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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (59 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Estaba muy excitada; sus mejillas se habían tornado de púrpura. Llena de alegría, hablaba sin parar de la realización de sus sueños, de su próxima vida en el campo, que se pintaba ella en extremo interesante y muy poética.

¡Quién hubiera estado en su lugar, participado de su entusiasmo! La primavera se acercaba; los días eran ya muy largos; el sol derretía la nieve, y gruesas gotas de agua caían de los tejados. Todo olía ya a primavera. Y yo también sentía un gran deseo de irme al campo.

Cuando me dijo que no tardaría en irse a Dubechnia, una honda tristeza se apoderó de mí. Me vi solo en la ciudad hostil, sin nadie con quien poder cambiar algunas palabras. Tuve celos de aquellos libros de agricultura y de aquellos sueños geórgicos. Sin embargo, ni me gustaba la vida del campo, ni les tenía afición alguna a los trabajos agrícolas. Iba a decir que, en mi sentir, la agricultura rebajaba al hombre, le hacía esclavo de la tierra; pero no dije nada.

Estábamos casi en primavera, en vísperas de Pascua.

Un día llegó el ingeniero Dolchikov, de quien yo había comenzando a olvidar hasta la existencia.

Llegó de un modo inesperado, sin anunciarlo siquiera con un telegrama.

Cuando fui aquella noche, como de costumbre, a su casa, le encontré en el salón, paseándose y refiriendo no sé qué. Estaba muy lavado, perfumado y afeitado y parecía más joven que antes de su marcha.

María Victorovna, de rodillas ante la maleta, sacaba de ella libros, frascos, cajas y otros objetos, que le iba entregando al criado.

Al ver al ingeniero, di, involuntariamente, un paso atrás; pero él me tendió ambas manos y me dijo sonriendo, mostrando sus blancos y sólidos dientes:

—¡Hele aquí! ¡Tanto gusto en verle, señor decorador! Macha me lo ha contado todo. ¡Y me ha hecho tantos elogios de usted!

Me cogió del brazo, y prosiguió:

—Comprendo su decisión y la apruebo sin reservas. Es infinitamente más honrado y más inteligente ser un buen obrero que garrapatear en una oficina y llevar una escarapela en la gorra. Yo he trabajado en Bélgica como simple obrero… con estas manos que usted ve… y he sido durante dos años maquinista…

Llevaba un batín, calzaba unas pantuflas y andaba con el balanceo de los gotosos. Estaba visiblemente satisfecho de encontrarse al fin en su casa y de haber tomado su ducha. Se frotaba las manos y canturreaba.

No tardó en servirse la cena. Se me invitó.

Durante la comida, fue él quien habló más.

—No hay duda —decía— de que son ustedes muy simpáticos, muy amables; pero, dígame usted, señor: ¿por qué en cuanto empiezan ustedes a trabajar físicamente y a preocuparse de la suerte del mujik se hacen, inevitablemente, sectarios? Usted, por ejemplo, señor Poloznev, ¿no es un sectario? Por cuestión de principios, no bebe usted «vodka». Eso es puro sectarismo.

Por complacerle bebí «vodka» y vino. Comimos quesos de distintas clases, salchichón, pastas y otras delicadezas gastronómicas que el ingeniero había traído de Petersburgo, y saboreamos los vinos que en su ausencia se habían recibido del extranjero, que eran, en verdad, excelentes. No sé cómo, se las arreglaban para recibirlos sin pagar derechos de importación, lo mismo que los cigarros. El caviar y el salmón se lo regalaban. No pagaban el piso, porque el propietario de la finca proveía de petróleo al camino de hierro, y, por lo tanto, dependía del ingeniero. En fin, yo casi llegué a estar convencido de que cuanto existe en el mundo se hallaba siempre —de modo gratuito— a la disposición del señor Dolchikov y de su hija, que no tenían más que tender la mano y cogerlo.

Seguí visitándolos asiduamente; pero no con tanto placer como antes de regresar el ingeniero. El señor Dolchikov me azoraba, y en su presencia no me sentía yo a mi gusto. No podía soportar su mirada serena e inocente; su conversación me era antipática; no podía yo desechar el desagradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería con que me había tratado.

Es verdad que ahora estaba muy amable conmigo, que me rodeaba con el brazo la cintura, que me daba afectuosos golpecitos en el hombro, que, aseguraba ver con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba que me despreciaba como antes, que me consideraba una nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.

Yo no podía ya reírme y decir lo que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente a aquella gente rica, con la que no tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era considerada por ellos extraña… Bebía en su casa vinos caros y comía bocados exquisitos… Me sentía avergonzado como si cometiese un crimen. Cuando me dirigía a casa de Dolchikov evitaba el encuentro con mis conocidos y bajaba los ojos al verlos; y cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.

Pero lo que me preocupaba sobre todo era el temor de enamorarme. María Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio de mis charlas con mis compañeros, pensaba a cada instante en que por la noche iría a su casa, y me deleitaba recordando su risa, su voz… Antes de ir a verla permanecía largo rato de pie ante un pedacito de espejo, procurando hacerme lo más primorosamente que podía el lazo de la corbata. Mi traje me parecía abominable, y me avergonzaba, y al mismo tiempo mi dignidad se rebelaba contra esta vergüenza. Cuando ella me decía desde su cuarto que no entrase, que esperase un poco, porque no estaba vestida aún, se apoderaba de mí una gran tensión nerviosa, y mi espera, aunque fuese corta, era la espera inquieta y llena de ansias de un enamorado impaciente. Al ponerla, con el pensamiento, en parangón con otras jóvenes a quienes veía por la calle, se me antojaban todas, hasta las más lindas, vulgares, mal vestidas, grotescas. Y la superioridad de María Victorovna me enorgullecía como si la hija del ingeniero me perteneciese. Rara era la noche que no la soñaba…

Una noche salí de su casa asqueado de mí mismo. Aunque el ingeniero seguía estando muy amable y me había hecho compartir con él una enorme langosta, en su amabilidad, en la familiaridad con que me trataba, yo advertía, hacía algún tiempo, algo ofensivo para mí.

Camino de mi posada, decidí poner fin a aquella situación humillante. «En esa casa —pensé— se me acaricia como se acaricia a un pobre perro perdido. Ahora los divierto; pero en cuanto deje de interesarlos, me pondrán de patitas en la calle».

—¡Hay que acabar lo más, pronto posible! —casi grité en el silencio de la ciudad dormida.

Y, alzando los ojos al cielo, juré solemnemente romper toda relación con la familia Dolchikov.

A la noche siguiente no fui a verlos.

Muy tarde ya, pasé por la calle de la Nobleza. Estaba obscuro y llovía. La casa de Achoguin se hallaba sumida en el sueño; en una sola ventana, la de la señora Achoguin, situada al extremo de la fachada, se veía luz. La señora Achoguin, sin duda, estaría bordando o haciendo calceta, alumbrada por tres bujías, para demostrar el desprecio que le inspiraban las supersticiones. En nuestra casa no se veía luz alguna. La de Dolchikov, frontera a la nuestra, estaba, por el contrario, muy iluminada, aunque, a causa de los visillos, no se distinguía nada de su interior.

Seguí andando a lo largo de la calle, bajo la lluvia primaveral. Oí a mi padre llegar, de vuelta del club. Llamó a la puerta, y momentos después vi, dentro, encenderse una luz. Distinguí la silueta de mi hermana, que con el quinqué en la mano, y alisándose presurosa el cabello, se dirigía a la puerta. Luego, desde mi secreto observatorio, vi a mi padre ir y venir por el salón. Hablaba frotándose las manos; mi hermana, sentada en una butaca, permanecía inmóvil y muda. Seguramente no le escuchaba, absorta en sus cavilaciones.

No tardaron en retirarse, y la luz se apagó.

Miré a la casa del ingeniero: también estaba sumida en las tinieblas. Solo, en la noche negra, bajo la lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la presente, me parecía nula, desprovista de todo interés. ¿Qué podía yo esperar del porvenir?

Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero Dolchikov, la arranqué y eché a correr a carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que saliesen en seguida y me reconociesen.

A una gran distancia me detuve para tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.

Sólo se oía el ruido de la lluvia y el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro.

Durante una semana no visité a la familia Dolchikov.

Nos quedamos sin trabajo, sufrimos toda clase de privaciones. Vendí mi traje nuevo por cuatro cuartos y me comí el dinero. A veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me producía de diez a veinte «kopecs». Cubierto de barro, temblando de frío, trabajaba como un forzado y encontraba en ello cierta satisfacción moral: me vengaba en mí mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado en casa de Dolchikov.

Ni aun en medio de esta vida llena de miserias dejaba nunca de pensar en María Victorovna. La amaba. Sí, aquello era amor, el amor más apasionado. Cuando me acostaba, cansado, mojado, muchas veces hambriento, mi imaginación evocaba al punto su imagen y se forjaba cuadros seductores. Y aquel amor me daba fuerzas para sufrir, como si fuera por ella por quien yo padecía tan terrible vida.

Una noche en que había caído una copiosa nevada, en que parecía que el invierno había vuelto, encontré en mi cuarto a María Victorovna. Estaba sentada, envuelta en su abrigo de pieles, las manos dentro del manguito.

—¿Por qué no viene usted ya a casa? —me preguntó, clavando en los míos sus ojos claros y expresivos.

Yo estaba tan turbado por la alegría, que no podía contestar, y permanecía en pie, ante ella, en la misma actitud que ante mi padre cuando me pegaba.

Ella me miraba fijamente y no se me ocultaba que se daba cuenta de la causa de mi turbación.

—¿Por qué no viene usted a verme? —repitió—. ¡Ya que usted no quiere venir a mi casa, vengo yo a la suya!

Se levantó y se aproximó a mí.

—¡No me abandone usted! —me dijo.

Vi brillar las lágrimas en sus ojos.

—¡No me abandone usted! ¡Estoy sola, no tengo a nadie en el mundo!

Y buscando el pañuelo, para secarse las lágrimas, se sonreía.

Hubo unos instantes de silencio. La abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero.

Momentos después nos pusimos a hablar como si nos amáramos hacía mucho tiempo.

X

A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.

La dicha me embriagaba.

Camino de la estación, y luego en el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba asombrada, creyendo, sin duda, que estaba un poco bebido.

La nieve seguía cayendo, aunque había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.

Aunque había pensado arreglar la casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón estaba habitado hacía mucho tiempo por las palomas y los ánades, y para dejarlo en buen estado había que destruir gran número de nidos.

Teníamos, pues, que arreglar nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban «castillo»; pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi vacías por completo y de un aspecto triste, sombrío. El mobiliario se reducía a un piano y un silloncito de niño, arrumbado en el granero. Aunque Macha hubiera transportado de la ciudad todo su mobiliario, la casa habría seguido Siendo triste y pareciendo vacía.

Escogí tres habitacioncitas cuyas ventanas daban al jardín y empecé a trabajar. Me pasaba el día limpiándolas, tapando los agujeros del suelo, empapelando las paredes, sustituyendo con otras nuevas las losas rotas. Era un trabajo fácil y agradabilísimo para mí.

Con mucha frecuencia iba al río, a ver si el hielo de que estaba cubierto todo el invierno se derretía. Esperaba con impaciencia la vuelta de los pájaros que invernaban en los países cálidos. Por la noche, en la cama, soñaba, lleno de alegría, desbordante de felicidad, con Macha. Ni el viento que sacudía los postigos ni las ratas que hacían ruido en el pavimento me molestaban: tan dichoso era.

La nieve aún era muy profunda. Había caído mucha en marzo; pero pronto había empezado a fundirse, como por encanto. El río se llenaba de agua, que, en multitud de arroyos canoros, corría a su cauce.

A principios de abril aparecieron los primeros pájaros, y empezó a alegrar el jardín el batir de sus alas. El tiempo era magnífico.

Todos los días, al anochecer, me encaminaba a la ciudad, al encuentro de Macha. Iba descalzo, y era delicioso andar así por la tierra blanda, no seca aún del todo. A medio camino me sentaba y contemplaba la ciudad, sin osar acercarme a ella. Su vista me turbaba. Yo me decía: «¿Qué comentarios hará la gente que me conoce acerca de mis amores con Macha? ¿Qué dirá mi padre?». Mi vida, de pronto, se había tornado harto más complicada. Yo no la dominaba ya: era ella la que me dominaba a mí. Yo era a modo de un globo impelido por el viento no se sabe adónde. No pensaba ya en la manera de ganarme el pan; no pensaba ya en nada preciso, como si me hallase en un dulce letargo.

Casi siempre Macha venía en coche. Me sentaba a su lado y nos dirigíamos juntos a Dubechnia, libres, alegres.

A veces la esperaba en vano: no venía. Entonces, ya puesto el sol, volvía a mi vivienda, descontento, turbado, sin acertar a comprender por qué no había venido. Pero no era raro que la encontrase, inesperadamente, a la puerta de la casa o en el jardín. Esto era para mí una grata sorpresa y me regocijaba mucho.

—He venido en tren —me decía María Victorovna—. Desde la estación he venido andando.

Vestida con suma sencillez, tocada con un pañolito, con una modesta sombrilla en la mano, pero gentil, calzando unas elegantes botinas hechas en el extranjero, se me antojaba una actriz de talento que representaba el papel de muchacha de pueblo.

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