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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (92 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—No, no es nada. Estoy algo enfermo, pero poca cosa…

—¡Oh, Dios mío! —se agitó Nadia—. ¿Por qué no trata de curarse, por qué no cuida usted su salud? Mi querido Sasha —prosiguió y las lágrimas brotaron de sus ojos; en su imaginación surgieron, de repente, Andrey Andreich, la desnuda dama con el jarrón y todo su pasado, que le parecía ahora tan lejano como su infancia; y lloraba porque Sasha ya no le parecía tan original, inteligente, interesante como lo era el año pasado—. Querido Sasha, usted está muy enfermo. No sé qué haría yo para que usted no estuviera tan pálido y delgado. ¡Le debo tanto! ¡Usted ni puede imaginarse cuánto ha hecho por mí, mi buen Sasha! En realidad, es usted ahora para mí la persona más íntima, la más familiar.

Se quedaron sentados durante un rato, conversando; y ahora, después de haber pasado el invierno en Petersburgo, Nadia percibió en las palabras de Sasha, en su sonrisa y en toda su figura el soplo de algo terminado, anticuado, pasado de moda y quizá ya sepultado.

—Pasado mañana pienso marcharme hacia el Volga —dijo Sasha— y luego haré un tratamiento de
kumis
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. Quiero probarlo. Iré en compañía de un matrimonio amigo. La esposa es una persona sorprendente; trato de inculcarle deseos de estudiar. Quiero que cambie su vida.

Después de conversar, partieron a la estación. Sasha la invitó con té y manzanas; y cuando el tren se puso en marcha y él, sonriendo, agitaba el pañuelo, hasta por sus piernas se notaba que estaba muy enfermo y que probablemente no viviría mucho tiempo.

Nadia llegó a su ciudad a mediodía. En el trayecto desde la estación hasta la casa las calles le parecían muy anchas y las casas muy pequeñas, aplastadas; no había gente en las calles y sólo se encontró con el alemán, afinador de pianos, que llevaba puesto un sobretodo rojizo. Todas las casas parecía que estaban cubiertas de polvo. La abuela, aun más vieja, igual que antes gruesa y fea, abrazó a Nadia y lloró largamente ocultando la cara en su hombro y sin poder apartarse de ella. También Nina Ivanovna parecía mucho más vieja, fea y demacrada, pero, igual que antes, mantenía ceñida su silueta y los brillantes relucían en sus dedos.

—¡Querida mía! —decía, temblando con todo el cuerpo—. ¡Querida mía!

Luego permanecieron sentadas, llorando en silencio. Era evidente que tanto la abuela como la madre se percataban de que el pasado estaba perdido para siempre y de manera irrecuperable; no existían ya ni la posición social, ni el honor de antaño, ni el derecho de invitar a la gente; así sucede cuando en medio de una vida fácil y despreocupada, de golpe llega por la noche la policía, realiza un allanamiento y descubre que el dueño de la casa ha cometido un desfalco o una falsificación; ¡adiós, entonces, para siempre, vida fácil y despreocupada!

Nadia fue arriba y vio la cama, la misma de siempre, las mismas ventanas con las blancas e ingenuas cortinas, y, a través de las ventanas, el mismo jardín, inundado de sol, alegre, ruidoso. Tocó su mesa, se sentó y se quedó pensando un rato. Durante el almuerzo comió bien y luego tomó té con sabrosa crema, pero algo le faltaba ya, sentía un vacío en las habitaciones y los techos le parecían bajos. Por la noche se acostó y se cubrió y le causaba gracia estar tendida en esta cama, caliente y muy blanda.

Nina Ivanovna entró un minuto y se sentó como lo hacen los culpables: con timidez y mirando de reojo.

—Y bien, Nadia —preguntó después de un corto silencio—, ¿estás contenta? ¿Muy contenta?

—Sí, mamá, estoy contenta.

Nina Ivanovna se levantó y persiguió a Nadia y a las ventanas.

—Como ves, me volví religiosa —dijo—. Ahora estudio filosofía, ¿sabes? y siempre pienso y pienso… Y muchas cosas se tornaron ahora para mí claras como el día. Antes que nada es necesario, según me parece, que toda la vida pase a través de un prisma.

—Dime, mamá, ¿cómo está la salud de la abuela?

—Por ahora parece que está bastante bien. Cuando te fuiste entonces con Sasha y llegó tu telegrama, la abuela, apenas lo hubo leído, se cayó desmayada; tres días permaneció sin moverse. Luego siempre rezaba y lloraba. Pero ahora está bien.

Ella dio algunos pasos por la habitación.

«Tic-toc… —sacudía su matraca el sereno—. Tic-toc, tic-toc…».

—Antes que nada, es necesario que toda la vida pase por un prisma —dijo Nina Ivanovna—, es decir que es preciso que la vida, en nuestra conciencia, se divida en elementos simples, a modo de los siete colores principales, y cada elemento hay que estudiarlo por separado.

Nadia no oyó lo que había dicho luego su madre ni cuándo se había retirado, ya que pronto se quedó dormida.

Pasó mayo, llegó junio. Nadia se había acostumbrado ya a la casa. La abuela se afanaba con el
samovar
y suspiraba profundamente; por las noches, Nina Ivanovna hablaba de su filosofía; igual que antes, ella vivía en la casa como la pariente pobre y por cada moneda de veinte kopecks debía dirigirse a la abuela. Había muchas moscas en la casa y los cielos rasos en las habitaciones parecían tornarse cada vez más bajos. La abuelita y Nina Ivanovna no salían a la calle por temor a encontrarse con el padre de Andrey o con Andrey Andreich. Nadia paseaba por el jardín, por la calle; miraba las oscuras cercas y pensaba que en la ciudad hacía tiempo ya que todo estaba envejecido, pasado de moda y que todo no hacía más que esperar su fin o el principio de algo joven, fresco. ¡Oh, si llegara pronto esta nueva y luminosa vida, en la cual uno podría enfrentar con coraje a su destino, tener conciencia de sus derechos, ser alegre y libre! ¡Tarde o temprano, esta vida ha de llegar! Llegará el tiempo en que de la casa de la abuela, donde cuatro criadas deben vivir en un sucio cuarto del sótano, no quedará ni rastro y nadie se va a acordar de ella. Tan sólo los chicos vecinos divertían a Nadia; cuando paseaban por el jardín, aquéllos golpeaban en la cerca y se mofaban de ella, riendo:

—¡La novia! ¡La novia!

Desde Saratov llegó una carta de Sasha. Con su alegre y danzante letra le escribía que el viaje por el Volga fue un éxito completo, pero que en Saratov se sintió algo enfermo, perdió la voz y desde hacía dos semanas se hallaba en el hospital. Nadia comprendió lo que ello significaba y la invadió un presentimiento cercano a la certeza. Le desagradaba que ese presentimiento y el pensar en Sasha no le causaran tanta emoción como antes. Tenía un apasionado deseo de vivir, de volver a Petersburgo, y su amistad con Sasha se le aparecía como un simpático pero lejano pasado. Durante la noche no durmió y por la mañana se sentó cerca de la ventana, aguzando el oído. En efecto, se oyeron voces abajo; la abuela, alarmada, preguntaba algo, deprisa. Luego alguien prorrumpió en llanto… Cuando Nadia descendió, la abuela se encontraba en un rincón, rezando, y tenía la cara llorosa. Sobre la mesa había un telegrama.

Durante un buen rato Nadia estuvo caminando por la habitación, oyendo llorar a su abuela, luego tomó el telegrama y lo leyó. Se comunicaba que ayer por la mañana, en Saratov, había fallecido, por causa de la tisis, Alejandro Timofeich o simplemente Sasha.

La abuela y Nina Ivanovna fueron a la iglesia para encargar un funeral, mientras que Nadia anduvo durante un tiempo por las habitaciones, pensando. Tenía clara conciencia de que su vida estaba alterada, como lo quería Sasha; que ella se sentía allí extraña, sola e inútil, que también a ella todo allí le resultaba inútil; el pasado había sido arrancado de ella y desapareció como si se hubiese incendiado y el viento desparramara las cenizas. Entró en la habitación de Sasha y se detuvo.

«¡Adiós, querido Sasha!» —pensó, y en su imaginación surgió una nueva vida, ancha y luminosa; esta vida, de contornos no muy nítidos aún y llena de misterios, la atraía y la fascinaba.

Subió a su cuarto para preparar las maletas y a la mañana siguiente se despidió de los suyos y, animada y alegre, abandonó la ciudad para siempre.

La obra de arte

Sacha Smirnov, hijo único, entró con mustio semblante en la consulta del doctor Kochelkov. Debajo del brazo llevaba un paquete envuelto en el número 223 de Las noticias de la Bolsa.

—¡Hola, jovencito! ¿Qué tal nos encontramos? ¿Qué se cuenta de bueno? —le preguntó, afectuosamente, el médico.

Sacha empezó a parpadear y, llevándose la mano al corazón, dijo con voz temblorosa y agitada:

—Mi madre, Iván Nikolaevich, me rogó que lo saludara en su nombre y le diera las gracias… Yo soy su único hijo, y usted me salvó la vida…, me curó de una enfermedad peligrosa…, y ninguno de los dos sabemos cómo agradecérselo.

—Está bien, está bien, joven —lo interrumpió el médico, derritiéndose de satisfacción—. Sólo hice lo que cualquiera hubiese hecho en mi lugar.

—Soy el único hijo de mi madre… Somos gente pobre y, naturalmente, no podemos pagarle el trabajo que se ha tomado, pero… por eso mismo estamos muy avergonzados… y le rogamos encarecidamente se digne aceptar, en señal de nuestro agradecimiento, esto que… Es un objeto muy valioso, de bronce antiguo…, una verdadera obra de arte, muy rara…

—¡Para qué se ha molestado! No hacía falta —dijo el médico frunciendo el ceño.

—No, por favor, no lo rechace —prosiguió murmurando Sacha, mientras desenvolvía el paquete—. Si lo hace, nos ofenderá a mi madre y a mí. Es un objeto muy hermoso…, de bronce antiguo… Pertenecía a mi difunto padre y lo guardábamos como un recuerdo, casi como una reliquia… Mi padre se dedicaba a comprar objetos de bronce antiguos para venderlos a los aficionados. Ahora mi madre y yo seguiremos ocupándonos en lo mismo.

Sacha acabó de desenvolver el paquete y colocó triunfalmente sobre la mesa el objeto en cuestión. Era un candelabro, no muy grande, pero efectivamente de bronce antiguo y de admirable labor artística. Un pedestal sostenía un grupo de figuras femeninas ataviadas como Eva, y en tales posturas que me encuentro incapaz de describirlas, tanto por falta de valor como del necesario temperamento. Las figuritas sonreían con coquetería, y todo en ellas atestiguaba claramente que, a no ser por la obligación que tenían de sostener una palmatoria, de buena gana habrían saltado del pedestal y organizado una juerga de tal categoría que sólo pensar en ella avergonzaría al lector.

El médico contemplaba el regalo con aire preocupado, rascándose la oreja, y por fin emitió un sonido inarticulado, sonándose con gesto inseguro.

—Sí; es un objeto realmente hermoso —consiguió murmurar—, pero verá usted, no es del todo correcto… Eso no es precisamente un escote… Bueno, Dios sabe lo que es.

—Pero ¿por qué lo considera usted de ese modo?

—Porque ni el mismo diablo podía haber inventado nada peor… Colocar encima de mi mesa este objeto sería echar a perder la respetabilidad de la casa.

—Qué manera tan rara tiene usted de considerar el arte, doctor —exclamó Sacha, ofendido—. Pero mírelo usted bien. Se trata de una verdadera obra de arte. Hay en ella tal belleza y gracia que eleva nuestra alma y hace acudir lágrimas a nuestros ojos. ¡Fíjese qué movimiento, qué ligereza, cuánta expresión!

—Lo comprendo muy bien, querido —lo interrumpió el médico—. Pero debe darse cuenta de que yo soy padre de familia, mis hijitos andan de un lado para otro y vienen señoras a verme.

—Claro, mirándolo desde el punto de vista del vulgo —dijo Sacha—, este objeto de tanto valor artístico resulta completamente distinto… Pero usted, doctor, se halla tan por encima de la masa. Además, si lo rehúsa, nos apenará profundamente. Usted me salvó la vida…, y lo único que siento es no tener la pareja de este candelabro.

—Gracias, buen muchacho; le estoy muy agradecido. Salude a su madre, pero hágase cargo, palabra de honor, que por aquí andan mis niños y vienen señoras… ¡Bueno, qué se le va a hacer! ¡Déjelo! De todos modos no lograré hacerle comprender mi situación.

—No hay más que hablar —dijo Sacha muy alegre—: el candelabro se pondrá aquí, al lado de este jarrón. ¡La lástima es que no tenga la pareja! ¡Sí, es una verdadera pena! Bueno… ¡Adiós, doctor!

Cuando se fue Sacha, el médico permaneció un buen rato rascándose la nuca con aire pensativo.

«Es indiscutible que se trata de un objeto de arte —decía para sí—, y sería una pena tirarlo. Sin embargo, es imposible tenerlo en casa… ¡Vaya problema! ¿A quién podría regalarlo o qué favor podría pagar con él?»

Después de muchas cavilaciones recordó a su buen amigo el abogado Ujov, con quien se sentía en deuda por un asunto que le arregló.

«Perfectamente —decidió el médico—; como es un gran amigo no me aceptará dinero y será necesario hacerle un regalo. Voy a llevarle este condenado candelabro. Precisamente es soltero y algo calavera».

Y, sin esperar más, se vistió rápidamente, cogió el candelabro y se fue a ver a Ujov, a quien encontró casualmente en casa.

—¡Hola, amigo! —exclamó al entrar—. Vine para darte las gracias por las molestias que te tomaste conmigo, y como no quieres aceptar mi dinero, al menos acepta este objeto. Sí, querido amigo, se trata de un objeto valiosísimo…

Al ver el candelabro, el abogado prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo.

—¡Vaya un objeto! —exclamó el abogado, echándose a reír—. ¡Ni el mismo demonio sería capaz de inventar algo mejor! ¡Es estupendo! ¡Magnífico! ¿Dónde encontraste esta preciosidad?

Después de exteriorizar así su entusiasmo, echó una mirada temerosa a la puerta, y dijo:

—Sólo que, hermano, por favor guarda tu regalo. No lo quiero.

—¿Por qué? —inquirió el médico, asustado.

—Pues porque… a mi casa suele venir mi madre y también los clientes… Incluso delante de la criada resultará algo molesto…

—¡Ni hablar! ¡No te atreverás a hacerme este desaire! —exclamó, gesticulando, el galeno—. Esto sería un feo por tu parte. Además, tratándose de una obra de arte…, y fíjate qué movimiento…, cuánta expresión. ¡No digas nada más o me enfado!

—Si al menos llevasen unas hojitas…

Pero el médico no lo dejó continuar y empezó a hablar con gran vehemencia, gesticulando. Finalmente pudo irse contento a su casa por haberse deshecho del regalo.

En cuanto se marchó el doctor, el abogado se quedó contemplando el candelabro, le dio vueltas y más vueltas, palpándolo por todos lados, e, igual que su anterior dueño, estuvo cavilando sobre la misma cuestión. ¿Qué iba a hacer con aquel regalo?

«Es una obra magnífica —pensaba—. Sería una lástima tirarla, pero tampoco es posible guardarla. Lo mejor será regalarlo a alguien… ¿Y si lo llevara esta noche al cómico Schaschkin? A este sinvergüenza le gustan objetos de esta clase y, además, hoy tiene un festival benéfico…».

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