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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (37 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.

—¡Que el diablo te lleve! —pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!

Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.

—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? —pensaba—. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Más valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…

—¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? —preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.

Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.

—¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.

La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:

«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada). ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas? Ana. Sospecho que no eres feliz».

Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.

—La escena diez y siete —se dijo— y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer… ¡Es insoportable!

Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:

«¡Telón!»

Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:

«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas».

—¡Perdóneme! —interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?

—¡Cinco! —respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:

«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna».

Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.

—Rim, run, run… run, run, run —zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

—Se me había olvidado tomar bicarbonato —pensaba—. Tengo que cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.

Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:

«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana (Asustada) ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella). No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!…».

La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:

«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable».

Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.

«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre…».

La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.

—¡Deténganme, la he matado! —dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.

El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.

Un «dvornik» inteligente

De pie, en el centro de la cocina, el
dvornik
[27]
Filipp moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella ocasión el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos vosotros —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— vivís cochinamente!… ¡Os pasáis el tiempo ahí sentados y no se os ve más que ignorancia!… ¡No se os ve civilización!… ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!… ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!… ¿Es eso acaso inteligencia?… ¿Eso no es inteligencia?… ¡Eso es pura tontería!… ¡Vosotros no tenéis ni una chispa de inteligencia…! ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!… ¿Qué inteligencia va a tener uno?… ¡La del
mujik
!… ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué os falta inteligencia?… ¡Porque no arrancáis de un verdadero punto!… ¡No leéis libros, y para lo tocante a lo escrito, no tenéis ningún sentido!… ¡Si al menos cogierais un librejo, os sentarais y leyerais!… ¡Seguro que sois alfabetos y que comprenderéis lo que está impreso!… ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogierais un libro y leyeras…, sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!… ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!… Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!… ¡De que si esto se hace de lo otro… de las diversas gentes que hay… de los idiomas que hay!… También del paganismo… ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros… sólo hay que tener ganas de buscarlas!… Pero vosotros… ahí os estáis sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!… ¡Exactamente como las bestias!… ¡Pfú!…

—Ya es hora de que se vaya a la guardia, Nikandrich —observó la cocinera.

—¡Lo sé!… ¡No eres tú la que tiene que hacerme observaciones!… ¡Esto, por ejemplo!… ¡Digamos, yo!… ¿En qué puedo yo ocuparme a mi edad?… ¿Con qué puede uno satisfacer el alma?… ¡Para eso no hay cosa mejor que un libro o un periódico! Ahora me voy a la guardia… Me estaré tres horas junto a la puerta cochera…, pero ustedes pensarán que me voy a pasar el tiempo bostezando o charlando con las babas. ¡Nada de eso! ¡Yo no soy así!… Cogeré un librito y me pondré a leer muy a gusto. ¡Eso es!

Y Filipp, sacándose del gorro un libro deteriorado, lo deslizó entre sus ropas.

—¡Así es mi ocupación! Desde que era un crío me acostumbré a que «la sabiduría es luz y la ignorancia tinieblas…» ¿Con seguridad habéis oído eso?… ¡Así es!

Después Filipp se caló el gorro, y mascullando abandonó la cocina. Una vez fuera, con nublado semblante, tomó asiento junto al portalón.

—¡No son personas!… ¡Son unos químicos cochinos! —masculló con el pensamiento siempre en la gente de la cocina. Luego, apaciguándose, sacó un libro, lanzó un suspiro con mucha dignidad y se puso a leer.

«¡Tan bien escrito está que no cabe cosa mejor!», pensó, moviendo la cabeza al terminar la lectura de la primera página. «¡Cuánta sapiencia ha concedido el Señor!»

El libro, de edición moscovita, era un buen libro:
El cultivo de las hortalizas
. «¿Tenemos o no necesidad de la calabaza?…». Después de leídas las dos primeras hojas, el
dvornik
movió la cabeza con un gesto lleno de significación, y tosió:

—¡Todo está muy bien dicho!

Terminada la lectura de la tercera página, Filipp quedó pensativo; sentía deseos de meditar sobre la educación y, sin saber por qué, sobre los franceses. Reclinó la cabeza en el pecho y apoyó los codos en las rodillas. Sus ojos se entornaron.

Y Filipp tuvo un sueño. Vio cómo todo había cambiado: la tierra era la misma, las casas las mismas, el portalón el mismo, y, sin embargo, la gente completamente distinta. ¡Todos eran muy sabios! No había ningún tonto, y por las calles andaban franceses y más franceses. Hasta el propio aguador reflexionaba de este modo: «He de confesar que no me siento nada satisfecho del clima. Voy a consultar el termómetro». Mientras esto decía, sostenía un grueso libro entre las manos.

—Lo que tiene que hacer es leer el calendario —le contestaba Filipp.

La cocinera, aunque necia, también se mezclaba en las conversaciones inteligentes y se permitía observaciones. Filipp se dirigió a la Comisaría a hacer la inscripción de inquilinos, y por extraño que parezca, incluso en este severo lugar sólo se hablaba de temas inteligentes. Por todas partes, por encima de las mesas, se veían libros… He aquí, sin embargo, que alguien se acercaba al lacayo Mischa y, dándole un empellón, le gritaba:

—¿Te has dormido?… ¿Te pregunto si te has dormido?

—¡Te duermes estando de guardia, estúpido! —oye decir Filipp a una voz tronante—. ¿Duermes, canalla?… ¿Bestia?

Filipp se levanta de un salto y se restriega los ojos. Ante él se encuentra el ayudante del jefe de Policía del distrito.

—¡Hum!… ¿Conque estabas dormido?… ¡Buena multa voy a ponerte, bestia! ¡Ya te enseñaré yo a dormirte mientras estás de guardia!

Dos horas después, el
dvornik
es reclamado en la Comisaría. Luego vuelve a la cocina. Todos aquí, impresionados por sus sermones, hallábanse sentados alrededor de la mesa, escuchando a Mischa deletrear algo.

Filipp, con el rostro nublando, rojo, se acercó a Mischa, y dando con la manopla de su guante un golpe sobre el libro, dijo sombríamente:

—¡Déjate de todo eso!

En el campo
I

A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía un puente sobre el río.

Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi fantástico.

A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo, el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un simple obrero.

De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían rabiar a las mujeres y a veces robaban.

Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los trabajos.

Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su mujer.

Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.

La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los ojos.

Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».

Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos, bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.

—¡Verdaderos cisnes! —dijo Rodion admirándolos.

Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y destocados.

Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los hombres.

—Son blancos —dijo—; sí, son blancos; pero para el trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.

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