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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (61 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Tras largas negociaciones, los campesinos al fin consintieron en cedernos el terreno necesario para la construcción de la escuela y se comprometieron, a llevar de la ciudad, utilizando para ello sus caballerías, todos los materiales de construcción.

Algún tiempo después, los campesinos de Kurilovka y de Dubechnia salieron un domingo, con sus caballos y sus carros, en dirección a la ciudad para traer ladrillos. Se fueron al salir el sol y no volvieron hasta las altas horas de la noche. Todos venían borrachos, y, según decían, rendidos.

El tiempo era lluvioso y frío. Los caminos, llenos de barro, estaban impracticables. Los campesinos, al volver de la ciudad, acostumbraban meter sus carros en nuestro patio.

—Para descansar un poco —decían.

¡Aquello era un horror! No lo olvidaré nunca. Primero aparecía, en la puerta del patio, el caballo, patiabierto, ventrudo; al entrar, balanceaba la cabeza como si saludase. Luego aparecía una viga de diez metros, mojada, escurridiza; junto al carro avanzaba el campesino, sin mirar dónde ponía los pies, andando por los charcos lo mismo que por un pavimento. Luego aparecía otro carro con tablones, luego otro con postes… Poco a poco el patio se iba atestando de caballos, de carros, de tablones, de vigas. Los campesinos y las campesinas, arropada la cabeza para resguardarla del frío, lanzaban miradas furiosas a nuestras ventanas, gritaban, exigían que Macha bajase a hablar con ellos. A no mucha distancia, Moisey contemplaba la escena, y yo juraría que se bañaba en agua de rosas al vernos en aquella situación ridícula.

—¡Se acabó! ¡No transportaremos más materiales! —oíase gritar—. Estamos rendidos. Si la señora quiere edificar una escuela, que transporte los materiales ella.

Macha, pálida de emoción, temerosa de que aquella multitud irritada invadiese la casa, les enviaba a los campesinos dinero y «Vodka». Entonces el tumulto se apaciguaba poco a poco, y los carros, cargados de vigas, de tablones, de postes, iban abandonando el patio.

Cuando yo me disponía a marchar a Kurilovka para ver cómo iba la construcción, mi mujer daba muestras de gran inquietud.

—Los campesinos están furiosos —me decía—. Pueden hacerte algo. Espera, voy contigo.

Nos íbamos juntos. En Kurilovka, los carpinteros me pedían una propina. La construcción casi no adelantaba. Faltaban obreros. A pesar del compromiso contraído, muchos no acudían al trabajo. Siempre había algo que lo paralizaba. Un día nos hicieron saber que se necesitaba arena. No habíamos pensado antes en ello. Había que buscarla lo más pronto posible. Aprovechándose de la urgencia, los campesinos nos pidieron por cada carro de arena treinta «kopecs», aunque la ribera donde tenían que cargar sólo distaba doscientos metros de la obra. Se necesitaban lo menos quinientos carros.

Las dificultades se sucedían sin tregua. Los campesinos seguían pidiéndonos dinero para «vodka» con gran indignación de mi mujer. El contratista de la obra, Tito Petrov, un anciano de setenta años, nos estaba siempre prometiendo, activar los trabajos.

—Ya verán ustedes. En dándome arena, que es lo que ahora hace falta, todo marchará como sobre rieles. Encontraré cuantos obreros sean necesarios. ¡Ya verán ustedes!

Pero se le llevó toda la arena necesaria, y la edificación, sin embargo, no avanzaba. Pasaban días y noches sin que apenas se advirtiese adelanto alguno.

—¡Es para volverse loca! —decía Macha, casi llorando—. ¡Qué gente, Dios mío, qué gente!

Durante aquellos tristes días, venía con frecuencia a vernos su padre, el ingeniero Víctor Ivanovich. Traía delicadezas gastronómicas y buenos vinos. Tenía siempre un apetito de lobo y comía mucho. Después de comer se dormía un rato en la terraza y roncaba de un modo terrible. Al oírle, nuestros obreros sacudían con asombro la cabeza y decían:

—¡Vaya unos ronquidos! Parece que duerme ahí arriba un regimiento…

A Macha no le entusiasmaban sus visitas. Su padre no le inspiraba confianza, lo que no era obstáculo para que le pidiese consejos prácticos.

El ingeniero se levantaba de dormir la siesta, casi siempre muy mal humorado, y empezaba a gruñir; le parecía que todo lo hacíamos mal, y se lamentaba de haber adquirido Dubechnia, que, según decía, sólo le había proporcionado sinsabores. La pobre Macha le escuchaba cariacontecida. A veces se dolía en su presencia de la conducta de los campesinos, y él le decía que con aquella gente había que ser muy severo y que el mejor modo de hacerla entrar en razón era sacudirle el polvo.

Nuestro matrimonio y nuestra manera de vivir los consideraba una comedia.

—No es más que un capricho —decía—. En Macha son frecuentes los caprichos por el estilo. Una vez se figuró ser una gran artista de ópera y se escapó de casa. ¡Estuve dos meses buscándola por toda Rusia! Sólo en telegramas me gasté mil rublos. ¡Sí, amigo mío!

Ya no me llamaba sectario, ni señor decorador, ni elogiaba mi conversión en obrero, como acostumbraba hacer antes.

—¡Es usted un hombre extraño! —me decía ahora—. No es usted un hombre normal. No soy profeta; pero le predigo que acabará malamente.

Macha apenas dormía de noche, y se pasaba horas enteras sentada, a la luz de la luna, junto a la ventana de la alcoba. En la mesa ya no se reía ni me hacía guiños.

El ver extinguida su alegría me atormentaba. Cuando llovía, cada gota de lluvia se me antojaba que caía sobre mi corazón como plomo derretido, y sentía impulsos de arrodillarme a los pies de Macha y pedirle perdón de que hiciera mal tiempo. Cuando los campesinos escandalizaban en el patio, también me sentía culpable ante Macha. Permanecía horas y horas inmóvil en un rincón, pensando en ella, en nuestra vida. Mi amor crecía y se tornaba verdadera veneración. Macha me parecía irreprochable, ideal. Cuanto hacía me entusiasmaba, lo consideraba admirable.

Y, en efecto, era una mujer como hay pocas. Dotada de aptitudes para un trabajo tranquilo, de gabinete, le gustaba leer, estudiar. Aunque la agricultura sólo la había estudiado teóricamente, en los libros, nos asombraban sus conocimientos y los consejos que nos daba, muy útiles siempre. Por añadidura, tenía un corazón nobilísimo y un gusto exquisito, y su trato era de una amabilidad que sólo poseen las personas de una educación refinada.

Y aquella mujer se veía forzada a vivir allí, en medio de aquel desorden, entre aquella gente grosera, rencillosa y mezquina. ¡Cómo debía sufrir! Yo lo advertía y sufría también. Me pasaba las noches casi en vela, entregado a mis tristes pensamientos, y a veces los ojos se me llenaban de lágrimas. En vano procuraba hacerle a mi Macha la vida más agradable.

Iba con frecuencia a la ciudad y le compraba libros, periódicos, bombones, flores. Para variar un poco nuestro «menú» pescaba en el río, con Stepan, muchas veces, bajo la lluvia, calándome hasta los huesos. Les suplicaba a los campesinos, humillándome ante ellos, que no hicieran ruido en el patio; les daba dinero para «vodka», les prometía concederles cuanto me pedían, y hacía otras mil estupideces.

Las lluvias, que parecían interminables, cesaron al fin. Me levantaba muy temprano, mucho antes de salir el sol, y me iba al jardín. El rocío brillaba en las flores, oíase por todas partes el alegre coro de los pájaros y los insectos. El cielo estaba sereno, sin una sola nube. Todo en torno, el jardín, el prado, el río, convidaba a una dulce contemplación; pero mi alma se hallaba turbada, mi pensamiento no podía apartarse de los campesinos, de los sinsabores que nos costaba la edificación de la escuela, de los reproches y las lamentaciones del ingeniero.

Algunas tardes me paseaba con Macha, en un cochecito, por el campo, para ver cómo iban los trigos. Siempre guiaba ella. Llevaba los hombros un poco levantados y el viento agitaba sus cabellos.

—¡Apártese! —gritaba cuando venía otro carruaje en dirección contraria al nuestro.

Había en aquel grito un no sé qué verdaderamente cocheril.

—Imitas muy bien a los cocheros —le dije un día.

—No es extraño —repuso—. Mi abuelo, el padre del ingeniero, era cochero. ¿No lo sabías?

Se volvió a mí, y con el orgullo de un artista pagado de su oficio lanzó un nuevo grito tan de cochero que el automedonte más castizo no habría podido ponerle reparos.

No sé por qué, aquello me satisfizo.

—Tanto mejor —me dije—; tanto mejor.

Pero al punto, los tristes pensamientos relativos a los campesinos, a la construcción de la escuela, al ingeniero, volvieron a desazonarme.

XIII

El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi hermana también nos visitaba con frecuencia. Empezaron de nuevo las discusiones acerca del trabajo físico, del progreso, de la meta lejana adonde se dirige la humanidad.

El doctor no era partidario de nuestra vida campestre, cuyos menesteres y preocupaciones nos obligaban a menudo a interrumpir los diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre libre labrar, segar, cuidar del ganado. Estaba seguro de que en el porvenir todos esos trabajos groseros serían realizados por máquinas y animales, y el hombre podría entregarse por entero a las investigaciones científicas.

Mi hermana siempre tenía prisa de volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día siguiente, no estaba tranquila.

—¡Dios mío, qué chiquilla es usted aún! —le decía Macha en tono de reproche—. ¡Eso es ridículo!

—Acaso tenga usted razón —respondía mi hermana—. Comprendo que es absurdo; pero ¿qué quiere usted? No puedo remediarlo. Me parece un delito hacerle a mi padre esperar.

Por la noche, tras un día de duro trabajo en el campo, yo me sentía muy cansado, y tomando el fresco en la terraza, en compañía de Macha, el doctor y mi hermana, me quedaba dormido a lo mejor de la conversación, lo que provocaba risas y bromas. Me despertaban para ir a cenar; pero el sueño se apoderaba nuevamente de mí y lo veía todo en torno mío como al través de una niebla: la luz, las caras, la mesa. Oía vagamente hablar sin comprender lo que se decía. A la mañana siguiente, de pie al amanecer, me entregaba al trabajo campestre o me dirigía a Kurilevka para vigilar la edificación de la escuela. No volvía a casa hasta muy entrada la noche.

Sólo dedicaba al hogar los días de fiesta. En esas largas horas de intimidad familiar comencé a percatarme de que Macha y mi hermana me ocultaban algo. Hasta me parecía que huían de mí. Mi mujer seguía manifestándome un tierno cariño; pero yo advertía que no me comunicaba todos sus pensamientos.

Era evidente que su irritación contra los campesinos crecía de día en día y que la vida en Dubechnia se le iba haciendo insoportable; pero no me hablaba ya de eso ni se quejaba. Sí, Macha me ocultaba sus verdaderos pensamientos. Le gustaba más hablar con el doctor que conmigo, y yo me devanaba los sesos tratando de comprender la razón.

Es costumbre en nuestro país investir de cierta solemnidad la recolección del trigo. Por la noche se reúnen en el patio del propietario los campesinos, y se los obsequia con «vodka».

Nosotros no quisimos seguir esta tradición. Los segadores y las segadoras esperaron largo rato en el patio, y viendo que no se les daba «vodka» se marcharon, muy entrada la noche, jurando e insultándonos. Macha, al oírlos, frunció las cejas y guardó un silencio sombrío. Sólo dijo al cabo de un rato, dirigiéndose al doctor:

—¡Qué brutos! ¡Son unos salvajes!

En el campo se acoge siempre a los nuevos vecinos con cierta hostilidad, como en la escuela a los nuevos alumnos. Nosotros tuvimos ocasión de experimentarlo. Al principio se nos consideraba gente de poco seso, sin el menor sentido práctico, que había comprado la finca porque no sabía qué hacer del dinero. Los campesinos se burlaban sin rebozo de nosotros y nos daban todos los disgustos que podían. Llevaban a pacer a nuestro bosque y hasta a nuestro jardín a sus vacas y sus caballos; y cuando nuestras bestias eran acusadas calumniosamente por ellos de haberse metido en sus prados, exigían que les pagásemos multas. Acudían en turba a casa, armaban bajo nuestras ventanas una algarabía infernal y aseguraban que habíamos segado un trozo de terreno que no era nuestro. Como no conocíamos los límites de nuestra propiedad, les creímos las primeras veces y les pagamos las multas sin replicar; pero no tardamos en convencernos de que las reclamaciones carecían en absoluto de fundamento.

Con frecuencia, los campesinos derribaban árboles de nuestro bosque sin pedirnos permiso. Uno de ellos, enriquecido gracias a no muy limpias operaciones comerciales en Dubechnia, se puso, en secreto, de acuerdo con nuestros trabajadores, y todos en combinación nos robaban desvergonzadamente: cambiaban en nuestros coches ruedas nuevas por viejas, se apoderaban de nuestros arneses, que nos vendían luego como si fueran suyos, etc., etc.

Pero todo esto eran tortas y pan pintado en comparación con los disgustos que nos proporcionaba la escuela. Las mujeres nos robaban durante la noche planchas de hierro, ladrillos, en fin, cuanto podían llevarse. Nosotros reclamábamos, y el alcalde y algunos guardias hacían pesquisas en el domicilio de las ladronas, les imponían a cada una dos rublos de multa, y con el dinero reunido compraban «vodka», emborrachándose toda la aldea de una manera abominable.

Macha estaba muy enojada, y le decía al doctor y a mi hermana con voz trémula de indignación:

—¡No son hombres! No hay en ellos nada de humano. ¡Qué horror! ¡Dios mío, qué horror!

Y no pocas veces la oí dolerse de haber emprendido la edificación de la escuela. El doctor trataba de calmarla.

—Hágase usted cargo —le decía— de que si edifica usted una escuela o lleva a cabo otra buena obra no es precisamente en beneficio de los «mujicks» sino en pro de la cultura general, del progreso. Y cuanto más brutos, cuanto más salvajes sean los «mujicks» más motivo hay para edificar escuelas. ¡Es tan sencillo y tan claro!

Oyéndole hablar así, me parecía que no estaba seguro de que fuera preciso, en efecto, construir tal escuela, y que compartía con Macha la antipatía a los campesinos.

Macha y mi hermana iban muchas veces al molino y decían riendo que lo que las atraía allí era la hermosura de Stepan. Tuve ocasión de persuadirme de que el molinero sólo era reservado y taciturno con el sexo fuerte: con las mujeres hablaba por los codos. Una vez que fui a bañarme al río, le oí, por casualidad, conversar con Macha y mi hermana. Ambas, en bata blanca, estaban sentadas bajo un árbol; Stepan estaba en pie delante de ellas, con las manos cruzadas atrás, y decía:

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