un renombrado sabio ruso (le diremos sencillamente sabio) está frente a su escritorio y se muerde las uñas.

—¡Esto es indignante! —dice a cada momento, consultando su reloj—. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajenos!… ¡En Inglaterra, un sujeto semejante no ganaría ni un centavo y moriría de hambre!… ¡Ya verás la que te espera cuando vengas!

En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se acerca a la habitación de su mujer y golpea en la puerta con los nudillos.

—¡Escucha, Katia! —dice indignado—. Cuando veas a Piotr Dnilich, comunícale que las personas decentes no actúan de esa manera. ¡Es un asco!… ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!… ¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!… ¿Qué manera de portarse un escribiente es esa?… ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!… ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!… ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con semejantes personas no pueden gastarse ceremonias!

—Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo…

—¡Pues hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!… ¡Tendrás que perdonarme, pero pienso reñirle como se riñe a un cochero!…

He aquí que suena un timbre. El sabio pone cara seria, yergue su figura y, alzando la cabeza, se encamina al vestíbulo. En este, junto al perchero, se encuentra ya su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, imberbe, cubierto con un abrigo raído y sin chanclos. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la doncella el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga, prolongada y un tanto bobalicona sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas.

—¡Ah… buenas tardes! —dice, ofreciendo una mano grande y mojada—. Qué… ¿se le pasó lo de la garganta?

—¡Iván Matveich! —dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos—. ¡Iván Matveich! —luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente—. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo… —prosigue con desesperación—, terrible y mala persona?… ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?… ¿Se mofa usted, acaso de mí?… ¿Sí?…

El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca.

—¿Qué?… ¿Qué dice?… —pregunta.

—¡Con que además pregunta usted que qué digo! —exclama alzando las manos—. ¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios!

—Es que no vengo ahora de casa —balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda—. Era el santo de mi tía, y fui a verla… Vive a unas seis verstas de aquí… ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa… sería distinto!

—¡Reflexione usted, Iván Matveich!… ¿Existe lógica en su proceder?… ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes…, y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!… ¡Oh!… ¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!… ¡En fin, que todo esto es intolerable!

Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda.

—¡Es usted peor que una baba!… ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor!

Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos.

—¡Siéntese! ¡Siéntese! —le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacientemente—. ¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!… ¿Dónde quedamos?

Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar:

«Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales… (¿Ha escrito usted formas?…) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son…, son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social».

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