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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (96 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—¡Aquí me tiene! —exclama al entrar en casa del médico—. Buenas tardes, mi querido amigo. ¿Le molesto, eh?

—Al contrario, encantado —responde el doctor—. Siempre me alegro de verle.

Los dos amigos se sientan en el diván del gabinete y pasan un momento fumando en silencio.

—Dariushka: no estaría mal un poco de cerveza —dice Andrei Efímich.

Mientras se toman la primera botella, callan también: el médico pensativo; y Mijaíl Averiánich con cara de alegre animación, como quien tiene algo muy interesante que referir. El doctor es siempre quien inicia la conversación.

—¡Qué lástima! —pronuncia, lenta y quedamente, moviendo la cabeza y sin mirar a los ojos de su interlocutor, cosa que nunca hace—. ¡Qué lástima estimado Mijaíl Averiánich, que no haya en toda la ciudad personas capaces y amantes de sostener una plática interesante e inteligente! Es una gran privación para nosotros. Ni siquiera los intelectuales están por encima de lo vulgar. Le aseguro que su nivel de desarrollo no va más allá del de la clase baja.

—Tiene usted plena razón. Completamente cierto.

—Bien sabe usted —prosigue Andrei Efímich, reposadamente—, que en este mundo todo es minúsculo e intrascendente, salvo las supremas manifestaciones espirituales del entendimiento humano. La razón establece un límite acusadísimo entre el animal y el hombre; sugiere el origen divino de este último; y, en cierto modo, hasta le concede una inmortalidad de que carece. De ahí que la razón sea la única fuente posible de placer. No vemos ni oímos junto a nosotros la razón; quiere decirse que estamos privados de placeres. Cierto que disponemos de libros, pero éstos son muy distintos que la conversación y el trato. Si me permite usted una comparación no del todo feliz, yo diría que los libros son la partitura, y la conversación el canto.

—Completamente cierto.

Se produce una pausa. De la cocina sale Dariushka; y con cara de bobo embelesamiento, la barbilla apoyada en el puño, se detiene a la puerta para escuchar.

—¡Ay! —suspira Mijaíl Averiánich—. ¡Vaya usted a pedirle razón a la gente de hoy en día!

Y refiere cuan interesante, sana y alegre era anteriormente la vida en Rusia; que intelectualidad tan capaz había, y a que altura colocaba las nociones de honor y amistad. Se prestaba dinero sin pagarés y se consideraba oprobioso no tender una mano a un compañero necesitado. ¡Y que campañas militares las de entonces, que aventuras, que escaramuzas, que camaradas, que mujeres! ¡Y que paraje tan maravilloso el Cáucaso! La mujer del comandante de un batallón, una señora la mar de extraña, se vestía de oficial y se iba por la noche a las montañas, sin acompañante alguno. Aseguraban por allí que tenía amores con un reyezuelo montañés.

—¡Reina de los cielos! —suspiraba Dariushka.

—¡Como comíamos! ¡Como bebíamos! ¡Y que liberales éramos!

Andrei Efímich le oye sin enterarse de lo que dice:

—¡Reina de los cielos! —suspiraba Dariushka.

—A menudo, sueño que estoy charlando con personas inteligentes —interrumpe a Mijaíl Averiánich—. Mi padre me dio una educación esmerada; pero, bajo el influjo de las ideas de los años del sesenta, me obligo a hacerme médico. Creo que si entonces no le hubiera obedecido, me encontraría ahora en el mismo centro del movimiento intelectual. De fijo que sería miembro de alguna facultad. Por supuesto, la inteligencia no es perpetua; por el contrario, es cosa pasajera; pero usted sabe por que le tengo afición. La vida es una trampa fastidiosa. Cuando un hombre pensante adquiere edad y conciencia, parece sentirse dentro de una trampa sin salida. Al margen de su voluntad y en virtud de una serie de casualidades, se le ha sacado de la nada a la vida… ¿Para que? Si pretende conocer el sentido y el fin de su existencia, no se lo dicen o le sueltan cuatro absurdos; llama a su puerta, y no le abren; la muerte le llega también contra su voluntad; y así como en la cárcel los hombres ligados por el infortunio común experimentan un alivio cuando se juntan, así también en la vida no se advierte la trampa cuando las personas inclinadas al análisis y a las sintetizaciones se reúnen y pasan el tiempo intercambiando ideas libres. En este sentido, la razón es un placer insustituible.

—Completamente cierto.

Sin mirar a los ojos de su interlocutor, pausada y serenamente, Andrei Efímich sigue hablando de hombres inteligentes, y de las conversaciones con ellos, mientras Mijaíl Averiánich le escucha atentamente muestra su conformidad: «Completamente cierto».

—¿Y usted no cree en la inmortalidad del alma? —pregunta, de pronto, el jefe de correos.

—No, estimado Mijaíl Averiánich. No creo ni tengo motivos para creer.

—A decir verdad, yo también tengo mis dudas. Y eso que, por otra parte, se me antoja que no he de morirme nunca. A veces pienso: «¡Eh, viejo zorro; ya es hora de ir al hoyo!» pero una vocecita me dice desde las profundidades del alma: «No lo creas, no te morirás».

Poco después de las nueve, se marcha Mijaíl Averiánich. Mientras se pone el abrigo en el recibidor, se lamenta, con un suspiro:

—¡A que parajes tan remotos nos ha empujado el destino! Y lo que más rabia da es que tendremos que morirnos aquí ¡Oh!

VII

Una vez que ha despedido al amigo, Andrei Efímich se sienta a la mesa y reanuda su lectura. Ningún sonido altera el silencio de la noche. El tiempo parece detenerse e inmovilizarse, como el doctor, sobre el libro; y dijérase que nada existe fuera del libro y de la lámpara con su pantalla verde. El rostro del doctor, tosco y digno de un
mujik
, resplandece, poco a poco, en una sonrisa de enternecimiento y de júbilo ante las realizaciones del cerebro humano. ¡Oh!, ¿por qué no será inmortal el hombre? —piensa—. ¿Para qué existen los centros y las circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, la palabra, el sentimiento y el genio, si todo ello está condenado a convertirse en polvo y, en fin de cuentas, a enfriarse con la corteza terrestre y a volar millones de años, sin sentido ni objeto, junto con la tierra, alrededor del sol? Para que se enfríe y luego gire, no hacía falta sacar de la nada al hombre con su razón excelsa, casi divina, y luego, como por burla, convertirlo en barro.

¡La transformación de la materia! ¡Qué cobardía consolarse con este sucedáneo de la inmortalidad! Los procesos inconscientes que se verifican en la naturaleza están, incluso, por debajo de la estulticia humana, ya que en la estulticia se encierra un algo de conciencia y de voluntad; mientras que en tales procesos no hay absolutamente nada. Sólo un pusilánime, con más miedo a la muerte que dignidad humana, puede consolarse pensando que su cuerpo vivirá algún día en una hierba, en una piedra o en un sapo… Ver la inmortalidad en la transformación de las substancias es tan paradójico como augurar un porvenir magnífico a la funda después que el rico violín se ha roto y ha quedado inútil.

Cuando el reloj da las horas, Andrei Efímich se recuesta en el respaldo del sillón y cierra los ojos para meditar un instante. Y, como por casualidad, incitado por los buenos pensamientos que acaba de leer en el libro, lanza una ojeada a su pasado y a su presente. El pasado es repelente; vale más no pensar en él. Y el presente, lo mismo. Andrei Efímich sabe que mientras sus pensamientos giran en torno al sol en compañía de la Tierra enfriada, a poca distancia de su casa, en el pabellón principal, muchas personas sufren enfermedades y suciedad física. Acaso haya algún enfermo desvelado, luchando contra los parásitos, contagiándose de erisipela o quejándose por tener la venda demasiado apretada; acaso otros estén jugando a las cartas con las enfermeras y bebiendo vodka. Durante el último año fueron engañadas doce mil personas. Igual que hace veinte años, en los servicios sanitarios imperan el robo, el chismorreo, la murmuración, el compadrazgo, la charlatanería más grosera; y el hospital sigue constituyendo un establecimiento inmoral y nocivo, en grado sumo, para la salud pública. Andrei Efímich sabe que en el pabellón número seis, Nikita vapulea a los enfermos; y que Moiseika recorre diariamente la ciudad pidiendo limosna.

De otro lado, el doctor sabe perfectamente que durante los últimos veinticinco años se han producido cambios fabulosos en la medicina. Cuando él estudiaba en la universidad, creía que la medicina iba a correr pronto la suerte de la alquimia y de la metafísica. Ahora, cuando lee de noche, la medicina le tienta, suscitando en él sorpresa y entusiasmo. ¡Qué florecimiento tan inesperado, que revolución! Gracias a los antisépticos se realizan operaciones que el gran Pigorov consideraba imposibles incluso
in spe
. Simples médicos provincianos se atreven a efectuar resecciones de la articulación de la rodilla; por cada cien operaciones de vientre sólo hay un desenlace mortal; y el mal de piedra se considera tal insignificancia, que ni siquiera se escribe acerca de él. Se cura radicalmente la sífilis. ¿Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, la estadística de la higiene y la medicina rural rusa? La psiquiatría, con su actual clasificación de las enfermedades, los métodos de diagnóstico y tratamiento, todo ello, en comparación con lo anterior, es un mundo nuevo. A los alienados no se les echa ahora agua en la cabeza ni se les ponen camisas de fuerza; se les da un trato humano, y según escriben los periódicos, hasta se organizan para ellos espectáculos y bailes. Andrei Efímich no ignora que, con el criterio y la moral actuales, una infamia como la del pabellón número seis sólo es posible a 200 kilómetros largos del ferrocarril, en un villorrio donde el alcalde y todos los concejales son pequeños burgueses semianalfabetos, que tienen al médico por un sacerdote en el que hay que confiar a pie juntillas, aunque ordene echarle a uno estaño ardiente en la boca; en cualquier otro lugar, el público y los periódicos hubieran derruido y deshecho esta pequeña Bastilla.

«Bueno, ¿y qué? —se pregunta Andrei Efímich abriendo los ojos—. ¿Qué se gana con todo eso? Antisépticos, Koch, Pasteur; pero la realidad de las cosas ha cambiado bien poco. Las enfermedades y la mortalidad siguen siendo las mismas. Se organizan bailes y espectáculos para los locos; pero, a pesar de todo, no los sueltan. Quiere decirse que todo es tontería y vanidad, y que la diferencia entre la mejor clínica de Viena y mi hospital es nula, en esencia».

Pero la amargura y un sentimiento parecido a la envidia le impiden permanecer indiferente. Quizá todo ello sea producto de la fatiga. La cabeza, pesada, se le cae sobre el libro. El médico se pone las manos bajo la cara y piensa:

«Estoy dedicado a una labor perjudicial y me dan mi sueldo personas a quienes engaño. No soy honrado. Pero, por mí mismo, no represento nada: soy únicamente una partícula de un mal social inevitable: todos los funcionarios comarcales son dañinos y cobran sin hacer nada… de donde se deduce que no soy yo sino el tiempo, el culpable de mi deshonestidad… si hubiera nacido doscientos años después sería otra cosa distinta…».

Al sonar las tres de la madrugada, apaga la lámpara y se dirige al dormitorio. Va sin ganas de dormir.

VIII

Hará cosa de dos años, la Diputación tuvo un rasgo de generosidad y acordó asignar 300 rublos mensuales como subsidio para reforzar el personal sanitario del hospital de la ciudad, hasta el momento en que se inaugurase el hospital comarcal; y para ayudar a Andrei Efímich requirió los servicios del médico Evgueni Fiodorich Jobotov. Se trata de un joven que aún no ha cumplido los treinta, moreno, alto, de anchos pómulos y pequeños ojillos. Sus padres, con toda seguridad, no eran rusos. Llegó a la ciudad sin un ochavo, con un maletín y con una mujer joven y fea, a la que da el nombre de cocinera y que tiene un niño de pecho. Evgueni Fiodorich usa gorra de visera y botas altas; y en invierno lleva pelliza. Se ha hecho íntimo del practicante Serguei Sergueich y del cajero. Sin que se conozca la razón, tilda de aristócratas a los demás funcionarios, cuya compañía rehúye. Tiene en su domicilio un solo libro:
Novísimas recetas de la clínica de Viena para 1881
, libro que lleva consigo siempre que va a visitar a un enfermo. Por las noches juega al billar en el club. No le gustan las cartas. Y es gran amigo de emplear en la conversación palabras y giros como
galimatías, átame esa mosca por el rabo, no oscurezcas las cosas
y otras por el estilo.

Va al hospital dos veces por semana, recorre los pabellones y recibe a los enfermos. La falta absoluta de antisépticos y la aplicación de ventosas le indignan; pero no se atreve a introducir nuevos procedimientos, para no ofender a Andrei Efímich. Considera a éste un viejo farsante, le cree poseedor de una gran riqueza y le envidia en secreto. De buena gana ocuparía su puesto.

IX

Una noche de fines de marzo, cuando ya no había nieve en el suelo y cantaban los estorninos en el jardín del hospital, el doctor salió a la puerta a despedir a su amigo, el jefe de correos. Precisamente en aquel momento entró en el patio el judío Moiseika, que regresaba con su botín. Destocado y con los pies desnudos metidos en unos chanclos, llevaba una alforja con las limosnas recogidas.

—Dame un kopec —se dirigió al doctor, tiritando de frío y sonriendo.

Andrei Efímich, incapaz de negar nada, le dio un
grivennik
.

«¡Qué horror! —pensó mirando aquellos pies desnudos y aquellos tobillos escuálidos y rojos—. ¡Con tanto barro!»

Y llevado de un sentimiento mezcla de compasión y de repugnancia, le siguió hasta el pabellón, mirando tan pronto los tobillos como la calva de Moiseika. Al entrar el doctor, Nikita saltó del montón de cachivaches y se colocó en posición de firmes.

—Hola, Nikita —le dijo el médico en tono dulce— no estaría mal darle a este judío unas botas, porque si no, puede resfriarse.

—A sus órdenes, señor. Se lo comunicaré al inspector.

—Sí, haz el favor. Pídeselo de mi parte. Dile que yo se lo pido.

La puerta del zaguán al pabellón estaba abierta. Iván Dimítrich, acostado en su cama, se incorporó sobre un codo, puso oído a aquella voz extraña y de pronto notó que era la del doctor. Temblando de cólera, saltó de la cama y, con el rostro encendido, desorbitados los ojos, corrió al centro del pabellón.

—¡Ha venido el doctor! —gritó; y se echó a reír inesperadamente—. ¡Por fin! ¡Les felicito, señores! ¡El médico nos honra con su visita! ¡Maldito bicho! —rugió, y con frenesí nunca visto en el pabellón, se puso a patear el piso—. ¡Hay que matar a esa culebra! ¡No; matarlo sería poco! ¡Habría que ahogarlo en el retrete!

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