Réquiem por Brown (32 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
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Se veía que los tres Kupferman pertenecían a la misma familia.

—Vamos a dar una vuelta, señor Kupferman —dije—. Tenemos que estar a solas.

Él se limitó a asentir con gravedad y me dejó pasar delante. Nos encaminamos en dirección a un sendero que subía hacia las colinas de Griffith Park. Kupferman estaba muy elegante con su traje de un suave verde oliva, una camisa de lino y una corbata ancha. Era el vivo retrato de la dignidad estoica. Ni siquiera sus elegantes zapatos de piel de caimán bastaban para deshacer esa imagen. Su rostro semítico, moreno de solárium, reflejaba toda una historia de paciencia frente a la adversidad y sus brillantes ojos azules, una inteligencia refinada. Sabía que me iba a gustar. Caminamos colina arriba por el sendero. Kupferman estaba algo cansado, así que reduje el paso. Al llegar a una explanada a unos noventa metros del aparcamiento, me detuve. A modo de introducción dije:

—Usted y yo nos hemos visto antes, señor Kupferman. En el club Utopía, unas dos semanas antes del incendio. Usted estaba sentado en la barra y me tiró una bebida encima sin querer. Tengo muy buena memoria. Si no fuera por ese recuerdo, no me habría metido en este asunto hasta el punto en que lo he hecho.

Kupferman asintió con la cabeza. No parecía impresionado por mi referencia al Utopía.

—Ya veo —dijo—. Es realmente increíble. Yo, desde luego no lo recuerdo. ¿Exactamente, qué sabe usted sobre este «asunto», como usted dice, señor Brown?

—Llámeme Fritz —dije—. Lo sé todo menos unas cuantas lagunas que usted puede ayudarme a cubrir. Lo sé todo sobre el incendio del Utopía, el escándalo de las pensiones, Haywood, Ralston y que Freddy y Jane son en realidad sus hijos.

Sol Kupferman se puso pálido y por un momento comenzó a tambalearse. Le puse una mano sobre el hombro. Lentamente fue recobrándose y su rostro recuperó el moreno de solárium.

—¿Qué piensa usted hacer con esa información? —preguntó.

—Nada —contesté—. La información muere conmigo. Jane no lo sabrá nunca. De Freddy no tiene usted por qué preocuparse: ha muerto.

—Ya lo sé. Me lo contó Jane.

—Cathcart mandó que lo mataran.

—Me lo imaginaba.

—¿Qué siente usted?

—Alivio. Freddy era mi hijo, pero se convirtió en un animal por mi culpa. Yo lo abandoné de pequeño. La culpa es mía. Freddy se limitó a seguir sus instintos enfermos.

—Hábleme de eso, señor Kupferman. Tengo una laguna en mi investigación; dice usted que abandonó a Freddy de pequeño. Pero, ¿por qué? Hay un intervalo de casi nueve años entre el nacimiento de sus dos hijos. ¿Qué ocurrió durante ese tiempo?

—¿Qué piensa hacerme si no se lo digo?

—Nada. Ya le han torturado y le han sangrado bastante. Lo único que quiero es tener esto claro en la mente para hacer lo que tenga que hacer y olvidarme del tema.

Sol me miró de arriba abajo con sus penetrantes ojos azules.

—¿Y no se lo contará a Jane?

—No.

Observé cómo Sol sopesaba los pros y los contras de su confesión.

Finalmente suspiró y dijo:

—De acuerdo. La madre de Freddy y de Jane, Louisa Hall, fue el amor de mi vida. Era la mujer más guapa que ha habido en el mundo. Pero estaba muy perturbada mentalmente. Era suicida. Ella me quería, pero estaba muy unida a su padre, que me odiaba por ser judío. Él sabía de nuestra relación y la torturaba continuamente por ello. Louisa lo soportaba porque le quería. No era capaz de renunciar a su padre, pero tampoco de renunciar a mí. Tampoco quería casarse conmigo ya que eso supondría perder a su padre del todo. Cuando Freddy nació, algo cambió en ella. Ella quería un hijo desesperadamente; lo decidimos juntos. Yo suponía que después nos casaríamos, ya que estábamos en 1943. Pero cuando nació Freddy, ella se derrumbó. Ella le odiaba y él la repudiaba. Quería deshacerse de él. Se negaba a darle de mamar. Tuve que contratar una nodriza. Me dio un ultimátum: «entrégalo en adopción o te dejo para siempre». Como no era capaz de encarar esa situación, lo hice. Pero no a través de una agencia normal de adopción, sino que se lo di a un antiguo socio y a su mujer. Ellos vivían cerca de Monterrey. Eran inmigrantes judíos de Rusia. Americanizaron su nombre por el de Baker, nombre que dieron a Freddy e incluso lo adoptaron legalmente. Baker me mandaba regularmente informes sobre Freddy. Era un niño sádico que mataba animales. Yo me sentía culpable, pero trataba de olvidarme del tema. Yo entonces ganaba mucho dinero de forma ilegal, pero no quiero entrar en eso. Me iba bien con Louisa. Ella estaba mejor cada vez, menos deprimida. En 1951 me dijo que quería tener otro hijo y que después de que naciera se casaría conmigo. Yo me lo creí. Así que tuvimos a Jane, que nació en marzo de 1952. La cosa fue bien durante el primer mes; hacíamos planes para la boda y yo me iba retirando de los negocios sucios. Pero entonces el padre de Louisa se suicidó. Louisa se volvió loca. Un día me la encontré tratando de estrangular a Jane en la cuna. ¡Esa mirada, Dios mío!

Se le quebró la voz. Luego consiguió recuperarse y continuó:

—Contraté a una enfermera para que se ocupara de Jane. Mandé a Louisa al mejor psiquiatra de toda la Costa Oeste. Él le diagnosticó esquizofrenia. Entonces la metí en una clínica privada. Una vez que salió para hacernos una visita cuando Jane tenía un año y medio más o menos, fuimos a dar una vuelta por la playa. Apareció una pareja joven con un carricoche. Louisa, al verlos, se puso a gritar. Corrió hasta el acantilado, saltó la valla y se tiró. Por supuesto, murió al instante. Yo entonces me encontraba en una situación horrible. Me culpaba a mí mismo y a Jane. No me sentía capaz de seguir viviendo con ella. La llevé a casa de los Baker en Monterrey para que se quedase con su hermano. Le pedí a Stas Baker que tratase de convencer a Freddy de que Jane era su hermana, aunque Freddy era lo bastante mayor como para darse cuenta de que la mujer de Baker no estaba embarazada de Jane. El caso es que consiguió convencer a Freddy. A lo mejor Freddy sentía que Jane y él eran de la misma sangre. Al año siguiente, en 1954, recibí un telegrama del hermano de Baker. Había ocurrido un incendio en casa de los Baker. Baker y su mujer habían muerto, pero Jane y Freddy seguían con vida. Cogí el avión inmediatamente. No quise ver a los niños porque estaba demasiado avergonzado para ello, pero soborné a los de la oficina de protección infantil para que mandaran a Jane y a Freddy a casa de unos amigos míos en Los Ángeles. A la mujer la conocía porque habíamos tenido una aventura y su marido era muy buena persona, así que pensé que allí los niños encontrarían un hogar. Después de arreglar ese tema, estuve preguntando en Monterrey sobre Baker y su mujer. En cierto modo, tenía mala conciencia también respecto a Baker. Entonces descubrí la verdad. Stas Baker era un sádico que maltrataba a su mujer mentalmente y a Freddy físicamente. Cuando le conocí en los años treinta, él era un chivato de la mafia, que llevaba mensajes y a veces se encargaba de la administración. Un hombre tranquilo y honrado que parecía sólo preocupado porque su mujer no podía tener hijos. Pero estaba equivocado. Era un monstruo que engendró a otro monstruo, mi hijo.

Durante este monólogo, la voz de Kupferman había adquirido unas resonancias y unos tonos de sentimiento que yo desconocía totalmente. Cuanto más profundamente indagaba en su pasado, tanto más profunda se volvía su voz, hasta el punto de desaparecer en un ronco susurro que resultaba más emocionante de lo que el llanto pueda llegar a ser. Me di cuenta de que no quería seguir contándome su historia. Se sentó en el sendero, en un estado de postración absoluta, sin preocuparse por su traje caro. Me senté junto a él mientras miraba al suelo, perdido en su propia culpabilidad.

—Déjeme acabar la historia por usted —dije echándole un brazo sobre los hombros—. Freddy y Jane fueron a vivir con los Hansen. Freddy se convirtió en un enfermo mental y Jane en la Jane que usted y yo queremos. Usted quería estar cerca de sus hijos sin romper su anonimato, así que le pidió a Richard Ralston que trajera a Freddy a Hillcrest. Jane vino detrás. No pudo llegar a Freddy, pero se convirtió en el protector y gran amigo de Jane. Freddy incendió el club Utopía. Cathcart se enteró de su relación con Freddy a través de Ralston e inventó un plan para chantajearle. Desde entonces le ha estado chupando toda la sangre. ¿No es así?

Sol Kupferman se desasió de mi brazo protector.

—Sí, lo sabe usted todo —dijo.

Decidí ahorrarle el conocimiento de la larga carrera de su hijo como pirómano y asesino.

—¿Ha estado usted mandando dinero a los familiares de las víctimas del Utopía? —pregunté. —Sí.

—¿Mantiene usted un contacto personal con Cathcart?

—Apenas. Ralston es su contacto.

—¿Y eso?

—¿Qué sabe usted de la operación de las pensiones?

—Sé que todos ustedes firman los documentos falsos, incluidos las propias nóminas y que las cobran en las tiendas de licores de su propiedad y que Cathcart tiene controlada la operación desde todos los ángulos en el Departamento de Servicios Sociales Públicos.

—Eso es, más o menos, pero Ralston hace de contacto en todos los niveles, incluyéndome a mí y a la gente que trabaja desde dentro. Cathcart se limita a llevar las riendas y mantener atemorizado a todo el mundo.

—¿Así que Ralston tiene todos los informes sobre la gente interna? —Sí.

—Bien, eso cuadra. Ralston
y yo
acabamos de conocernos. Conseguí sacarle una confesión. Me tiene más miedo a mí que a Cathcart.

Sol me echó una mirada extraña e inquisitiva, teñida de asombro.

—¿Qué quiere usted sacar de esto exactamente? No comprendo sus motivos en absoluto —dijo—. Jane me dijo que Freddy le había contratado en un primer momento, pero eso no tiene sentido. ¿Qué quiere usted?

Me levanté del suelo. Sol se sacudió el polvo de los pantalones y se levantó también. Señalé en dirección sur hacia el valle de Los Ángeles.

—Yo lo que quiero es un cachito de eso, una pequeña parte del misterio, de la locura, de la vida. Quiero vengarle. Quiero ver caer a Cathcart y quiero a su hija. Me quiero casar con ella. Yo creo que ella está empezando a quererme. ¿Le ha dicho qué piensa de mí?

Sol sonrió por primera vez.

—Dice que se siente muy atraída por usted emocionalmente, pero que le tiene un poco de miedo. Le llama «la ambigüedad andante».

Yo me reí.

—Qué comentario más astuto. Es una mujer muy inteligente. Yo comprendo la ambigüedad que ve en mí. Me conoció en el final de mi vida anterior y el principio de la nueva. Este asunto es la línea divisoria. Pero dentro de poco todo habrá pasado y podremos empezar en condiciones. Entonces podrá ver mi faceta más ética y amante de la belleza.

—Pero es que este asunto no se va a acabar nunca, Fritz.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que Cathcart me tiene cogido. Tengo que servirle. Si no, Jane se enterará de todo y yo me hundiré. Una vez muerto Freddy, no hay nadie que pueda estropear las cosas. Gracias a Dios, se ha acabado la violencia, pero Cathcart está demasiado protegido, demasiado resguardado. Él está más allá de la ley. Él es la ley.

Volví a mirar mi ciudad. Lo único que se veía eran los edificios que sobresalían de la calina oscurecida. Me volví hacia Sol.

—Voy a matarlo —dije.

Esperé un largo rato su respuesta. Miraba hacia el suelo como si tratase de taladrar un agujero con la mirada por el cual escapase de la vida.

—No lo hagas, Fritz —dijo—. Cathcart se lo merece, pero no está bien hacerlo. Yo, hace cuarenta años, maté hombres y desde entonces no he conseguido quitarme la mala conciencia. Si matas a Cathcart, aunque consigas quedar impune, nunca dejarás de pagar el precio. Olvídate. Si quieres a Jane, no lo hagas. Jane se merece algo mejor que un matón.

Los ojos, el rostro y el alma entera de Sol me imploraban con toda la fuerza de la experiencia.

Sabía que tenía razón, pero moralmente no.

La muerte de Cathcart era el único final posible a esta tragedia.

—No, Sol —dije contemplando de nuevo la ciudad—, tiene que morir. Mucha gente podrá quedar libre después. Eso es innegable.

Sol agitaba su cabeza convulsivamente, tratando de negar la realidad. Parecía un sabio del Antiguo Testamento rechazando las ideas de un joven fanático.

—No, no, no —me dijo—. No debes hacerlo. ¿No te das cuenta? ¿Cómo piensas quedar impune? Cathcart es un tiburón y tú un pececillo. No puede salir bien.

De pronto me puse furioso. Le agarré de los hombros y le dije:

—¡No me joda, Sol! Yo puedo llegar a ser peor que Cathcart. Ése va a morir. A lo mejor es que lleva tanto tiempo con su cargo de conciencia que necesita a Cathcart para que le castigue por sus pecados. Pero esas chorradas no me valen. Ése va a morir y si trata de joderme o de avisarle, lo hago público. Cuento la historia entera a los medios, incluido cómo nacieron sus hijos. Tengo un sistema de seguridad para eso. ¡Si yo no sobrevivo a este caso, sale todo a la luz!

Al soltarle le apreté el hombro con suavidad. Ahora era yo el que tenía mala conciencia. Sol Kupferman era casi un santo, pero llevaba su mala conciencia encima como una enfermedad contagiosa. Volvía a estar muy pálido. Traté de suavizar el asunto.

—Dentro de unos años, nos estaremos riendo de todo esto. Jane se preguntará por nuestra entrevista, pero no lo sabrá nunca. Yo seré su yerno en un momento dado.

Sol ni siquiera me escuchó.

—Me tengo que ir —dijo, mientras echaba a andar colina abajo.

Nos encaminamos hasta el aparcamiento en silencio. Al llegar dije:

—Dígale a Jane que la llamaré cuando haya pasado todo esto, que será pronto. Que hablamos por teléfono. No quiero que nadie se entere de que estoy en Los Ángeles. Y por supuesto no le cuente lo que hemos hablado.

Sol asintió con una palidez mortal.

—Alegre esa cara, hombre —dije—. Dentro de nada todo habrá acabado y esto no será más que un horrible recuerdo, como si nos hubieran extirpado un cáncer. Trate de verlo de ese modo.

—Lo intentaré —dijo Sol, esbozando una muy leve sonrisa.

Yo no le creí. Se metió en el Cadillac y se fue, arrastrando consigo siglos de pesimismo judío.

Volví al motel de la playa, pagué la cuenta y me marché llevando conmigo todos mis aperos de viaje (la grabadora, las libretas bancarias, la ropa, y la artillería pesada) hasta Ventura, donde encontré un nuevo escondrijo junto al mar, en una habitación de motel algo mejor y más moderna.

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