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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (27 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Sí, señor. No puedo negarlo.

—¿Y el señor te la quitó?

—No, señor; me la quitó aquí, el señor Pieskov, y al señor Pieskov se la quitó mi amo. Esto fue lo que pasó.

Pieskov se turbó y comenzó a frotarse el ojo izquierdo. Diukovsky clavó en él sus ojos, notó la turbación y se estremeció. Observó que el administrador llevaba pantalones azules, cosa en la que hasta entonces no había reparado. Los pantalones le hicieron recordar los hilos azules encontrados en la bardana. Chubikov, por su parte, lanzó una mirada de sospecha sobre Pieskov.

—Retírate —le dijo a Nicolacha—. Y ahora permítame una pregunta, señor Pieskov. Usted, naturalmente, estuvo aquí el sábado.

—Sí. A las diez cené con Marko Ivanovich.

—¿Y después?

Pieskov quedó confuso y se levantó de la mesa.

—Después… después… A decir verdad, no recuerdo —balbuceó—. Aquella noche había bebido demasiado. No recuerdo ni dónde ni cuando me dormí… ¿Por qué me miran todos ustedes de esa manera? ¡Como si yo fuese el asesino!

—¿Dónde se despertó usted?

—Me desperté en la cocina de los criados, cerca de la estufa… Todos lo pueden afirmar: por qué me encontré cerca de la estufa, no lo sé.

—No se agite… ¿Conocía usted a Akulka?

—Eso no tiene nada de particular.

—¿De sus manos pasó alas de Khansov?

—Sí… ¡Efrem, sirve más hongos! ¿Quiere té, Evgraf Kusinich?

Durante cinco minutos reinó un silencio pesado, agobiador. Diukovsky callaba y no quitaba los ojos escrutadores del pálido rostro de Pieskov. El silencio fue interrumpido por el juez instructor.

—Habrá que ir a la casa grande para hablar allí con la hermana del difunto, María Ivanovna —dijo—. Ella podría hacernos alguna declaración interesante. Chubikov y su ayudante agradecieron la comida y se dirigieron a la casa señorial. Encontraron a la hermana de Kliansov, María Ivanovna, mujer de unos cuarenta y cinco años, rezando delante de los iconos. Al ver a los visitantes con las carteras y el uniforme, palideció.

—Ante todo, pido perdón por haber interrumpido sus rezos —comenzó a decir muy galantemente Chubikov—. Venimos a pedirle cierto favor. Usted, naturalmente, lo habrá oído ya… Se sospecha que su hermano ha sido asesinado. ¡La voluntad de Dios…! La muerte no se compadece de nadie, ni de los zares ni de los labradores. ¿No podría usted ayudarnos con algunas declaraciones?

—¡Ay! ¡No me pregunten ustedes! —dijo María Ivanovna, palideciendo aún más y tapándose la cara con las manos—. ¡No puedo decirle nada! ¡Nada! ¡Se lo suplico a ustedes! Yo, nada… ¿Qué puedo yo…? ¡Ay, no, no… ni una palabra de mi hermano…! ¡Ni siquiera en la hora de la muerte he de decir nada…!

María Ivanovna se echó a llorar y se marchó a otra habitación. Los jueces cambiaron una mirada, se encogieron de hombros y se retiraron.

—¡Qué mujer del demonio! —exclamó Diukovsky, en tono insultante, al salir de la casa grande—. Por lo visto sabe algo y lo oculta, también se nota algo en la cara de la doncella… ¡Que aguarden, pues, demonios! Lo averiguaremos todo.

Por la noche, Chubikov y su ayudante, iluminados por la pálida luna, se volvieron a sus casas; en el coche hicieron mentalmente el balance del día, Ambos estaban cansados y callaban. A Chubikov, por lo común, no le gustaba hablar yendo de viaje, y el charlatán Diukovsky callaba por complacer al viejo juez. Al término del viaje el ayudante no pudo resistir más el silencio.

—Que Nicolacha ha tomado parte en este asunto —dijo—,
non dubitandum est
. Hasta por su caraza se nota lo granuja que es… El álibi lo descubre por completo. Tampoco cabe la menor duda de que en este asunto no es él el iniciador. El muy estúpido ha sido el brazo mercenario. ¿De acuerdo? Tampoco representa el último papel en este drama el modesto Pieskov. Los pantalones azules, la confusión, el dormir cerca de la estufa lleno de miedo después del asesinato, álibi también es Akulka.

—¡Charle, charle…! ¡Ahora le toca a usted…! Según usted, todo el que conocía a Akulka es asesino… ¡Oh vehemencia! Debería estar usted todavía chupando el biberón sin cuidarse de asuntos importantes. Usted también ha ido detrás de Akulka; por consiguiente, ¿es uno de los complicados?

—También fue cocinera de usted, pero… No hago nada. La víspera del domingo por la noche jugábamos los dos a la baraja; de otra manera podría sospechar igualmente de usted.

—No se trata de ella, mi querido amigo. Se trata del sentimiento trivial, bajo y repugnante. A ese joven modesto no le agradó no haber triunfado. El amor propio… Quería vengarse… Y luego sus labios carnosos dicen todo lo que es. ¿Se acuerda usted de cómo apretaba los labios cuando comparaba a Akulka con Naná? ¡Que el canalla se abrasa de pasión, no cabe duda! Pues bien: es el amor propio ofendido y la pasión insaciada. Esto es bastante para cometer un asesinato. Tenemos dos en nuestro poder; pero ¿quién será el tercero? Nicolacha y Pieskov sujetaron a la víctima. Pero ¿quién será el que la estranguló? Pieskov es tímido, es cobarde en general. Los tipos como Acolacha no saben ahogar con una almohada; prefieren un hacha… El que estranguló fue otro; pero ¿quién pudo ser?

Diukovsky se caló el sombrero hasta los ojos y quedó pensativo. Calló hasta que el coche llegó a la casa del juez de instrucción.

—¡Eureka! —dijo entrando en la casa sin quitarse el gabán—. ¡Eureka, Nicolai Ermolech! ¿Cómo no se me ha ocurrido esto antes?

—Déjelo usted, hágame el favor… La cena está ya preparada. ¡Siéntese y vamos a cenar!

El juez de instrucción y Diukovsky pusiéronse a cenar. Diukovsky se sirvió una copa de vodka, se levantó, irguiéndose y, centelleándole los ojos, dijo:

—¡Pues sepa usted que el tercero que intervino, el que estrangulaba, era una mujer! ¡Sí…! Hablo de la hermana del difunto, María Ivanovna.

Chubikov apuró la copa y detuvo la mirada en Diukovsky.

—Usted… no da en el clavo. Tiene la cabeza un poco… ¿no le estará doliendo?

—Estoy perfectamente bien. Quizá sea yo el loco, pero ¿cómo se explica usted la confusión de ella cuando nos presentamos? ¿Cómo se explica usted el no querer declarar? Supongamos que todas estas cosas son tonterías, ¡está bien!, ¡perfectamente!; pues entonces acuérdese de las relaciones que existían entre ellos. Ella odiaba a su hermano. Es
staroverka
(miembro de una secta ortodoxa), y él un mujeriego y un descreído… Ahí tiene usted por qué es el odio. Dicen que él logró convencerla de que era el ángel de Satanás. Delante de ella se entregaba a prácticas de espiritismo.

—¿Y qué?

—¿No lo comprende usted? Ella, staroverka, lo mató por fanatismo; no sólo mató al corruptor: libró también al mundo de un anticristo, y está persuadida de que ha logrado un triunfo para su religión, ¡Usted no conoce a estas solteronas, estas staroverkas! ¡Lea usted a Dostoievsky! ¡Mire usted lo que dicen Leskov, Pechersky…! ¡Es ella, es ella, así me maten! Es ella quien lo ha estrangulado. ¡Es una mujer mala! Para despistarnos estaba rezando delante de los íconos cuando entramos. Como diciendo: «Me voy a poner a rezar para que piensen que rezo por el difunto, para que crean que no los esperaba»: ¡Amigo, Nicolai Ermolech, deje a mi cargo este asunto: déjeme que lo lleve hasta el final! ¡Hágame el favor! ¡Yo lo he empezado y lo terminaré!

Chubikov movió negativamente la cabeza y frunció el entrecejo.

—Nosotros también sabemos llevar asuntos difíciles —dijo—. Y usted no debe meterse en lo que no le incumbe. Escriba usted lo que yo le dicte. Esta es su misión.

Diukovsky se enfadó y salió dando un portazo.

—¡Qué listo es este pícaro! —murmuró Chubikov mirando en pos de Diukovsky—. ¡Qué listo! Pero también es vehemente e inoportuno. Habrá que comprarle una tabaquera en la feria.

Al día siguiente por la mañana fue conducido a casa del juez de la aldea Kliausovka, un mozo que tenía la cabeza grande y labio leporino, el cual dijo llamarse pastor Danilka, que prestó una declaración muy interesante…

—Yo estaba un poco bebido —dijo—. Hasta la medianoche estuve en casa de mi compadre. Al ir a casa, como estaba borracho, me metí en el río para bañarme. Me baño… y en esto veo que van dos hombres por el dique y que llevan algo negro. ¡Uuuuh…! grité. Y ellos se asustaron y, pies, para que os quiero. Se dirigieron a la huerta de Makar. ¡Que me parta un rayo si no llevaban un cordero!

Aquel mismo día, a última hora de la tarde, fueron detenidos Pieskov y Nicolacha y conducidos en convoy a la ciudad del distrito. En la ciudad los metieron en la cárcel…

Pasaron doce días.

Era por la mañana. El juez de instrucción, Nicolai Ermolech, estaba sentado en su despacho junto a una mesa verde, y hojeaba la causa de Kliansov; Diukovsky, inquieto, paseaba de un rincón a otro como lobo enjaulado.

—¿Está usted persuadido de la culpabilidad de Nicolacha y Pieskov? —decía acariciando nerviosamente su incipiente barbita—. ¿Por qué no quiere usted convencerse de la culpabilidad de María Ivanovna? ¿Tiene usted pocas pruebas?

—No digo que no estoy persuadido. Estoy convencido de ello; pero, por otro lado, tengo poca fe… Pruebas de verdad no las hay, sino que todo es puras presunciones… fanatismo, etcétera.

—¡Usted lo que quisiera es que le presentasen el hacha, las sábanas ensangrentadas…! ¡Leguleyos! ¡Pues yo se lo demostraré a usted! ¡Yo lo haré dejar de mirar fríamente la parte psicológica de esta causa! ¡Su María Ivanovna irá a Siberia! ¡Yo se lo demostraré a usted! ¿Le parecen poco las presunciones? Pues tengo yo algo fundamental… ¡Ello le demostrará las razones de mis deducciones! Déjeme que lo averigüe mejor.

—¿De qué habla usted?

—De la cerilla sueca… ¿Se le ha olvidado? ¡A mí, no! Yo averiguaré quién fue el que la encendió en la habitación del muerto. No la encendieron ni Nicolacha ni Pieskov, a quienes, al registrarlos, no les hemos encontrado cerillas, sino el tercero, es decir, María Ivanovna. Yo se lo demostraré a usted. Déjeme usted que vaya por el distrito a averiguar las cosas.

—¡Bueno, está bien, siéntese usted…! Vamos a proceder al interrogatorio. Diukovsky se sentó junto a una mesa y metió su larga nariz en los papeles.

—Que entre Nicolai Tetejov —gritó el juez instructor.

Entraron a Nicolacha. Estaba pálido y delgado como una astilla. Temblaba.

—¡Tetejov! —empezó a decir Chubikov—. En 1879 estaba usted procesado por el juez del primer distrito por delito de robo, y fue usted condenado a prisión. En 1882 lo procesaron por segunda vez y volvieron a meterlo en la cárcel… Nosotros estamos enterados de todo…

En el rostro de Nicolacha reflejóse el asombro. La omnisciencia del juez de instrucción lo dejó pasmado. Pero pronto el asombro convirtióse en expresión de profundo dolor. Se echó a llorar y pidió permiso para ir a lavarse y tranquilizarse. Lo sacaron de la sala.

—¡Que entre Pieskov! —ordenó él juez.

Entraron a Pieskov. El joven, durante los últimos días, había cambiado físicamente. Estaba delgado, pálido, casi demacrado. En sus ojos leíase la apatía.

—Siéntese usted, Pieskov —dijo Chubikov—. Espero que esta vez sea usted más razonable y no mienta como las otras veces. Todos estos días negaba usted su participación en el asesinato de Kliansov, a pesar de las múltiples pruebas que hablan en su contra. Muy mal hecho. La confesión aminora la culpa. Hoy hablo con usted por última vez. Si hoy no confiesa, mañana ya será tarde. Bien. Declare…

—No sé nada… ni sé tampoco qué pruebas son esas —dijo Pieskov.

—¡Muy mal hecho! Pues permítame que le relate cómo ocurrió el suceso. El sábado por la noche estaba usted en el dormitorio de Khansov, bebiendo con él vodka y cerveza. (Diukovsky clavó la mirada en el rostro de Pieskov y ya no la apartó durante todo el monólogo). Nicolacha les servía a ustedes. A la una de la madrugada Marko Ivanovich le manifestó su deseo de acostarse. Siempre se acostaba a la una. Cuando estaba descalzándose y dando órdenes, relativas al gobierno de la casa, usted y Nicolai, a una señal convenida, agarraron al señor, que estaba borracho, y lo arrojaron sobre la cama. Uno de ustedes se le sentó en los pies, otro encima de la cabeza. En ese momento entró por el vestíbulo una mujer conocida de usted, vestida de negro, la cual había convenido de antemano con ustedes todo lo referente a su participación en este asunto criminal. Ella tomó la almohada y empezó a ahogarlo. Durante la lucha se apagó la vela. La mujer sacó del bolsillo una caja de cerillas suecas y la encendió. ¿No es cierto? Veo en su rostro que digo la verdad. Luego… después de haberlo ahogado y de haberse, convencido de que ya no respiraba, usted y Nicolai lo sacaron por la ventana y lo colocaron junto a la mata de bardana. Temiendo que reviviese le dio usted con un arma blanca. Después se lo llevaron y lo pusieron por algún tiempo debajo del arbusto de lilas.

Luego de haber descansado y pensarlo bien se lo llevaron… Lo sacaron atravesando la empalizada… Enseguida se dirigieron a la carretera… Luego siguieron por el dique. En el dique los asustó a ustedes un mujik… Pero ¿qué le pasa a usted?

Pieskov, pálido como la muerte, se levantó tambaleándose.

—¡Estoy sofocado! —dijo—. Bien… ¡Así sea…! Pero déjeme usted salir…, hágame el favor.

Sacaron a Pieskov.

—¡Por fin confesó! —exclamó Chubikov satisfecho—. ¡Se ha rendido! ¡Con qué habilidad lo he agarrado! Le he expuesto el asunto con claridad…

—Y no ha negado tampoco lo de la mujer vestida de negro —dijo riéndose Diukovsky—. Sin embargo, me atormenta horrorosamente la cerilla sueca. ¡No puedo contenerme más! ¡Adiós! Allá me voy.

Diukovsky se puso la gorra y se marchó.

Chubikov comenzó a interrogar a Akulka. Ésta declaró que no sabía nada de nada…

—¡Yo he vivido solamente con usted y no conozco a nadie más! —dijo.

A las seis de la tarde volvió Diukovsky. Venía agitado como nunca. Le temblaban las manos hasta tal punto que no fue capaz de desabrocharse el gabán. Le ardían las mejillas. Se veía que traía novedades.


Veni, vidi, vici
—exclamó, entrando como una tromba en la habitación de Chubikov y desplomándose en un sillón—. ¡Juro por mi honor que empiezo a creer en mi genio! ¡Escuche usted, el demonio nos lleve! Escuche y asómbrese, da risa y tristeza al mismo, tiempo. Tenemos en nuestro poder a tres… ¿no es eso? ¡He encontrado al cuarto, o, mejor dicho, a la cuarta, porque también es mujer! Y ¡qué mujer! ¡Sólo por una ligera caricia en sus hombros daría yo diez años de vida! Pero… escuche usted… He ido a Khansovka y me he puesto a describir espirales alrededor de ella. Visité por el camino todas las tenduchas, tabernas y bodegas, pidiendo en todas partes cerillas suecas… En todas partes me contestaron: «No tenemos». He estado recorriéndolo todo hasta ahora mismo. Más de veinte veces perdí la esperanza y otras tantas volví a tenerla. He andado durante todo el día, y solamente hace una hora di con lo que buscaba. El sitio está a unas tres verstas de aquí. Me despacharon un paquete de diez cajas de cerillas, y faltaba una… Pregunté enseguida: ¿Quién ha comprado la caja que falta? «Fulana de Tal… Le gustan las cerillas suecas», me dijeron. ¡Querido Nicolai Ennolech, no es posible concebir lo que puede a veces hacer un hombre expulsado del seminario y repleto de lecturas de Gaborio! ¡Desde este mismo día comienzo a respetarme…! ¡Uf!… ¡Bueno, vamos!

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