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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (36 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Eso es!… Y no se puede protestar de nada…

—¡Nada!… Eso… No tiene importancia… ¿Usted cree que porque lleve la cadena de oro no hay justicia que pueda con usted? Pierda cuidado… ¡Lo pondré todo en claro!

El asunto se complicó por haber ofendido también al juez, pero intervino el arcipreste y todo se arregló.

Al pasar la causa a la Audiencia, Gradussoff estaba convencido de que no solamente le absolverían, sino de que meterían a Osip en la cárcel. Así lo pensaba hasta el momento de celebrarse la vista. Cuando se encontraba ante los jueces se portaba pacíficamente, sin decir ni una palabra de más. Sólo una vez, cuando el presidente le dijo que se sentara, se ofendió y exclamó:

—¿Acaso está escrito en las leyes que un sochantre se siente al lado de sus cantores subalternos?

Cuando la Audiencia confirmó la sentencia del juez de paz, Gradussoff entornó los ojos…

—¿Cóomo? ¿Qué-e?… —preguntó—. ¿Cómo entender eso? ¿A qué se refiere usted?

—La Audiencia confirma la sentencia del juez de paz. Si no está conforme, acuda al Tribunal Supremo.

—¡Muy bien! ¡Muchísimas gracias, excelencia, por juicio tan rápido y justo! Naturalmente, sólo con un sueldo no se puede vivir: lo comprendo perfectamente; pero perdonen ustedes: ya encontraremos un tribunal que no se deje sobornar…

No voy a relatar todo lo que Gradussoff le dijo a la Audiencia. Actualmente está acusado por insultar a los magistrados y ni siquiera presta atención cuando sus amigos intentan explicarle que tan sólo él es culpable… Está persuadido de su inocencia y cree que tarde o temprano le darán las gracias por haber descubierto graves abusos.

—¡No se puede hacer nada con este tonto!… —dijo el párroco, haciendo con el brazo un movimiento de desesperación—. ¡No entiende nada!

El delincuente

Ante el juez está un
mujik
pequeño y extremadamente escuálido, vestido con una camisa de abigarrados colores y con unos calzones remendados. Su rostro velludo, comido de picaduras, y sus ojos apenas visibles bajo las espesas y colgantes cejas, tienen una expresión de gravedad taciturna. Sobre la cabeza lleva todo un gorro de pelo enmarañado que no ha sido peinado hace tiempo y que le da un aspecto de severa araña. Está descalzo.

—¡Denis Grigoriev! —empieza a decir el juez—. ¡Acércate y contesta a mis preguntas!… El día siete de este mes de julio, el guardavía, Iván Semion Akinfov, en su recorrido matinal de la línea y en la versta ciento cuarenta y uno te sorprendió destornillando la tuerca del riel. ¡He aquí la tuerca!… Cuando se detuvo, estabas en posesión de dicha tuerca. ¿Fue o no fue así?

—¿Qué?…

—¿Ocurrió todo según lo explica Akinfov?

—¡Claro que ocurrió!

—Bien… ¿Y para qué destornillabas esa tuerca?

—¿Qué?…

—¡Basta de
ques
y contesta a lo que se te pregunta! ¿Para qué destornillabas la tuerca?

—¡Si no hubiera habido necesidad…, no la habría destornillado!… —dijo Denis con voz ronca y mirando de reojo el techo.

—¿Y para qué necesitabas la tuerca?

—¿La tuerca?… Con las tuercas nosotros hacemos pesos.

—¿Y quiénes son «nosotros»?

—¿Nosotros?… ¡Pues la gente!… ¡Los mujiks de Klim!…

—¡Oye, hermano! ¡No te hagas el idiota y contesta juiciosamente! ¡No vengas aquí mintiendo con eso de los
pesos
!

—¡Desde mi nacimiento que no he mentido…, y ahora resulta que miento!… —masculla Denis parpadeando—. ¿Acaso, señoría, puede uno hacer algo sin peso?… ¿Acaso se va a ir el gancho a fondo…, si uno quiere colgarle algo…, o si no lleva peso? ¡Que miento!… —Denis sonríe sarcástico—. ¿Acaso va a estar mecido el diablo en el cebo para tenerlo tieso?… ¡Hay peces…, como el
okuñ
o la
schuka
, que están muy hondos!…, ¡Flotar…, solo flota el
schilispei
…, pero en nuestro río no hay
schilispei
!… ¡Ese es un pez que le gusta ir muy ancho!…

—¿Y para qué me cuentas todo eso de los
schilispei
?

—¿Qué?… ¿Pues no me lo está usted preguntando?… ¡Si hasta los mismos señores pescan así!… ¡Si ni el más mocoso iría a pescar sin peso!… ¡Claro que el que no sepa… se iría a pecar sin peso!… ¡A un tonto no le vale ninguna ley!

—Dices entonces que desatornillaste esta tuerca para utilizarla como peso.

—¿Y cómo no? ¡No la iba a coger para jugar!

—Para peso podías, haber cogido una bala, un poco de plomo o un clavo cualquiera…

—¡El plomo no anda tirado por el camino… y un clavo no sirve! Mejor que la tuerca, ¿qué va uno a encontrar?… Pesa y tiene un agujero.

—¡Miren cómo se hace el tonto! Parece enteramente que ha nacido ayer o que se ha caído de un guindo… ¿Es que no comprendes, cabeza de chorlito, las consecuencias que podía haber traído ese destornillamiento?… ¿Que de no haber reparado en él el guardavía, podía haber descarrilado el tren y podía haber habido muertes?… ¡Tú hubieras sido entonces el que matara a esa gente!

—¡Dios nos libre, señoría!… ¿Para qué matar?… ¿Acaso no está uno bautizado o es uno un criminal? A Dios gracias, buen caballero, ya lleva uno vivido bastante…, y de eso de matar… ¡ni siquiera le ha pasado a uno por la cabeza! ¡Dios nos libre!… ¡Virgen Santísima!…

—¿Y por qué entonces, según tú, ocurren los descarrilamientos?… Se destornillan dos o tres tuercas ¡y ya tienes ahí el descarrilamiento!…

Denis sonríe con sarcasmo e incredulidad y mira al juez guiñando los ojos.

—¡Vaya!… ¡Tantos años que lleva el pueblo destornillando tuercas y Dios guardándole a uno, y ahora que si el descarrilamiento…, que si matar a la gente!… Si yo…, pongo por caso…, hubiera levantado un riel…, o plantado un tronco en mitad de la vía…, entonces puede ser que el tren se hubiera desmandado…, pero que porque uno… una tuerca…

—¿Pero no comprendes que con las tuercas se sujetan los rieles?

—¡Eso ya lo comprende uno!… ¡Por eso no las destornillamos todas! ¡Dejamos muchas!… ¡No lo hace uno así…, a lo tonto!… ¡Comprendemos!…

Y Denis, que bosteza, traza una cruz sobre su boca.

—El año pasado, en este lugar, descarriló el tren —dice el juez— y ahora queda aclarado el porqué.

—¿Cómo manda usted?…

—Digo que ahora se explica porqué el año pasado hubo aquí un descarrilamiento. ¡Ahora lo entiendo!

—¡Pa'eso son ustedes instruidos! ¡Pa'entenderlo todo, bienhechores nuestros!… ¡Ya sabe el Señor a quién da conocimiento!… Ahora que… usted aquí juzga el porqué y el porqué no…, mientras que el guardavía, que es un mujik tal como uno que no tiene comprensión…, te agarra por el cuello y te lleva… ¡Primero hay que juzgar a la gente, luego llevársela!… ¡Cuando se dice
mujik
… es porque así tiene uno la inteligencia!… ¡Y puede apuntar también que me pegó dos veces en la cara y una en el pecho!

—En tu casa, cuando se hizo el registro, se encontró otra tuerca más. ¿Cuándo y en qué sitio la destornillaste?

—¿Qué tuerca dice usted?… ¿La que estaba debajo del baulillo colorado?

—No sé dónde estaba; lo que sé es que la encontraron. ¿Cuándo la destornillaste?

—Yo no la destornillé. Me la dio Ignaschka, el hijo de Semion el tuerto… ¡Hablo de la que estaba debajo del baulillo…, que la que estaba en el patio, en el trineo, la destornillé con Mitrofan!…

—¿Qué Mitrofan?

—Mitrofan Petrov. ¿Acaso no le ha oído usted nombrar?… Hace las redes y se las vende a los señores. Necesita muchas tuercas de esas… ¡Cada red le lleva por lo menos diez!…

—¡Oye!… El artículo mil ochenta y uno del Código penal dice: «Todo desperfecto cometido intencionadamente contra el ferrocarril, cuando constituya peligro para dicho medio de locomoción, ejecutado por el culpable con conocimiento de que sus consecuencias pueden resultar una catástrofe». ¿Comprendes?… ¡Tú eso lo sabias! ¡No podías dejar de saber a qué conducen esos destornillamientos!… «Está castigado con el destierro y los trabajos forzados».

—¡Claro! ¡Usted tiene que saber eso mejor!… ¡Uno tiene más cerrada la mollera! ¿Acaso entiende uno de algo?

—¡Lo entiendes perfectamente! ¡Estás mintiendo y fingiendo!

—¿Y pa'qué iba a mentir?… Pregunte por toda la aldea si no me cree…, ¿qué pez le va a uno a picar sin el peso?…

—Bien… ¿Es que vas a empezar a contarme más cosas de los
schilispei
? —sonríe el juez.

—¡Si en nuestras tierras no hay
schilispei
!… ¡Si cuando uno va a pescar con mariposas a flor de agua y sin peso… lo más que saca es un pez
golav
… y pa’eso… muy rara vez!

—Bueno, cállate ya.

Se hace un silencio. Denis se apoya tan pronto en un pie como en otro, mira a la mesa forrada de paño verde y parpadea mucho como si en lugar de una tela fuera el sol lo que tiene delante. El juez escribe deprisa.

—¿Puedo irme? —pregunta Denis después de un corto silencio.

—No. Tengo que ponerte bajo vigilancia y mandarte al calabazo.

Denis cesa de parpadear y arqueando las espesas cejas mira interrogativamente al funcionario.

—¿Cómo al calabozo, señoría?… ¡No tengo tiempo!… ¡He de ir a la feria!… ¡Egor tiene que pagarme tres rublos por el tocino!

—¡Calla y no me molestes!

—¡Al calabozo!… ¡Si al menos hubiera motivo, uno iría, pero así porque sí!… ¿Por qué culpa?… ¡Si no he robado y si al paraca… no me he pegado!… Porque si su señoría se refiere al tributo… no tiene que creer al
starasta
… ¡No tiene alma de cristiano ese
starasta
!… ¡Pero si estoy todo el tiempo callado!… —masculla Denis—. ¡Lo que pasa es que el
starasta
le ha metido un embuste y esto yo…, hasta por juramento!… ¡Mire…, somos tres hermanos: Kuzma Grigoriev, Egor Grigoriev y yo, Denis Grigoriev!…

—Me inoportunas… ¡Eh!… ¡Semion! —llama en voz baja el juez—. ¡Llevárselo!

—¡Somos tres hermanos!… —masculla Denis cuando dos robustos soldados le sacan del cuarto—. ¡Pero el hermano no tiene que pagar por el hermano!… ¡Kuzma no paga y tú, Denis, vas a tener que responder por él!… ¡Vaya jueces!… ¡Lástima que haya muerto el difunto señor general, que en paz descanse!… ¡Si no… ya hubiera hecho él ver a los jueces! ¡Hay que saber juzgar… y no juzgar así porque sí!… ¡Bueno que le azoten a uno… pero que sea por algo…, por alguna acción! ¡Por conciencia!…

Un drama

—Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!

—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo…, yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún—. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente, usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.

—Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?

—Verá usted… —y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada—. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…

Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.

Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:

—Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.

—Pavel Vasilich! —suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.

—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero… no tengo tiempo. Iba a salir.

—Pavel Vasilich —rogó la visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!

Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:

—Bueno, acepto… Si no es más que media hora…

La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.

Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.

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