Authors: James Ellroy
Debajo de las noticias, aparecían los comentarios de Fat Dog: «¡Fat Dog está en todos sitios! ¡Yo alcanzo a todos lados! ¡Los voy a asar y los voy a tostar!»
La libreta contenía recortes de periódico en orden cronológico, con fechas que llegaban hasta el año pasado. Había fuegos que habían destruido vidas, casas, coches e industrias. Todos ejecutados a sangre fría y a la perfección. Sol Kupferman y Louisa Jane Hall habían creado a un genio: un ser increíblemente inteligente e increíblemente maligno.
Al llegar al año 1972, ya llevaba contabilizadas dieciséis muertes. No me sentía capaz de seguir leyendo. Yo estaba sosegado aparentemente, pero por dentro estaba gritando. Lágrimas de ira comenzaron a teñir las páginas del cuaderno. Si hubiera tenido tiempo para ello, Fat Dog habría sido capaz de quemar y arrasar todo el condado de Los Ángeles. Y me había elegido a mí, Fritz Brown, «detective de nombre nada más», para ayudarle en su plan de venganza, chantaje y quién sabe qué más, dirigido contra Kupferman, Ralston y Dios sabe contra quién más. Qué curioso, Dios no existe, pero por primera vez en la vida deseaba que existiera. Hice unas cuantas respiraciones, que me sirvieron para afrontar las páginas azules con cierta calma.
Las primeras páginas estaban dedicadas al incendio del Utopía. Las leí por si encontraba algo que no supiera aún, pero no encontré nada. Lo único eran las primeras impresiones sobre la tragedia, la detención de los tres incendiarios, la historia del «cuarto hombre», el juicio y la ejecución. Se alababa al lugarteniente Haywood Cathcart, por «conseguir él solo llevar a los culpables ante la justicia»; mayor Sam Yorty. Cathcart opinaba que la historia del cuarto hombre era «una tontería. Eso es una excusa barata para evitar la habitación verde de San Quintín, pero no se van a salir con la suya».
La relación de Cathcart con el asunto Baker-Ralston-Kupferman debió de comenzar cuando el incendio. Era lo más lógico. Él tenía que ser el fiel de la balanza entre Fat Dog y Solly K. Al pasar la página, descubrí lo monstruoso de su culpabilidad. Detrás de los recortes sobre el Utopía, había unas notas sobre Cathcart:
Hoy ha pasado algo malo, pero se arreglará. El poli H. C. me estuvo dando la lata. Dice que me puede cargar lo del cuarto hombre del incendio. Dice que recuerda haberme visto en la zona. Dice que yo no paso desapercibido. Claro, ¡sólo hay un Fat Dog! Dice que le da igual, que van a freír vivos a los tíos que tiraron la bomba. Me pregunta: «¿Y el libro de apuestas del Utopía? Todos los
caddies
apuestan a los caballos.» Yo le digo que no hago apuestas con judíos. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué prendiste fuego al Utopía?», me pregunta. Entonces me doy cuenta. Éste quiere algo. Éste está tramando algo. Éste odia a los judíos (¡un alemán grande y rubio!) y sabe que Solly K es chusma. Así que le hablo de Solly K. ¡Le odio! Él sonríe. «Tú vas a ser mi perro guardián —dice—. Nos vamos a llevar bien los dos.» Entonces me dice: «¿Tú provocas incendios?» Yo intento decir que no, pero me pilla. «Te puedo leer el pensamiento —dice—. No me toques los cojones y yo te dejo hacer lo que tú quieras tranquilo. ¡Tú calla y ya verás cómo ganas dinero!» Me asusta. Puede leerme el pensamiento. Lo sabe. Después de la tienda de juguetes en el Valley, le da una carta a Hot Rod para mí: «¿Tienes algo contra las tiendas de juguetes, Fat Dog? —dice—. Tú acuérdate que te conozco. Tu amigo.» Sí que me conoce.
Tuve que abrirme paso a través de 25 páginas de racismo y antisemitismo antes de que se volviera a mencionar a Cathcart:
El gran hombre está en todos sitios. Me manda notas al trabajo, llamándome «niño genial». «¡Buen perro guardián!», me llama. Él está en todos sitios. Un gran perro en Los Ángeles South. Una ardilla maligna en Wilshire con la Octava. ¡No me quiere dar a Jane! Mucho dinero, sí, pero a Jane no. El dinero no significa nada sin una familia. H. C. tiene ojos de rayos X como Superman. Y puede ver por la noche también. Como un gato. Un gran gato perverso.
El resto de las páginas azules contenían más antisemitismo. Volví a mirar en la sección amarilla por si había alguna mención del incendio de una tienda de juguetes. Lo encontré. Este ocurrió el 14 de octubre de 1973 en Sherman Oaks. La causa del incendio quedó sin determinar. El propietario y su hijo sufrieron quemaduras de considerable gravedad. Esa fue la prueba final.
Fui a mi banco en la esquina de Hollywood y LaBrea y saqué 500 dólares de mi cuenta, después fui a un garaje de la calle Melrose para dejar mi Camaro allí durante dos semanas. Antes de irme saqué la grabadora del maletero y fui en taxi a una oficina de alquiler de coches en Wilshire y Normandie, donde alquilé un Ford L.T.D. de dos años.
Lo siguiente que hice fue buscarme un sitio donde alojarme. Necesitaba una inyección de belleza, así que me decidí por la playa, donde encontré un pequeño motel en la Pacific Coast Highway al norte de Sunset. Mi habitación estaba limpia y tenía vistas al mar. Pagué una semana por adelantado.
Luego estuve grabando durante tres horas seguidas en la grabadora sin estrenar, para lo cual gasté cuatro cintas. Hablé sobre el caso, comenzando desde el principio y siguiendo un orden cronológico, aunque con frecuentes disgresiones. Lo conté todo, incluida la muerte de Reyes Sandoval y Henry Cruz. Cuando acabé, me puse a pensar sobre Haywood Cathcart y sobre mí mismo. Los dos éramos malos policías en distinto sentido. Primero me pregunté qué motivos habría podido tener él para entrar en la policía y luego me planteé los míos.
Yo había querido encontrar un modo de expresar mi idea de lo que es el juego limpio y mi amor por la belleza. Quería dar por culo a los que se lo merecieran. Quería expresar una ética cínica y cansada, templada por la compasión, que las mujeres se pudieran tragar. Quería tener un poder fácil y de baja estofa sobre la vida de la gente. El hecho de medir un metro ochenta y tres, pesar noventa quilos y llevar un uniforme azul, una placa y una pistola suponía un gran estímulo para mi ego. Las calles durante el día; Beethoven, la bebida, Walter y las mujeres por la noche.
Pero resulté ser un pésimo policía que abusaba de su autoridad. Repartía justicia con total arbitrariedad y según mi estado de ánimo. Les quitaba la marihuana a los camellos para fumármela yo, mientras me congratulaba de lo bien que había hecho en no detenerlos. Hacía chantaje a las prostitutas para que me la chupasen en el asiento de atrás del coche patrulla. Lo único que conseguía era cargarme todo lo que tocaba.
Pero Cathcart, suponiendo que se hubiera hecho policía por las mismas razones, iba bastante más allá en sus ansias de poder; de poder de verdad, de poder económico. Seguramente era el líder del robo a la Seguridad Social, mientras tenía a Sol Kupferman como rehén (primero a través de Fat Dog y luego Dios sabe cómo). Pero él se mantenía en el anonimato, como un recaudador de fondos republicano, saboreando las verdaderas mieles del poder. A Haywood Cathcart no le hacía falta hacer alarde de su uniforme, él sabía dónde estaban las verdaderas ventajas y su complicidad en el silencio era increíble: dejaba que Fat Dog cometiera crímenes y le mandaba notas llamándole «niño genial». Yo pensaba que mi capacidad de indignación moral había desaparecido hacía tiempo, pero ahora me atacaba como una fiera de la jungla. «No, no, no, no», pensé y luego «sí, sí…», dije doce veces seguidas.
Bajé a una tienda de licores en Sunset y P.C.H., me compré una botella de whisky y volví a la habitación. La coloqué en la estantería y me la quedé mirando. Volví a decir no otras doce veces. Luego dije que sí otras doce. Por fin me salió del fondo de mi alma. No podía zafarme de lo evidente. Cogí la botella y la tiré contra el firme de la autopista del Pacífico. Sí, sí, sí. Se había convertido en un imperativo moral: Cathcart tenía que morir.
A la mañana siguiente me desperté de una pesadilla poblada por mi antiguo compañero de patrulla Deverson, coleccionista infatigable de los «40 Principales» y de vello púbico femenino. Las canciones aparecían todas en mis sueños:
Runaway
de Del Shannon,
Chanson d'amour
de Art y Doddie Todd,
Blue Moon
por los Marcells. Me tomé tres excedrinas para olvidar y me fui a una tienda del centro comercial de Santa Mónica donde compré tres mudas de ropa (camisas de manga corta, pantalones y calcetines) y una maquinilla de afeitar. Llamé a información desde una cabina y conseguí la dirección de Richard Ralston: 8173 Hildebrand Street, Encino.
Entonces pensé: «¿Lo detengo en su casa? Demasiado peligroso. ¿En Hillcrest? Hay demasiada gente. ¿Y si lo vigilo para saber dónde pillarlo? Demasiado arriesgado también.» Ralston estaba muy atento y acabaría descubriéndome más tarde o más temprano. Necesitaba un contacto, alguien que conociera a Ralston y su
modus operandi.
Entonces me acordé del viejo caddie resentido con el que había hablado en Hillcrest unos días atrás.
Llamé a Hillcrest y me enteré de que Ralston no pensaba ir hoy por el club, que el viernes era su día libre y que su ayudante Rudy le sustituiría. Divina providencia. Fui hasta Hillcrest y dejé el coche en una calle perpendicular a Pico.
No me costó encontrar a Pops (era el único caddie que quedaba en la cabaña, lo cual era un signo de su estatus inferior). Al verme entrar me sonrió.
—Hola, abuelo. ¿Se acuerda de mí?
—Sí que me acuerdo de ti —dijo—. Pero no soy tan viejo y no me llames abuelo o te voy a llamar yo hijito.
Yo me reí.
—De acuerdo —dije—. ¿Cómo quiere que le llame?
—Llámame Alex.
—Vale Alex. Llámame Jack. ¿Qué pasa, no hay trabajo hoy?
—Qué va, cago en la mar. Ese cabrón de Rudy saca a todos los caddies antes que a mí. Ese no distingue un buen caddie de un rinoceronte. Mamón.
—¿Qué, no hay dinero?
—No. Nunca hay dinero.
—¿ Quieres hacer una vuelta conmigo? La más rápida de tu vida. Unos diez minutos por veinticinco dólares.
—Ahora sí que va en serio, Jackie-Boy. ¿Qué tengo que hacer?
—Hablar conmigo, nada más. Vamos al porche.
Alex me siguió, relamiéndose.
—Tú odias a Ralston, ¿verdad, Alex? —pregunté.
—Lo tengo atravesao. ¿Por qué?
—A mí tampoco me gusta. Me timó en una apuesta y tengo ganas de ajustarle las cuentas. Pero para eso tengo que pillarlo a solas. Tengo que conocer bien sus costumbres para saber cuándo actuar.
Alex me miró asustado, asintiendo lentamente con la cabeza.
—¿Y me vas a pagar por la información?
—Claro.
—¿Y Hot Rod no se va a enterar de que yo te lo he contado?
—Palabra de honor.
—¿Te parece mal entrar en propiedad privada por la noche?
—No.
—Entonces te lo cuento. Yo sé en qué sitio y a qué hora, pero necesito treinta y cinco dólares. Tengo que pagar el alquiler.
—Eso está hecho. A ver, cuenta.
—Esta noche es la noche, muchacho. Hot Rod juega al póquer con los caddies todos los viernes hasta las dos de la mañana. Los caddies se van a su casa pero Hot Rod se queda a dormir aquí porque vive bastante lejos y el sábado tiene que estar en el primer
tee
a las seis y media. Duerme en la barraca que hay cerca del hoyo ocho. Allí tiene un cuartito con un camastro. No aparece nadie por allí hasta las seis, así que lo tienes todo para ti.
Me pareció buena la idea, así que Alex me llevó a dar una vuelta. Cuando llegamos a unos ciento ochenta metros de lo que yo imaginé que era nuestro destino, Alex se detuvo y me cogió del brazo.
—Ahí es —dijo—. Esa es la barraca de mantenimiento. Hot Rod tiene que pasar por aquí a la fuerza. ¿Ves esa puertecita? Pues ahí es donde él duerme. No quiero acercarme más, no vaya a ser que me vean por aquí contigo. ¿Vale?
—Muy bien.
Saqué la cartera y le di dos billetes de veinte.
—Gracias, me has hecho un favor. Cuídate.
Alex sonrió con su boca desdentada.
—Tú también, muchachote. Si te vas a poner duro con él, dale una patada en los cojones de mi parte, pero no se lo digas.
Sonrió de nuevo y se fue corriendo en dirección a la cabaña de los caddies.
Yo me quedé atrás, viendo jugar a unas mujeres en el primer hoyo. Parecía algo intemporal y extraño a la vez. Había un caddie en el grupo. Un chico alto y rubio de unos veinte años. Me pregunté si acabaría siendo un caddie profesional. Ojalá no. Si el trabajo de caddie era triste, era también la mejor manera de liberarse de los impuestos y las letras, pero el resultado no era favorable. Al final se convertía más en una manera de evadirse de la realidad que de aprovechar las pocas libertades que la profesión ofrecía.
Fui a una tienda de electrónica en Century City y compré el equivalente a tres horas de cinta virgen. Luego volví al motel, saqué el diario de Fat Dog de la bolsa y lo quemé en el lavabo viendo cómo toda una historia desconocida de terror desaparecía entre las llamas. Una vez purificadas las palabras malignas, apagué el fuego con agua y me llevé todo a un cubo de basura que había fuera. Me guardé dos de las libretas en el bolsillo y escondí el resto bajo el colchón.
Avisé al conserje para que llamase a las diez de la noche. Luego me fui a dormir, pero sin soñar.
A las once y media, esa misma noche, estaba sentado sobre la fresca hierba del primer hoyo en Hillcrest Country Club esperando a Hot Rod Ralston y armado por si acaso. Era una noche cálida, pero la humedad de la hierba reducía la temperatura unos seis grados. Me sentía bien, seguro de que el caso comenzaba a resolverse y que estaba bien equipado de hechos y artillería. También mis motivaciones habían cambiado. Lo que había comenzado por un ansia de gloria, tenía que acabar en una anónima victoria moral, ya que no tenía la menor intención de sacar a la luz pública mi relación con el caso ni de pagar por la muerte de Cathcart.
Esperé más de tres horas. A las dos y cuarenta, según mi reloj, oí a un hombre tosiendo que se dirigía hacia donde yo me encontraba. Venía silbando, y de vez en cuando miraba hacia los árboles. Era evidente que no podía verme ni oírme, pero por si acaso me adentré en la arboleda para evitar ser visto. Luego, cuando estaba a punto de entrar en la calle Nueve, me puse detrás de él, le puse el arma en la espalda y el brazo sobre el pecho inmovilizado.
—¿Qué coñ…? —dijo.
Estuvimos un momento inmóviles; yo segregando adrenalina y él asustado.
—Sí, Ralston —dije—. Es una pistola y está cargada. Vamos a charlar un poco mientras paseamos. La próxima parada en la barraca. Muévete.