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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (53 page)

BOOK: Retrato en sangre
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El tiempo se volvió vacuo, y esperó el primer momento de comprensión y terror. Pero éste no llegó.

En su lugar percibió una bocina lejana.

Fue un sonido extraño, sin relación alguna con el claro donde se encontraban. Ajeno. En un principio no supo ubicarlo. Entonces sonó otra vez.

Abrió los ojos.

Jeffers permanecía de pie a su lado. Estaba escuchando.

Transcurrieron unos instantes.

—Que no se mueva nadie —ordenó. Su voz se había revestido de autoridad. Anne Hampton vio que las dos chicas alzaban la vista, sorprendidas—. Es probable que no sea nada —añadió—, pero tengo que comprobarlo. —Se volvió hacia Anne Hampton y le dijo en voz baja—: Diles que se vistan. Actúa como si no hubiera pasado nada. Espérame aquí mismo. No digas nada. No hagas nada.

Jeffers levantó la bolsa del equipo fotográfico y, tras una sonrisa y un gesto de la mano hacia las dos chicas, se internó en el pinar. Anne Hampton pensó que fue como si de repente se lo hubieran tragado las sombras.

Se giró hacia las dos jóvenes. Éstas estaban mirando el hueco de la vegetación por el que había desaparecido Jeffers. Aún estaban abrazadas, en actitud natural, la una encima de la otra.

«¡Corred! ¡Escapad! ¿Es que no veis lo que está pasando?»

Pero en vez de eso dijo:

—¿Por qué no os vais vistiendo? Creo que ya prácticamente hemos terminado.

—Oh —dijo una de ellas frunciendo el ceño—, podría pasarme el día entero haciendo esto.

Anne Hampton no pudo decir nada. Se sentó, bloqueada por el miedo, esperando a que regresara Douglas Jeffers. Se miró las manos y se dijo a sí misma: «oblígalas a hacer algo».

Pero fue incapaz.

Douglas Jeffers sentía cómo el frescor del bosque iba secándole el sudor que le corría por la nuca. Se alejó del claro y avanzó despacio unos tres metros. Cuando supo que ya no podía verlo ninguna de las chicas, apretó el paso. Primero adoptó un suave trote y después echó a correr atravesando las sombras, brincando igual que un corredor de vallas por encima de algún que otro tronco o piedra que le cortaba el paso. Con una mano sujetaba la bolsa para que no fuera rebotando sin control, y con la otra se apartaba las ramas de los ojos. Sus pisadas hacían crujir las agujas de pino del suelo del bosque. Recorrió los últimos metros a toda velocidad y emergió de la luz moteada de los árboles al sol del camino en el que había dejado el coche.

Junto al mismo se había detenido un jeep verde oscuro del servicio de mantenimiento del parque.

Sobre el capó estaba sentado un guardia vestido con el uniforme del parque.

Estaba desarmado y solo.

Jeffers se ordenó a sí mismo que debía darse prisa. Evaluó rápidamente la situación. No había nadie más alrededor. Se fijó en el jeep; no vio que tuviera antena de radio de onda corta ni descubrió ninguna escopeta adosada al salpicadero. Examinó al guardia y vio que no llevaba ninguna radio de mano a la cintura. «Está aislado y no sospecha nada», pensó. Se acercó unos pasos a él y vio que en realidad se trataba de un muchacho. Un estudiante universitario desempeñando un empleo de verano. Introdujo una mano en la bolsa y sintió el tacto sólido y metálico del cañón de la automática.

«Podrías hacerlo. Podrías hacerlo y no se enteraría nadie.»

«¡Contrólate! —pensó—. Pero ¿qué eres? ¿Un matón y asesino de pacotilla?»

Retiró la mano de la bolsa sacando en ella su Nikon. Saludó al guardia, que le devolvió el saludo.

—Hola —dijo Jeffers—. He oído la bocina. Lo cierto es que me ha estropeado la foto.

—Oh, perdone —respondió el guardia. Jeffers vio que era un individuo nada prepotente, con unas gafas de montura metálica. Tenía una constitución débil, y supo que aquel joven no era rival para él. Ni física ni mentalmente—. Pero se supone que esta área es restringida. No puede entrar aquí con un coche. ¿No ha visto el cartel?

—Sí, pero cuando encontré el nido de búho el
ranger
Wilkerson me dijo que no pasaba nada.

—¿Perdón?

—El
ranger
Wilkerson. De las oficinas centrales, en la capital del estado. Es la persona con la que hablamos todos los fotógrafos de animales cuando queremos penetrar en áreas restringidas. La verdad es que no es para tanto. ¿Sabía usted que el año pasado encontré un nido de águila?

—¿Aquí dentro?

—Sí, bueno, exactamente aquí no, sino un poco más allá. —Jeffers gesticuló ampliamente con el brazo, señalando hacia un lugar indeterminado—. Para mí también fue una sorpresa. Llevé las fotos a la revista
Wild Life
, y entonces vino la Audubon Society en masa, fue un auténtico desfile por el bosque. Montaron un pequeño espectáculo, ya sabe. ¿No estaba usted aquí por entonces?

—No, éste es el primer año que estoy.

—Bueno —repuso Jeffers—, pero me extraña que no haya oído hablar de ello. Creo que una de las fotos la pusieron en las oficinas centrales.

—¿Obtuvo…, esto…, un pase o algo así?

—Claro —contestó Jeffers—. Tiene que estar en el archivo de fotografía de sus oficinas. Probablemente justo debajo de la foto del águila.

—Tendré que comprobarlo —dijo el guardia—. No sabía que tuviéramos un archivo.

—No hay problema. Busque por mi nombre: Douglas Jeffers.

—¿Es usted profesional?

—No —respondió Jeffers—. Ojalá. Bueno, he vendido algunas fotos, incluso le vendí una a
National Geographic
, pero no llegaron a publicarla. La verdad es que es sólo una afición. Yo me dedico a los seguros.

—Bien —insistió el guardia—, aun así tengo que comprobarlo.

—Claro. ¿Y cómo se llama usted, para que yo pueda llamar al
ranger
Wilkerson si surgiera alguna confusión?

—Oh, Ted Andrews,
ranger
Ted Andrews. —Sonrió—. Para cuando termine de acostumbrarme a ese título, ya habrá llegado la fecha de volver a las clases.

Jeffers sonrió.

—Oiga, de todas formas estaba ya a punto de dar por finalizada la jornada. Quisiera regresar a ver si no me he dejado ningún carrete de película ni nada por ahí tirado. No quisiera provocar un desastre.

—Se lo agradecemos. No se imagina la de cosas que deja la gente por el suelo. Y el que termina limpiando soy yo.

—¿El último de la fila?

El guardia rió.

—Exacto.

—No es necesario que me espere —dijo Jeffers—. Vaya a mirar en el archivo, y la próxima vez me pasaré por la oficina y verá que todo está en orden.

—Me parece bien —repuso el joven.

Se dio la vuelta para regresar al jeep, y Jeffers se lo quedó mirando fijamente a la espalda. «Podría hacerlo ahora, y sería muy fácil.» Calculó la distancia. «Un solo disparo, y nadie oiría lo más mínimo.» Nadie iba a enterarse. Su mano se cerró en torno a la culata de la pistola, pero la dejó caer de nuevo en el interior de la bolsa. Agitó la mano para despedirse del chico y observó cómo el jeep pasaba junto a su coche y viraba rebotando para tomar la carretera secundaria.

—Maldita sea —dijo fríamente Jeffers para sí—. Maldita sea.

Por un momento sintió un arrebato de furia y el impulso abrumador de aplastar algo con las manos. Hizo una inspiración profunda. Después otra. Escupió en el suelo para quitarse de la boca aquel sabor amargo a bilis. «Alguien va a pagar por esto», pensó.

Y a continuación exclamó en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular:

—Van a salir vivas de ésta.

XI
Un viaje a New Hampshire
16

La detective Mercedes Barren conducía sin pausa a través del resplandor verde grisáceo de las luces de la autopista, que intentaba combatir la oscuridad de la madrugada. Eran casi las tres de la mañana y circulaba prácticamente sola. A lo lejos se veía de vez en cuando algún tráiler avanzando penosamente, emitiendo un gemido que lo asemejaba a una enorme bestia malherida que caminase por la frontera que marcaban las luces de la carretera y la negrura de la noche. Pisó el acelerador a fondo, como si pudiera transformar el empuje del coche en energía para su cuerpo. Estaba exhausta, y sin embargo le resultaba imposible conciliar el sueño. Sabía que las ardientes imágenes que albergaba, vividas en su cerebro y en cambio tiradas con descuido en el asiento de al lado, iban a impedirle dormir durante algún tiempo.

Sentía a su alrededor el monótono zumbido del coche, e intentó obligar a aquel sonido a que penetrara en ella y se llevara los terrores de las pasadas horas. Se negó a pensar en el apartamento de Douglas Jeffers, aunque en su memoria tenía grabada una última visión: cristales rotos y decenas de marcos de fotos torcidos o rotos desperdigados por el suelo. En medio de su horror y de su pánico, finalmente había decidido romper las fotos para sacar las imágenes que escondían debajo. Los escombros de las obras de arte de Jeffers quedaron apilados en montones repartidos al azar por el salón del apartamento, rostros rasgados y momentos interrumpidos que la miraban fijamente tras ser profanados. Había cogido la bolsa de comestibles que formaba parte del ardid que sirvió para burlar al inquisitivo portero y la había volcado en el suelo; a continuación volvió a llenarla con las fotos ocultas, dobladas, arrugadas y manoseadas a causa de la impaciencia y la ansiedad. Cuando cerró la puerta del piso y echó la llave, y lo dejó atrás, fue como salir de una pesadilla y despertar aterrorizada, como desvelarse de un sueño inquieto en mitad de la noche por haber oído a un ladrón romper un cristal o el leve crepitar de las llamas en otra habitación.

La autopista describió una suave pendiente hacia arriba. A su derecha, un gigantesco avión de carga gimió mientras aceleraba para despegar del aeropuerto de Newark, y a su izquierda relucieron los focos que iluminaban los enormes depósitos de petróleo del puerto del mismo nombre. Le pareció una incongruencia, rodeada como estaba de tecnología, perseguir algo prehistórico. Cuando la autopista se separó de la costa y se internó en la oscura campiña, se sintió aliviada. Agachó la cabeza para contemplar el negro cielo, y vislumbró brevemente la luna, que pendía por encima de árboles y edificios.

—Una estupenda noche de luna —expresó en voz alta. Aquellas palabras procedían de un recuerdo antiguo que fluyó sin trabas—. Noche en mi habitación y un rojo balón, y las tres ositas en tres sillitas, noche en la casa y noche de ratas, chitón todo el mundo, chitón, a callar…

Intentó recordar cómo seguía la canción infantil del cuento, pero no estaba segura, después de tantos años. Se vio a sí misma, con su sobrina en brazos, la cabecita ladeada y los ojos cerrados y el biberón colgándole de la boca, cayendo en el sueño feliz de los niños. Recordó que las canciones del cuento siempre funcionaban, pero nunca las dejaba sin terminar; si Susan se quedaba dormida antes de llegar al final, ella continuaba leyendo.

—Una estupenda noche de luna —repitió.

Había encontrado la fotografía de su sobrina detrás de un retrato grande y a todo color de tres niños hambrientos de África cuyos ojos redondos y vientres hinchados lanzaban gritos de profundo sufrimiento. Fue tal vez la foto número quince o veinte que despegaba, en su frenesí. Había llegado al límite del autocontrol cuando atacó el marco y lo rompió con las manos. Saltó un trozo de vidrio que le causó un corte en el dedo pulgar, no grave, pero lo bastante para manchar la foto con un hilo de sangre fresca.

Al principio no reconoció a su sobrina. Había visto demasiados cuerpos destrozados en el apartamento para poder distinguirlo al instante. Pero de pronto la forma de aquellos miembros estimuló su memoria y el color rubio paja del cabello, algo de distinguir incluso en blanco y negro, incidió vivamente en mi recuerdo. Las facciones se veían serenas; el retrato había sido hecho desde un ángulo más bajo y desde un costado, con lo cual se había eliminado parte del horror que aparecía tan claro en las fotos de la escena del crimen que ella había estudiado tantas veces. De inmediato captó una diferencia entre la imagen acariciante que había tomado Jeffers, incluso en su prisa, y las estampas clínicas, atroces y sórdidas que tomaron el forense y sus compañeros especializados en escenas del crimen pocas horas después de que Jeffers se hubiera escabullido en la noche. En la foto que ella había sostenido en las manos, Susan parecía meramente dormida, y se sintió agradecida por aquel pequeño detalle.

Había contemplado largamente la foto. No sabía cuánto tiempo. No lloró, pero tuvo la sensación de que se le había vaciado el alma. Luego, con cuidado, casi con ternura, apartó la fotografía a un lado y continuó con la terrible tarea de mirar en los demás marcos.

Creía que era una persona calmada y controlada, pero cuando por fin depositó la foto de su sobrina en el enorme montón, junto con las demás víctimas asesinadas, y se dispuso a marcharse, le temblaban violentamente las manos.

Ahora conducía surcando la oscuridad

«No sé quiénes sois, pero estoy aquí por vosotras.»

«Estoy aquí. Estoy aquí. Y lo sé. Ahora lo sé todo.»

«Y pienso hacer justicia.»

Agarró el volante con fuerza y continuó avanzando veloz hacia la mañana que se acercaba.

Martin Jeffers no podía dormir. Ni tampoco quería.

Estaba sentado en el centro de su apartamento con una única luz que provenía de una pequeña lámpara de escritorio, en el rincón. Debatía consigo mismo la cuestión de si era mejor saber las cosas o no. Se cuestionaba, en caso de que desapareciera la detective, como suponía que había ocurrido, y en caso de que volviera su hermano, lo cual tenía seguro que haría, con su habitual estilo críptico y sabiondo, si él podría simplemente regresar al antiguo
status quo
, a la habitual paz difícil entre hermanos.

No sabía si tendría fortaleza suficiente para restaurar la normalidad en su vida.

Intentó imaginarse la confrontación con su hermano. En su imaginación se vio a sí mismo adusto, acusador, fuerte, investido de pronto con los poderes que acompañan al hecho de ser el primogénito, despreciando con toda facilidad las débiles bromas y chanzas de Douglas hasta que éste finalmente sucumbía a su implacable severidad y le decía la verdad.

¿Y luego qué?

Martin Jeffers hundió la cara entre las manos en un intento de esconderse de la fantasía que había imaginado. ¿Qué iba a decir? No podía imaginarse a su hermano confesando entre lágrimas el crimen que había hecho que aquella detective entrara en sus vidas. ¿Qué diría? «Lo siento, Marty, pero recogí en el coche a esa chica, y todo iba estupendamente hasta que ella dijo que no, y entonces la situación se me fue un poco de las manos, sabes, y a lo mejor me pasé un poco empleando la violencia. Soy fuerte, Marty, y a veces se me olvida, y de repente dejó de respirar, y en realidad no fue culpa mía sino de ella, y de todas formas cargaron a otro con el crimen, así que ¿para qué hacer nada? Es agua pasada, si se piensa bien, es como si no hubiera ocurrido nunca.»

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