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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (54 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Se puso de pie y comenzó a pasear por la habitación a oscuras.

«Lo sabía, lo sabía, lo sabía. Siempre fue un rebelde, siempre creyó que podía hacer lo que se le antojara. No era como yo, no era organizado ni paciente. Jamás, nunca jamás me hacía caso.»

«¡Él mató a esa chica, maldita sea!»

«Y debe pagar por ello.»

Martin Jeffers volvió a sentarse.

¿Por qué?

¿De qué serviría?

Se levantó otra vez y al instante, igual de rápido, volvió a dejarse caer en el sillón.

«¿Por qué sacas conclusiones precipitadas?» Se dirigió a sí mismo en segunda persona, igual que en un debate.

La detective había desaparecido. De todas formas estaba loca. «¿Por qué te das tanta prisa en creer lo peor de Doug? Llevas demasiado tiempo con los miembros del grupo de terapia. Has oído ya demasiadas mentiras, demasiadas evasivas, demasiadas reconstrucciones falsas. Has visto cómo se echan la culpa unos a otros para no asumir ninguno sus responsabilidades. Has oído un horror tras otro, año tras año, sin que haya cambiado nada, y al final eso ha terminado sesgando tanto tu manera de pensar que ahora estás dispuesto a lanzarte a una conclusión cualquiera, por ridícula que sea.»

«Vete a la cama. Duerme un poco. Ya se aclararán las cosas.»

Sonrió para sí. No es ésa precisamente la actitud que deberían propiciar cuatro años en la facultad de medicina y otros cuatro como interno y residente en el hospital psiquiátrico. ¿Dónde escribió Freud: «Ya se aclararán las cosas»? «¿Qué enfoque neojunguiano es ése? ¿Lo has tomado de una revista científica o de alguna conferencia? ¿Tal vez de Dear Abby o de Ann Landers? ¿Cuándo has visto tú que las cosas se aclaren solas?»

Se oyó a sí mismo reír, brevemente, y el eco de su risa rebotó por toda la casa. Con todo, uno de los principios de su profesión era el de esperar los acontecimientos más que provocarlos, y aquello no tenía nada de malo.

—Ya veremos —se dijo en voz alta—. Ya veremos qué tiene que decir la detective Barren…, si es que vuelve a presentarse. Ya veremos qué tiene que decir Douglas. Y entonces pensaremos qué conviene hacer.

Aquello le pareció un plan de acción, la decisión de aguardar a que sucediera algo. Lo complació, y de repente se sintió cansado.

«Dios, ¿cómo esperas llegar a alguna conclusión respecto de este embrollo si no descansas un poco?»

Nuevamente se puso de pie, y consultó un pequeño reloj digital que parpadeaba con los números en rojo. Eran las cuatro de la madrugada. Se estiró y bostezó. Se dijo que lo mejor que podía hacer era irse a la cama Y su cerebro respondió como si se tratara de una orden: «¡Sí, señor!»

Dio tres pasos en dirección al dormitorio.

«Ya se aclararán las cosas.» En eso sonó el timbre de la puerta.

Fue un sonido agudo e irritante que le atravesó el pecho. Lo sobresaltó profundamente, e involuntariamente dio un brinco.

Respiró hondo.

«¿Quién será?», se extrañó.

«Dios mío», pensó.

Tomó aire de nuevo.

«¿Qué diablos? Son las cuatro de la mañana.»

El timbre sonó otra vez, un zumbido insistente.

Su cerebro giró confuso. Fue hasta la puerta. Esta tenía una mirilla circular, y se asomó por ella.

Fuera, de pie, estaba la detective.

Se le cayó el alma a los pies y de pronto experimentó una sensación de vértigo y náuseas, y le entraron ganas de vomitar. Luchó para combatir el malestar y alargó la mano hacia la manilla.

En cuanto oyó que una mano había empezado a abrir la puerta, la detective Mercedes Barren se llevó una mano a la espalda, bajo la camisa, donde había escondido la pistola nueve milímetros, encajada en el cinturón de los vaqueros. La sacó y la sostuvo frente a sí, justo detrás de la bolsa de papel que llevaba en el otro brazo.

Levantó el arma a la altura de los ojos al tiempo que se abría la puerta.

Movió la pistola hacia delante de tal modo que quedó suspendida a escasos centímetros de la nariz de Martin Jeffers.

Vio que él palidecía rápidamente y retrocedía un paso, sorprendido.

—No se mueva —le dijo en un tono glacial, sin alterarse—. ¿Está aquí? Si me miente, lo mataré.

Martin Jeffers negó con la cabeza.

Sirviéndose de la pistola para gesticular, la detective penetró en el apartamento. Echó una rápida mirada a su alrededor. Presentía que estaban solos, pero no estaba dispuesta a fiarse de la primera impresión.

—Se lo ruego, detective, baje el arma. Mi hermano no se encuentra aquí, y sigo sin saber dónde está.

—Le creeré después de haber echado un vistazo.

Maniobró de forma que pudiera ver el interior de las demás habitaciones. Tras una rápida inspección, sin mover demasiado el arma en todo ese rato para que no influyera demasiado en Martin Jeffers, regresó al cuarto de estar y le hizo señas al médico para que se sentara.

—No puedo creer que… empozó Martin Jeffers, pero ella lo interrumpió bruscamente.

—Me importa un bledo lo que usted crea o no.

Ambos guardaron silencio. Al cabo de un momento habló el médico.

—Se suponía que habíamos quedado ayer por la mañana. No aquí, ni a estas horas. ¿Qué pasa? Y por favor, aparte ese cañón. Me está poniendo muy nervioso.

—Como debe ser. Lo apartaré cuando me dé la gana. —Continuaron mirándose fijamente el uno al otro—. ¿Dónde está?

—Ya le he dicho que no lo sé.

—¿Puede buscarlo?

—No lo sé. No. Quizá. No lo sé. Pero desde luego no…

—No tengo mucho tiempo. No lo tiene nadie.

Martin Jeffers consiguió recobrar la compostura e hizo caso omiso de aquella misteriosa afirmación.

—Oiga, detective, ¿qué está haciendo aquí en mitad de la noche? Teníamos una cita acordada a la cual usted no acudió, y de repente se presenta en mi casa a las cuatro de la madrugada amenazándome con una pistola. ¿Qué diablos ocurre?

La detective Barren tomó asiento en un sillón frente a él. La pistola todavía se agitaba en el aire entre ambos. Se sacó del bolsillo el sobre que contenía la llave del apartamento de Douglas Jeffers y se lo lanzó al hermano.

Martin Jeffers lo miró.

—¿De dónde demonios ha sacado esto?

—De su mesa.

—¿Ha entrado aquí por la fuerza? Dios, pero ¿qué clase de policía es usted?

—¿Me lo habría entregado?

—De ninguna manera.

Jeffers hizo ademán de levantarse, ultrajado y furioso.

Ella alzó la pistola.

—Siéntese.

Él la miró fijamente y volvió a sentarse.

—Las amenazas son algo infantil —dijo.

—He estado en el apartamento de su hermano —anunció la detective Barren.

—¿Y?

Había depositado la bolsa de papel a sus pies. Bajó la mano y sacó la fotografía de Susan. Se la lanzó a Martin Jeffers, el cual la estudió por espacio de varios segundos.

—Esa es mi sobrina —dijo en tono de amargura.

—Sí, pero…

—La he encontrado en el apartamento de su hermano.

Martin Jeffers giró la cabeza de pronto. La respiración se le volvió áspera. Dijo impulsivamente:

—Bueno, seguro que hay una explicación…

La voz de la detective Barren fue como el aire gélido de la mañana:

—La hay.

—Quiero decir que mi hermano debe de haber…

Ella lo interrumpió.

—No me venga con alguna excusa estúpida.

—Lo que quiero decir es que a lo mejor mi hermano obtuvo esta foto de alguna forma que… Al fin y al cabo, es un profesional.

La detective no contestó. Simplemente introdujo la mano en la bolsa y sacó otra foto, la cual dejó caer en el regazo de Martin Jeffers. Una vez más, él observó con atención las dos instantáneas.

—Pero no es la misma persona —dijo por fin.

Ella le lanzó otra foto.

El separó las tres y las estudió detenidamente.

—Pero no lo entiendo, ninguna de ellas es…

La detective le tiró otra foto más.

El médico contempló esta última y luego se recostó en el sillón.

La detective Barren respiraba agitadamente, como si llevara corriendo largo rato.

Arrojó una foto más. Y después otra, y otra, hasta que por fin volcó la bolsa entera encima de las rodillas de Martin Jeffers.

—¿Que no lo entiende, dice? ¿Que no lo entiende? ¿Que no lo entiende? —repitió con cada sacudida de la bolsa.

Martin Jeffers miró frenéticamente a su alrededor, como si estuviera buscando algo a que aferrarse para conservar la calma.

—Ahora dígame —dijo ella, una vez desahogada toda la rabia reprimida—, ¿dónde está? ¿Dónde está su hermano? ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde?

Martin Jeffers hundió la cabeza en las manos.

Ella se puso a su lado de un salto y lo agarró violentamente por el hombro.

—Oh, no…

—Si se echa a llorar, lo mato —le dijo en tono agresivo.

Ella misma no sabía si lo decía en serio o no, es que de repente no pudo soportar la idea de que el hermano del asesino derramara una lágrima por sí mismo o por Douglas Jeffers, por alguien que no fueran las personas que tenía desparramadas frente a él.

—¡No lo sé! —exclamó el médico con la voz quebrada por la tensión nerviosa.

—¡Sí lo sabe!

—¡No!

La detective Barren lo miró fijamente. Después miró las fotos.

Su voz sonó teñida de furia controlada:

—¿Está dispuesto a buscarlo?

Jeffers dudó, pues dentro de su cabeza bullían dos respuestas.

—Sí —dijo por fin—. Es posible. Puedo intentarlo.

La detective se dejó caer en el sillón. En aquel momento sintió deseos de llorar ella misma.

Pero en lugar de llorar, ambos se quedaron sentados el uno frente al otro, con la mirada absorta en el espacio que los separaba.

La luz del amanecer los sorprendió a los dos sentados en medio del montón de fotos, en silencio. Fue Martin Jeffers, cuyo cerebro era un desastre de emociones aplastadas, el que habló primero:

—Supongo que ahora el primer paso consistirá en que usted se ponga en contacto con sus superiores y les diga a qué cree que se enfrenta…

—No —replicó la detective Barren.

—Bueno, tal vez deberíamos hablar con el FBI —siguió diciendo Jeffers, sin hacer caso de su negativa—. Tienen una oficina aquí, en Trenton, y yo conozco a un par de agentes. Están muy bien preparados para sernos de ayuda, supongo…

—No —repitió la detective Barren.

Jeffers posó la mirada en ella. Enseguida lo invadió la cólera. Intentó morderse la lengua, pero la tenía suelta debido a la extenuación y al dolor.

—Mire, detective, si cree que voy a ayudarla a dar caza a mi hermano a fin de satisfacer alguna venganza personal, ¡está muy equivocada! ¡Peor: está loca! ¡Olvídese y lárguese de aquí!

La detective Mercedes Barren lo miró.

—No lo entiende —dijo con calma.

—Vaya, detective, pues a mí me parece que se le da muy bien amenazar con esa jodida pistola suya… —Se sorprendió a sí mismo al pronunciar un taco—. Pero que no es precisamente muy comunicativa a la hora de proporcionar detalles. Si mi hermano ha cometido algún crimen, vale, existe un procedimiento concreto para investigarlo…

Experimentó la inquietante sensación de que ya había dicho antes aquella misma frase y había resultado igual de inútil.

—No funcionará —repuso la detective.

La derrota se burló de ella.

—¿Por qué diablos no?

—Por mí.

Suspiró profundamente y sintió insinuarse la fatiga por todo su cuerpo y su mente. Martin Jeffers la observó, pues había advertido súbitamente que había algo torcido, errado; adoptó sin esfuerzo su postura profesional y aguardó, sin decir nada, pacientemente, sabedor de que la explicación terminaría por llegar.

El silencio se tiñó de débil luz matinal.

—Por usted…

—Por mí —repitió la detective y respiró hondo—. Soy la mejor, ¿sabe usted?, siempre he sido la mejor. Una sola vez cometí un error, y tengo una cicatriz que da fe de ello. Pero eso es todo. Sobreviví, me recuperé y ya no cometí más errores. Con independencia de cuál fuera el caso, siempre he sido muy competente, la mejor. La información que consigo, las pruebas que entrego, las detenciones que hago, ¡todo! Siempre acierto. Siempre es verdad. Siempre es exacto. Cuando pongo las manos en un caso, sólo existe una conclusión: los malvados terminan detenidos, y luego van a la cárcel. No me importa qué clase de abogado puedan tener, qué clase de defensa les asista. ¿Una coartada? Olvídela. Yo se las quito de en medio. Todas…

»Yo era muy equilibrada, ¿sabe? Tenía que serlo. Durante toda mi vida la gente me robó cosas sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Pero cuando me hice policía, no. Ahí ganaba yo. Siempre. —Echó la cabeza hacia atrás y levantó la vista al ciclo. Un momento después miró a Martin Jeffers a los ojos—. Tiene que entenderlo: no hay pruebas.

Martin Jeffers meneó la cabeza.

—¿Qué está diciendo? Mire las fotos.

—No existen.

—¿De qué diablos está hablando? —Tomó un puñado de fotos y las sacudió frente a la detective—. Viene usted aquí a decirme que mi hermano ha cometido estos… estos… —Se atascó en la palabra y finalmente la saltó y continuó—: … ¡Y ahora me dice que no existen! ¿Qué diablos es esto?

—No existen.

Jeffers se reclinó en el sillón y cruzó los brazos sobre el pecho con gesto de enfado.

—Bien, explíquemelo.

—Yo siempre hice las cosas como es debido, hasta esta vez. Y cuando por fin me encargo de un asunto que significa algo, que significa todo, para mí, la cago. Lo echo a perder.

Estiró el brazo y cogió unas cuantas fotos más.

—Entré en este piso sin autorización, cogí la llave, entré en el otro piso. Esto rebasa con creces la definición de registro ilegal…

—¡Es un tecnicismo!

—¡No! —chilló la detective Barren—. Son las reglas. Peor aún: es la realidad.

—En ese caso —dijo Martin Jeffers, procurando conservar una actitud serena y analítica—, ¿por qué no acudimos al FBI? Por lo menos para enseñarles las fotos.

—Usted no lo entiende —replicó ella—. Vamos al FBI y digo, hola, señor agente, quisiera enseñarle unas fotos de homicidios que he obtenido en el curso de una investigación. Lo primero que me preguntarán ellos es qué investigación. Y yo les diré, no, en realidad estoy de baja médica en mi departamento. Eso captará su atención, llamarán a mi jefe y éste les dirá que yo estaba trastornada y obsesionada y, «cielos, espero que no le haya pasado nada». Pero no les va a decir «créanle», porque no se lo creerá él mismo. Y después llamarán a los de Homicidios del condado, y allí les dirán, sí, no es la misma desde que asesinaron a su sobrina, y sí, ya resolvimos ese caso en su día y detuvimos al agresor, está cumpliendo un trillón de años en confinamiento solitario. Y entonces el señor agente se enterará de que yo tengo acceso a cientos de fotografías igualitas que éstas, bueno, no tantas, pero casi, y llegará a la conclusión de que estoy loca. Fin de la historia…

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