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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (60 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Visitábamos nuestra propiedad, deliberábamos acerca de una porción de detalles: acerca de cuál sería la habitación de cada uno, de dónde plantaríamos flores, del lugar en que colocaríamos la colmena. Teníamos nuestros pollos, nuestros patos y nuestros gansos, y los amábamos porque eran nuestros. Teníamos ya preparado todo lo necesario para la siembra: trigo, avena, legumbres. Nos pasábamos horas enteras planeando los futuros trabajos, hablando de las cosechas que recogeríamos. Cuanto decía Macha me parecía bello y atinado.

Fue aquél el período más feliz de mi vida.

Algunas semanas después celebramos nuestras bodas. La solemnidad tuvo lugar en una iglesita campesina, en la aldea de Kurilovka, a tres verstas de Dubechnia.

Macha quiso que en la ceremonia todo fuera sencillo, modesto. Conforme a sus deseos, nuestros testigos fueron jóvenes campesinos. El servicio religioso estuvo a cargo de un chantre.

Volvimos a casa en un coche pesado y tambaleante, que la misma Macha guiaba.

De la ciudad sólo acudió mi hermana Cleopatra, prevenida tres días antes por una carta nuestra. Vestía un traje blanco y llevaba las manos enguantadas. Durante la ceremonia, lloraba suavemente y se pintaba en su rostro una bondad maternal infinita.

Nuestra felicidad parecía embriagarla, y la sonrisa no desaparecía de sus labios, como si estuviera respirando un aire delicioso. Contemplándola, comprendí que no existía para ella en el mundo nada tan importante como el amor, el amor sencillo, terreno, y que soñaba con él a toda hora, de un modo apasionado, ocultando celosamente sus sueños.

Abrazaba y besaba a Macha sin cesar, y, no sabiendo cómo expresarle su entusiasmo, le decía, refiriéndose a mí:

—¡Es bueno, muy bueno!

Antes de volverse a la ciudad se despojó del traje blanco, y se puso otro de diario y me suplicó que saliese un momento con ella al jardín.

—Quisiera hablarte —me dijo.

Salimos.

—Papá —comenzó— está muy enfadado porque no le has escrito. Debías haberle pedido la bendición. Pero, aparte de eso, está muy contento. Cree que este matrimonio te elevará a los ojos de toda la ciudad, y que, bajo el influjo de María Victorovna, te volverás un hombre serio. Por las noches hablamos de ti. Ayer te nombró con estas palabras: «Nuestro Misail», y eso me llenó de alegría. Creo que acaricia, respecto de ti, algún proyecto. Me parece que quiere darte una lección de generosidad y nobleza, y que está dispuesto a que sea suyo el primer paso hacia la reconciliación. Es muy posible que venga a veros dentro de unos días.

Se persignó varias veces, y dijo:

—Bueno, querido, sed felices. Ana Blagovo, que es tan inteligente, dice que este matrimonio es una prueba a que te somete el Señor. Te deseo fuerzas para salir victorioso de ella. La vida de familia no sólo proporciona alegrías, sino también padecimientos. La vida es así.

Macha y yo la acompañamos cerca de tres verstas, a pie. Luego de despedirla, nos dirigimos a casa, silenciosos, el corazón henchido de felicidad. Macha me llevaba cogida una mano, y de cuando en cuando cambiábamos miradas llenas de cariño. No pronunciamos ni una sola palabra de amor: eso habría podido turbar el goce de nuestra ventura. El verdadero amor no necesita ser expresado con palabras. Después de la boda nos sentíamos todavía más cerca uno de otro, y se me antojaba que nada en el mundo podría nunca separarnos.

—Tu hermana —me dijo mi esposa— es muy simpática; pero, al mirarla, se experimenta la impresión de que ha sido maltratada durante mucho tiempo. Tu padre debe de ser un hombre terrible.

Le conté el sistema educativo que mi padre había puesto en práctica conmigo y con mi hermana. Le describí nuestra niñez dolorosa y estúpida. Cuando le dije que mi padre, no hacía aún mucho tiempo, me había pegado, se estremeció y se apretó contra mí.

¡No, no me cuentes esas cosas! ¡Es terrible!

Ya no nos separamos. Ocupábamos tres habitaciones de la casa grande. Por la noche yo cerraba con llave la puerta que daba a las habitaciones vacías, como si hubiera en ellas un ser desconocido que nos inspirase temor.

Me levantaba muy temprano, al salir el sol, y me ponía inmediatamente a trabajar. Hacía reparaciones en los coches, arreglaba las sendas del jardín, azadonaba los bancales, pintaba el tejado de la casa.

Cuando llegó la época de la siembra, mis esfuerzos para trabajar como un simple campesino fueron heroicos. Me fatigaba enormemente, sobre todo cuando llovía o hacía viento. Me dolían la cabeza y los pies. Hasta durante el sueño me atormentaba la visión de los campos labrados.

Los trabajos agrícolas no me gustaban. No conocía la agricultura y no le tenía ninguna afición, debido, sin duda, a mi origen; pues mis ascendientes nunca fueron agricultores y corría por mis venas sangre ciudadana.

Amaba tiernamente la Naturaleza, me placía contemplar los campos, las praderas, los bosques; pero cuando veía a un campesino que, con su flaco caballo, iba y venía por la tierra negra y lodosa; cuando contemplaba al pobre labrador cubierto de barro, harapiento, más desgraciado aún que su caballería, ambos me parecían la encarnación de la fuerza primitiva, brutal, sin belleza, sin atractivo. Mirando a los campesinos trabajar la tierra, pensaba que en el campo, lejos de los grandes centros de población, la vida tiene no poco de salvaje, se asemeja mucho a la de hace miles de años, a la de la gente que aún no sabía servirse del fuego. Los toros, los caballos, los carneros, cuando atravesaban en rebaños la aldea, aturdiéndome y salpicándome de barro, me parecían también un símbolo de aquella vida salvaje, desprovista de todo progreso.

No, no me gustaba la agricultura ni la vida del campo tampoco. Sobre todo cuando hacía mal tiempo, cuando densas nubes gravitaban sobre la tierra sombría, el campo se me caía encima. Mientras trabajaba, no me animaba la idea de la santidad del trabajo campestre, que sostienen con tanta elocuencia sus apologistas. Al trabajo en el campo prefería el trabajo doméstico. Encontraba un placer singular en la pintura del tejado y en otras ocupaciones análogas.

No lejos de la casa había un molino que pertenecía a la finca, como dejo dicho. Me gustaba visitarlo, y, atravesando el jardín y el prado, iba a él muy a menudo.

Nos lo tenía alquilado un campesino de la aldea vecina. Se llamaba Stepan. Era un hombre muy vigoroso, guapo, de cabellos negros, barbudo. No le gustaba la molinería, y si vivía en el molino era exclusivamente por no vivir en su casa.

Era taciturno y poco sociable. Inmóvil, silencioso, se pasaba horas enteras a la orilla del río o a la puerta del molino. De vez en cuando iban verle su mujer y su suegra, ambas suaves, corteses, blancas. Le saludaban muy humildes, le trataban de usted y le llamaban Stepan Petrovich. El parecía no advertir su presencia. Sin contestar a su saludo ni con la palabra ni con el ademán, se sentaba a la orilla del río y empezaba a canturrear en voz baja.

Así, sin decir esta boca es mía, permanecía una hora y a veces más tiempo. La mujer y la suegra, después de cambiar quedamente algunas palabras, se levantaban y esperaban un instante, por si se dignaba mirarlas. Luego saludaban de nuevo muy humildes, y decían con voz cantarina:

—¡Hasta la vista, Stepan Petrovich!

Y se iban.

Cuando ya estaban lejos, Stepan cogía el envoltorio con pan o ropa limpia que le habían dejado, miraba guiñando los ojos en la dirección que habían tomado las mujeres, y me decía, desdeñoso:

—¡El sexo femenino!

El molino trabajaba día y noche. Yo ayudaba a Stepan en su labor. Cuando se iba un rato del molino le reemplazaba gustosísimo.

XI

Aquel año, el tiempo fue muy caprichoso. Tras unos cuantos días de sol volvieron los días nublados. Durante todo el mes de mayo llovió e hizo frío.

El ruido de las ruedas del molino, unido al de la lluvia, emperezaba y daba sueño. El suelo temblaba, olía a harina, y eso también adormilaba.

Mi mujer, con una corta pelliza y unos chanclos, venía al molino dos veces al día y decía:

—¡Vaya un verano! Es peor que el otoño.

Tomábamos te, hacíamos gachas y permanecíamos horas y horas silenciosos, esperando que cesase la lluvia. Una noche que Stepan había ido al mercado, Macha durmió en el molino.

Cuando nos levantamos no era fácil averiguar la hora que era, pues el cielo estaba cubierto de nubes. Se oía cantar a los gallos en Dubechnia. Era aún muy temprano.

Nos dirigimos al estanque y sacamos la red que había puesto Stepan la víspera. Había en ella una merluza y un cangrejo.

—Suéltalos —me dijo Macha—. Que ellos también sean felices.

Como habíamos madrugado tanto y no teníamos nada que hacer, aquel día me pareció muy largo, el más largo de toda mi vida.

Por la noche volvió Stepan y yo regresé a casa.

—Tu padre ha venido a vernos —me dijo Macha.

—¿Dónde está?

—Se ha marchado. No le he recibido.

Viendo que yo me puse triste, añadió:

—Hay que ser consecuente. Tu padre te ha maltratado tanto que no quiero tener con él nada en común. No le he recibido, y he hecho que le digan que no se moleste más en venir a vernos.

Momentos después me encaminaba a la ciudad para explicarme con mi padre. El camino estaba lleno de barro. Hacía frío.

Por primera vez, después de nuestra boda, sentía una profunda tristeza. Mi cerebro, cansado por aquel largo día gris, propendía a los pensamientos melancólicos. «Quizás —decía yo mentalmente— mi vida no es lo que debe ser». Una apatía honda se apoderó de mí. No tenía gana de moverme ni de pensar. Andado ya parte del camino, determiné volver a casa.

Allí encontré al padre de Macha. Llevaba un impermeable con capuchón. De pie en medio del patio, decía con voz alterada por la cólera:

—¿Dónde están los muebles? Había un hermoso mobiliario estilo Imperio, cuadros, jarrones, y ahora no hay nada. ¡Yo compré la casa con todo lo que había dentro, qué diablo!

Junto a él, con la gorra en la mano, estaba el criado de la señora Cheprakov, un hombre llamado Moisey, de unos veinticinco años, enjuto, con unos ojillos impertinentes.

—Su excelencia compró la casa sin muebles —contestó tímidamente—. Lo recuerdo bien.

—¡Cállate, canalla! —le gritó al ingeniero, rojo de ira.

El eco repitió el grito en el jardín.

Cuando yo estaba haciendo algo en el jardín o en el patio, Moisey solía contemplarme con sus ojillos insolentes, cruzadas las manos atrás. Su contemplación me irritaba tanto que dejaba el trabajo y me iba.

Stepan nos había dicho que Moisey era el amante de la generala Cheprakov. Yo había notado que la gente que venía a ver a la generala para cuestiones de dinero, empezaba por dirigirse a Moisey. Una vez vi que un campesino le saludaba con gran humildad. A veces entregaba él mismo el dinero, sin contar con su ama. Se advertía que hacía en la casa lo que le daba la gana.

Nos enojaba mucho su conducta inconveniente. Disparaba escopetazos contra nuestras ventanas; nos robaba comestibles; se servía, sin pedirnos permiso, de nuestros caballos. Se diría que Dubechnia era suya y no nuestra.

Aunque nos indignábamos, Moisey seguía haciendo lo que se le antojaba.

—Cuando pienso que aún tenemos que vivir mucho tiempo con estos canallas!… —decía Macha.

Según el contrato, a la señora Cheprakov le asistía el derecho de vivir allí dos años. Su hijo, Iván Cheprakov, estaba empleado como conductor en el camino de hierro. Durante el invierno había enflaquecido tanto y se había debilitado hasta tal punto que con una copa de «vodka» se emborrachaba. Le avergonzaba ser conductor, lo que le parecía humillante para un noble; pero al mismo tiempo consideraba aquel destino muy ventajoso, pues le proporcionaba ocasión de robar bujías pertenecientes al camino de hierro y venderlas.

Mi matrimonio con Macha le asombró, le enceló y le hizo concebir la esperanza de hacer cualquier día un matrimonio parecido. Miraba a Macha con entusiasmo, me preguntaba qué comía y no me ocultaba su envidia.

—¡Dios mío! —gemía encendiendo por décima vez su cigarrillo y tirando la cerilla al suelo—. ¡Dios mío! Tú eres felicísimo, y yo… ¡Qué vida de perro! Cualquier oficialillo tiene derecho a tutearme, pues, al fin y al cabo, no soy más que un empleado subalterno, una especie de criado de los viajeros.

Una vez me dijo:

—Por culpa de mi madre soy un pobre hombre. En el tren oigo con frecuencia conversaciones científicas muy interesantes… Pues bien: le he oído asegurar a un doctor que, si los padres son perversos, los hijos, fatalmente, son borrachos o criminales. Ahora comprendo mi desventura…

Un día vino a casa tambaleándose, sin poder apenas tenerse en pie. Sus ojos miraban con una expresión turbada e insensata, su respiración era pesada, jadeante. Reía y lloraba al mismo tiempo, balbuciendo sin cesar palabras casi incomprensibles.

—¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? —decía llorando como un niño perdido entre la muchedumbre.

Le conduje al jardín y le acosté debajo de un árbol. Durante toda la noche, Macha y yo velamos. Macha miraba con repugnancia su rostro pálido, y decía:

—¡Y pensar que aún tenemos que vivir año y medio con esta gente! ¡Es terrible!

Los campesinos también nos daban muchas desazones. Ya aquella primavera, en los primeros días de nuestro matrimonio, decepciones terribles habían turbado nuestra felicidad.

XII

Mi mujer decidió edificar y costear una escuela para los campesinos. Yo elaboré un proyecto de escuela para sesenta muchachos. La administración del distrito lo aprobó, pero nos aconsejó que edificásemos la escuela no en Dubechnia, como pensábamos, sino en Kurilovka, una aldea algo mayor que distaba tres verstas de nuestra Dubechnia. El consejo era tanto más razonable cuanto que la escuela actual de Kurilovka, en la que estudiaban los niños de cuatro aldeas vecinas, Dubechnia una de ellas, era demasiado pequeña y estaba tan vieja que se temía su hundimiento el día menos pensado.

A fines de marzo Macha fue nombrada, conforme al deseo que había manifestado, miembro del consejo administrativo de la escuela de Kurilovka. A principios de abril congregamos tres veces seguidas a los campesinos de Kurilovka y tratamos de convencerlos de que su escuela era muy reducida y muy vieja y era necesario edificar otra. Después de las reuniones, los campesinos nos rodeaban y nos pedían dinero para comprar «vodka». El calor de la muchedumbre nos ahogaba, y nos apresuramos a marcharnos. Volvíamos a casa cansados, descontentos, decepcionados en extremo.

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