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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (66 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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Calló, volvióse a mí y continuó:

—En tanto no vuelvas al buen camino, te prohíbo pisar el suelo de mi casa. Soy justo. Todo cuanto te he dicho es de una gran utilidad para ti, y si quieres corregirte, piensa en lo que te he dicho toda tu vida y sigue mis consejos. Ahora, márchate; no tengo nada más que decirte…

Yo salí.

No recuerdo cómo pasé esa noche y la siguiente. Después me dijeron que vagué todo el tiempo de una calle en otra, la cabeza descubierta, cantando, seguido de una gritadora turba de chiquillos.

XX

Si yo hubiese tenido el deseo de mandarme hacer una sortija, le habría hecho grabar esta inscripción: «Nada pasa». Sí; estoy convencido que nada pasa sin dejar una huella tras nosotros, y que cada acto nuestro, incluso el más insignificante, ejerce determinada influencia en nuestra vida presente y futura.

Lo que yo he vivido no ha dejado de ejercer influencia sobre los demás. Mis desdichas y mis sufrimientos llegaron al corazón de los habitantes, y ahora no se mofan de mí, no se vierte agua sobre mí cuando paso ante las tiendas del mercado. Poco a poco se han habituado a la idea de que yo soy ahora un simple obrero, y no encuentran nada extraño en el hecho que yo, gentilhombre, lleve vasijas llenas de pinturas y coloque cristales en las ventanas. Al contrario, se me da con satisfacción trabajo: soy considerado en la ciudad como un buen obrero y el mejor contratista de trabajo, después de Nabó.

Éste, ya restablecido de su enfermedad, seguía pintando los techos y las cúpulas de los campanarios; pero muy débil aún, no tenía fuerzas para cumplir los múltiples deberes de contratista; en casi todos era yo quien le reemplazaba: yo visitaba a los habitantes para pedir trabajo, contrataba los obreros, tomaba dinero a préstamo, pagando crecidos intereses. Ahora, convertido en contratista, comprendo perfectamente que se puede andar durante tres días recorriendo la ciudad buscando obreros para hacer un trabajo de escasa importancia.

Se es fino conmigo, no se me tutea ya; en las casas donde trabajo me dan té y se me invita a comer. Los niños y las jóvenes vienen muchas veces a ver cómo trabajo, mirándome con curiosidad y con tristeza.

En una ocasión trabajé en el jardín del gobernador, donde pinté un quiosco. Estando yo trabajando, el gobernador, que se paseaba por el jardín, entró en el quiosco, y para distraerse comenzó a hablar conmigo. Le recordé que en otro tiempo me llamó a su casa para exigirme que variase de conducta. Me miró atentamente, y después dijo, dando a su boca la forma de una o:

—No me acuerdo.

He envejecido, me he vuelto taciturno, severo; no río casi nunca; me dicen que me parezco ahora a Nabó, y que, igual que él, aburro a los obreros con mi severidad.

María Victorovna, mi antigua mujer, vive ahora en el extranjero. Su padre, el ingeniero, se encuentra en el este de Rusia, donde construye una línea férrea y compra ventajosamente algunas propiedades.

El doctor Blagovo está también en el extranjero.

Dubechnia ha vuelto a ser propiedad de la señora Cheprakov, que la compró al ingeniero con un veinte por ciento sobre el precio a que ella se la había vendido.

Moisey, ya convertido en ingeniero, no viste ahora como un campesino: lleva un costoso sombrero, y sus trajes son de última moda. Llega muchas veces, en un cochecillo elegante, a la ciudad y frecuenta la Banca. Se dice que ya ha comprado una propiedad a plazos y se dispone a comprar también Dubechnia.

El desgraciado Iván Cheprakov está completamente desequilibrado. Durante mucho tiempo no hacía nada y vagaba por la ciudad, casi siempre ebrio. Intenté darle trabajo; durante algún tiempo pintó con nosotros tejados, colocó cristales y parecía un obrero de tantos: robaba los colores, pedía humildemente propinas a los clientes y se emborrachaba. Mas pronto dejó el trabajo y volvió a Dubechnia. Luego me contaron que había organizado una conspiración para matar a Moisey y para robar el dinero y las joyas de Cheprakov, su madre.

Mi padre ha envejecido considerablemente, y pasea durante la tarde, ya encorvado, por delante de su casa. Yo no he vuelto a verle.

Prokofy, el hijo adoptivo de Karpovna cuando el cólera se ensañaba en nuestra ciudad, hacía una propaganda encarnizada contra los doctores, asegurando que ellos provocaban la epidemia para ganar más dinero. Tomó una parte muy activa en los desórdenes y manifestaciones, y por eso fue azotado. Su oficial, Nikolka, murió del cólera. Mi anciana nodriza, Karpovna, vive todavía y continúa amando locamente a su hijo adoptivo. Cada vez que me ve mueve su venerable cabeza y dice suspirando:

—¡Pobre desgraciado! Eres un hombre perdido…

Toda la semana estoy ocupado mañana y tarde. Los días de fiesta, si el tiempo es bueno, tomo en mis brazos a mi sobrinita —mi hermana esperaba un niño, pero fue una niña lo que nació— y me encamino lentamente al cementerio. En él permanezco mucho tiempo contemplando la tumba querida y diciéndole a mi pequeñita que allí yace su madre.

Alguna vez encuentro junto a la tumba a Ana Blagovo. Nos saludamos. Unas veces permanecemos silenciosos, otras hablamos de mi pobre hermana, de la huerfanita, de las tristezas de la vida. Después salimos juntos del cementerio, caminando de nuevo en silencio. Ella marcha despacio para permanecer más tiempo a mi lado. La pequeñita, feliz, alegre, guiñando los ojos bajo los rayos del sol abrasador, ríe, tiende sus diminutas manos a Ana Blagovo; cada dos pasos nos detenemos un instante para acariciar a la pequeña.

Cuando entramos en la ciudad, Ana Blagovo, turbada, llena de emoción, los ojos enrojecidos, me estrecha la mano y se separa de mí. Ella continúa su camino sola, grave, severa, triste. Y ningún transeúnte, viéndola tan severa y reservada, creería que momentos antes marchaba a mi lado y acariciaba conmigo a la gentil niñita.

Historia de un contrabajo

Procedente de la ciudad, el músico Smichkov se dirigía a la casa de campo del príncipe Bibulov, en la que, con motivo de una petición de mano, había de tener lugar una fiesta con música y baile. Sobre su espalda descansaba un enorme contrabajo metido en una funda de cuero. Smichkov caminaba por la orilla del río, que dejaba fluir sus frescas aguas, si no majestuosamente, al menos de un modo suficientemente poético.

«¿Y si me bañara?», pensó.

Sin detenerse a considerarlo mucho, se desnudó y sumergió su cuerpo en la fresca corriente. La tarde era espléndida, y el alma poética de Smichkov comenzó a sentirse en consonancia con la armonía que lo rodeaba. ¡Qué dulce sentimiento no invadiría, por tanto, su alma al descubrir (después de dar unas cuantas brazadas hacia un lado) a una linda muchacha que pescaba sentada en la orilla cortada a pico! El músico se sintió de pronto asaltado por un cúmulo de sentimientos diversos… Recuerdos de la niñez… tristezas del pasado… y amor naciente… ¡Dios mío!… ¡Y pensar que ya no se creía capaz de amar!…

Habiendo perdido la fe en la humanidad (su amada mujer se había fugado con su amigo el fagot Sobakin), en su pecho había quedado un vacío que lo había convertido en un misántropo.

«¿Qué es la vida? —se preguntaba con frecuencia—. ¿Para qué vivimos?… ¡La vida es un mito, un sueño, una prestidigitación…!». Detenido ante la dormida beldad (no era difícil ver que estaba dormida), de pronto e involuntariamente sintió en su pecho algo semejante al amor. Largo rato permaneció ante ella devorándola con los ojos.

«¡Basta! —pensó exhalando un profundo suspiro—. ¡Adiós, maravillosa aparición! ¡Llegó la hora de partir para el baile de su excelencia!». Después de contemplarla una vez más, y cuando se disponía a volver nadando, por su cabeza pasó rauda una idea: «He de dejarle algo en recuerdo mío —pensó—. Dejaré algo prendido en su caña de pescar. ¡Será una sorpresa que le envía un desconocido!». Smichkov nadó suavemente hacia la orilla, cortó un gran ramo de flores silvestres y acuáticas y, después de atarlo con un junco, lo enganchó a la caña. El ramo se hundió hasta el fondo, pero arrastró consigo el lindo flotador.

El buen sentido, las leyes de la naturaleza y la posición social de mi héroe exigirían que este cuento acabara en este preciso punto; pero ¡ay…! El designio del autor es irreductible… Por causas que no dependen de él, el cuento no terminó con la ofrenda del ramo de flores. Pese a la sensatez de su juicio y a la naturaleza de las cosas, el humilde contrabajo estaba llamado a representar un papel importante en la vida de la noble y rica beldad.

Al acercarse nadando a la orilla, Smichkov quedó asombrado de no ver sus prendas de vestir. Se las habían robado. Unos malhechores desconocidos lo habían despojado de todo mientras él contemplaba a la beldad, dejándole sólo el contrabajo y la chistera.

—¡Maldición! —exclamó Smichkov—. ¡Oh, gentes engendradas por la malicia! ¡No me indigna tanto la pérdida de mi vestimenta, ya que la vestimenta es vanidad, como el verme obligado a ir desnudo, atacando con ello la decencia pública!

Y sentándose sobre el estuche del contrabajo se puso a buscar una solución a su terrible situación.

«No puedo presentarme desnudo en casa del príncipe Bibulov —pensaba—. ¡Habrá damas! ¡Y, además, los ladrones, al robarme los pantalones, se llevaron al mismo tiempo las partituras que tenía en el bolsillo!». Meditó tan largo rato que llegó a sentir dolor en las sienes.

«¡Ah…! —se acordó de pronto—. No lejos de la orilla, entre los arbustos, hay un puentecillo… Puedo meterme debajo de él hasta que anochezca, y cuando sea de noche, en la oscuridad, me deslizaré hasta la primera casa».

Con este pensamiento, Smichkov se caló la chistera, cargó el contrabajo sobre su espalda y se dirigió con paso vacilante hacia los arbustos. Desnudo y con aquel instrumento musical sobre la espalda, recordaba a cierto antiguo y mitológico semidiós.

Y ahora, lector mío, mientras mi héroe está sentado bajo el puente lleno de tristeza, volvamos a la joven pescadora. ¿Qué había sido de ésta?

Al despertarse la beldad y no ver en el agua su flotador, se apresuró a tirar del sedal. Este se hizo tirante, pero ni el anzuelo ni el flotador salieron a la superficie. Sin duda, el ramo de Smichkov, al llenarse de agua, se había hecho pesado.

«O bien he pescado un pez muy grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo», pensó la joven.

Tiró unas cuantas veces más de la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente, enganchado en algo.

«¡Qué lástima! —pensó—. ¡Se pesca tan bien al anochecer…! ¿Qué haré?». La extravagante joven, sin pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el maravilloso cuerpo en el agua hasta la altura de los marmóreos hombros. No era tarea fácil desprender el anzuelo del ramo enredado en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su fruto. Poco más o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.

Un destino funesto la acechaba, sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los gusanos.

«¿Qué hacer? —lloró la joven—. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?… ¡No! ¡Nunca! ¡Antes la muerte! Esperaré a que oscurezca, y en la sombra me iré a la casa de la tía Agafia, desde donde mandaré a la mía por un vestido… Mientras tanto, me esconderé debajo del puentecillo…».

Y mi heroína, escogiendo aquellos sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un hombre desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó un grito y perdió el sentido.

Smichkov también se asustó. Primeramente tomó a la joven por una ondina.

«¿Es tal vez una sirena venida para seducirme? —pensó, suposición que lo halagó, pues siempre había tenido una alta opinión de su exterior—. Mas si no es una sirena, sino un ser humano, ¿cómo explicarse esta extraña metamorfosis?»

—¿Por qué está aquí, debajo de este puente? ¿Qué le sucede? —preguntó a la joven.

Mientras buscaba una respuesta a estas preguntas, la beldad recobró el sentido.

—¡No me mate! —dijo en voz baja—. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con largueza. Estuve dentro del agua desenganchando mi anzuelo y unos ladrones me robaron el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.

—Señorita… —dijo Smichkov, con voz suplicante—. A mí también me han robado la ropa, y no sólo eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron las partituras que estaban en el bolsillo.

Los contrabajos y los trombones son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una agradable excepción.

—Señorita —dijo, pasados unos instantes—. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de acuerdo conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible salir de aquí. Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted meterse en la caja de mi contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la escondería a mi vista…

Diciendo esto, Smichkov sacó el contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo profanaba el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo. La beldad se metió, encogiéndose, en el estuche y el músico anudó las correas, celebrando mucho que la naturaleza lo hubiera obsequiado con tanta inteligencia.

—Ahora, señorita, no me ve usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la llevaré a casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más tarde.

Una vez anochecido, Smichkov se echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el siguiente: pasaría primero por la casa más próxima para procurarse ropa y proseguiría después su camino…

«No hay mal que por bien no venga —pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y se doblaba bajo su carga—. Seguramente, por haber intervenido con tanta eficacia en el destino de la princesa Bibulov, seré generosamente recompensado».

—¿Está usted cómoda, señorita? —preguntaba con el tono de un galante caballero que invita a bailar un
quadrillé
—. No se preocupe, tenga la bondad, acomódese en mi estuche como si estuviera en su casa.

De repente, se le antojó al galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos figuras humanas. Mirando con más detenimiento, se convenció de que no se trataba de una ilusión óptica. Dos figuras caminaban, en efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.

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