Miró brevemente a su alrededor al descender del transbordador y echó a andar por la zona de carga, más allá de la taquilla. «Todo está igual —pensó—, pero al mismo tiempo distinto. Hay más edificios, tiendas y un aparcamiento nuevos. Sin embargo todo sigue estando igual.»
«Creía que no iba a volver aquí nunca más.»
Empezó a contar los años, pero se detuvo. Sabía que la casa seguiría estando donde siempre, junto a la charca, en línea perpendicular respecto del mar. Sus ojos escrutaron las gentes y los vehículos. «Seguirá estando aislada y salvaje, se dijo. Habrá permanecido tal cual.» No basaba aquella conclusión en ningún dato, sino más bien en una abrumadora sensación de familiaridad.
Era el lugar mejor y peor.
Se acordó de lo que habían dicho los «niños perdidos». Había venido al lugar donde ellos le dijeron que buscara.
Que buscara una muerte.
«En fin —se dijo—, aquí estoy.»
«Éste es el lugar para los dos.»
Cruzó la calle para dirigirse a la oficina de alquiler de automóviles, y barrió de su mente todo lo que no fuera el insistente miedo de que tal vez hubiera acertado.
El empleado estaba tomándose un
donut
con un café.
—¿En qué puedo servirle?
—Soy Martin Jeffers. Anoche hice una reserva, cuando estaba el otro empleado.
—Sí, esta mañana he visto la nota. Ha venido en el primer transbordador, ¿verdad? Y quería un coche para un par de días, ¿correcto? ¿Unas pequeñas vacaciones?
—Trabajo, más bien. Puede que dure poco, o puede que se alargue.
—Lo único es que tiene que devolver el coche en viernes. Este fin de semana es el Día del Trabajo, ya sabe. Está todo reservado, en todas partes.
—No hay problema —repuso Jeffers.
—¿Tiene una dirección en la isla para ponerla en el impreso?
El médico pensó unos instantes.
—Sí. Chilmark, al lado de Quansoo. Lo siento, pero no hay teléfono.
—Pero tendrá una playa fantástica, supongo.
—Exacto.
—La verdad —dijo el empleado mientras rellenaba el impreso— es que yo no suelo ir mucho por ahí. No se me da muy bien nadar, y con esas olas y la resaca y todo eso me da un miedo de muerte. Pero a los surfistas les encanta. No será usted surfista…
—No.
—Bien. Esos chavales alquilan coches y se meten en la playa con ellos, se quedan atascados y rompen las transmisiones.
Cogió un manojo de llaves que colgaba de la pared que tenía detrás.
—¿Necesita un mapa? —preguntó.
—No, a no ser que hayan cambiado mucho las cosas en un par de años.
—Las cosas siempre cambian. Así es la vida. Pero las carreteras no, si se refiere a eso. —El empleado le acercó el impreso a Martin Jeffers para que lo firmase—. Ya está todo. Es el Chevy blanco que está aparcado en la puerta. Devuélvalo con el depósito lleno, ¿de acuerdo? Antes del viernes.
—Hasta entonces.
Martin Jeffers arrancó el coche y avanzó con dificultad por entre el tráfico de la mañana, cada vez más intenso. Cayó en la cuenta de que no tenía ningún plan, aparte de trabar conversación con la gente que hubiera allí. «¿Qué vas a decir? —se preguntó a sí mismo—. ¿Qué vas a decirles? "Perdone, señor o señora, pero ¿no habrá visto por casualidad a un hombre que guarde un parecido familiar conmigo goteando sangre por el barrio?" ¿Qué otra cosa puedes decir, sino la verdad?»
Comprendió que era imposible. Aquella verdad en concreto se alejaba demasiado de la realidad para poder absorberla a las ocho de la mañana de un día de verano, cuando uno está desayunando placenteramente antes de bajar a la playa.
Así que pensó que era mejor que les dijera que su hermano se había perdido y que él estaba intentando encontrarlo. «Di que se ha fugado, que anda deambulando perdido en sus recuerdos, desconectado de la realidad, igual que la tía Sadie loca que todo el mundo tiene, que un día se fue de casa y tomó un tren a San Luis. Di que es un ser inofensivo. Di que estás preocupado. Di cualquier cosa.» Toda invención que se le ocurrió se le antojó igual de descabellada.
«Diles simplemente que estás buscando a tu hermano y que tiempo atrás los dos vivisteis en esa casa y has pensado que a lo mejor ha venido a hacerle una visita.» «Diles lo que desean oír.» «Pero eso va a resultar imposible.» En cambio se dio cuenta de que aquella sensación de embarazo era, con mucho, lo menos terrible que podía llegar a suceder.
Condujo surcando las primeras horas de la mañana, atravesando a toda velocidad las sombras que los verdes árboles proyectaban con tanta naturalidad sobre el pavimento. Conducía de forma automática, permitiendo que sus recuerdos se hicieran cargo de llevar el coche. Las distancias parecían extrañamente distintas, primero más largas, luego más cortas. Vio las casas que recordaba, y también otras nuevas que no recordaba. Lo complació, cosa extraña, ver que la tienda de comestibles del pueblo de West Tisbury no había cambiado. Pasó por delante, en dirección al desvío.
Siguió sin descanso la trayectoria marcada por su pasado. «El hospital está por ahí —pensó—. Pero no teníamos por qué darnos prisa, porque no había esperanza.»
Vio a su derecha la gran entrada al camino de arena y redujo la velocidad. Le sorprendió haberlo encontrado, y le sorprendió igualmente que aún conservaba el mismo aspecto. Dudó sólo un momento antes de empezar a avanzar por él. La desigual superficie sin asfaltar hacía dar nimbos al coche, y oyó ruiditos que indicaban que la pintura de los costados estaba arañándose debido a las zarzas que se inclinaban sobre el camino. Recordó el motivo por el que aquella senda no había sido asfaltada: la gente que vivía al final de la misma quería desalentar a los posibles turistas. Chocó contra algo y oyó el violento roce de los bajos del coche contra las piedras y la arena. Siempre les había salido bien.
Llevaba recorridos varios kilómetros cuando llegó a los árboles pintados con las flechas de colores. No se molestó en mirarlas; ya sabía qué dirección tomar, incluso después de tantos años. Sintió que se le aceleraba el pulso al meterse entre el ramaje de los árboles.
«Jamás imaginé que iba a regresar aquí», pensó.
Emergió del bosque y vio por primera vez la charca, a un lado del camino. Allá a lo lejos distinguió a duras penas el brillo del sol en la superficie del mar. Destacaban media docena de velas triangulares de pequeños bajeles que ya cruzaban la charca en dirección a la playa. Sus ojos se fijaron en una casa de campo situada al otro lado de la charca, varios centenares de metros tierra adentro. El viejo Johnson. Aquel viejo cabrón. «¿Todavía se dedicará a disparar a los chicos que se meten con el coche en las dunas de arena?» Hizo un alto y bajó la ventanilla. Oyó el rumor del oleaje a lo lejos y se preguntó cómo podía ser que un sonido tan constante y tan violento resultara también tan balsámico.
Entonces volvió la vista al camino y descubrió la casa.
El mejor y el peor de los sitios.
Cerró los ojos e intentó pensar qué iba a decir, y se dio cuenta de que simplemente tenía que confiar en lo que le saliera de forma espontánea. «Lo importante —se dijo—, es parecer abierto, simpático e inofensivo.»
«Tú acércate hasta la puerta y a ver qué pasa.»
Recorrió los doscientos últimos metros y metió el coche en un pequeño camino de entrada. Se apeó del mismo y contempló el edificio. Advirtió que le habían puesto varias piedras grises de más y que algunas ventanas parecían nuevas. Era una vivienda alargada y de una sola planta, al estilo tradicional de Cape Cod, con una puerta principal que daba al camino y otra trasera orientada hacia la charca y el mar a lo lejos.
Finger Point, pensó. Un brazo de tierra que se introduce en la charca apuntando hacia el océano. No era un método precisamente interesante para poner nombre a una propiedad, pero sí preciso. Contempló cómo se agitaban las hierbas a causa de la brisa en la otra orilla, en la propiedad de Johnson, y recordó cómo corría él de pequeño entre aquellas hierbas que le arañaban la piel, ajeno al dolor, intentando seguir el ritmo de su hermano. Cerró los ojos y notó el sol en la cabeza y en los hombros. Por un momento se sintió como un completo idiota, y al momento siguiente experimentó un agudo terror. Le entraron ganas de volver al coche y marcharse de allí.
«Doug no está aquí. Está en otra parte, perdido por el país, haciendo cosas atroces. Se ha ido para siempre. Da media vuelta y vete, y no vuelvas a pensar en él.»
Pero sabía que aquello era imposible, de modo que abrió los ojos.
«Has llegado hasta aquí sin mirar atrás. Bien podrías ponerte totalmente en ridículo.»
Fue hasta la puerta principal y llamó haciendo un ruido manifiesto.
«Lo siento —se dijo—. Espero no sacar a nadie de la cama.» Oyó unas pisadas en el interior de la casa, y entonces se abrió la puerta.
Se trataba de una mujer joven y guapa, de veintipocos años, calculó Jeffers, con una melena rubia que se veía contrarrestada por su atuendo, negro y mecánico.
—Disculpe —empezó Martin Jeffers. Le pareció que la joven iba vestida de modo insólito para una mañana de verano, pero no tuvo tiempo de evaluar aquella idea—. Ya sé que es muy temprano, y lamento muchísimo molestarla, pero…
De pronto se interrumpió.
La joven lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, como si su presencia le hubiera causado una fuerte impresión. Vio que sus ojos absorbían los detalles de sus rasgos faciales.
—Disculpe… —empezó de nuevo.
—Pero ¿por qué? —dijo a su espalda una voz terrible, burlona, pero totalmente familiar.
Los componentes del grupo de los «niños perdidos» fueron desfilando lentamente al interior de la sala bañada por el sol y ocupando sus asientos habituales. Hacían aquello por costumbre y por cumplir las normas de la programación del hospital, las cuales dictaban que a aquella hora del día debían estar en esa sala, recibiendo la consabida terapia. Se recomendaba no desviarse de la norma cotidiana. Así que acudían, sabiendo que la norma cotidiana ya se había roto. Pero todos ellos estaban lo bastante versados en burocracia para entender que, aunque no fuera a haber sesión, sin duda las normas exigían que todos acudieran a la sala hasta que se les ordenara explícitamente lo contrario. Sabían que Martin Jeffers no iba a asistir, porque él mismo lo había dicho. Sabían que la siguiente sesión iba a consistir en permanecer sentados mientras algún otro médico, llamado a causa de la precipitada marcha del suyo, vendría a ocupar su lugar. Y también sabían que al médico nuevo no iban a decirle nada de nada.
Aguardaron fumando, conversando en voz queda unos con otros, con ociosa curiosidad respecto a lo que iba a pasar.
Todos a una se quedaron estupefactos cuando entró por la puerta la detective Barren.
En el silencio que acompañó a su entrada, la detective Barren recorrió la sala con una mirada pétrea. «Éstos son mis enemigos naturales», pensó. Notó que se le ponía la piel de gallina.
En la sala no se oyó el menor ruido.
Esperó unos instantes y después dio unos pasos para situarse enfrente del grupo. Sintió todas las miradas sobre sí. No sabían quién era, por supuesto, pero ella supo que suscitó un odio instantáneo, profundo.
El mismo que sintió ella.
Giró y se encaró con el grupo.
Poco a poco, exagerando los movimientos, introdujo una mano en el bolso y sacó su placa dorada. La sostuvo en alto para que todos pudieran verla con claridad. La chapa reflejó la luz del sol y relumbró en su mano.
—Me llamo Mercedes Barren —dijo en tono firme—. Soy detective, del departamento de policía de la ciudad de Miami. —Hizo una pausa—. Si yo hubiera llevado los casos de ustedes, ahora estarían todos entre rejas. —Esto último lo dijo como un hecho indiscutible. En la sala reinó el silencio. Le cupieron pocas dudas de que aquellos individuos habían asimilado cuidadosamente lo que acababa de decir. Ahora vamos a sorprenderlos con un giro inesperado—: El médico que suele ocuparse de este grupo es el doctor Martin Jeffers. Pero ayer por la tarde abandonó súbitamente el hospital, poco después de la sesión con ustedes… —Hizo otra pausa—. ¿Dónde está?
La sala explotó en una cacofonía de voces; los miembros del grupo juntaban las cabezas y hablaban todos a la vez.
La detective Barren alzó una mano, y los doce pares de ojos se posaron de nuevo en ella.
Alguien murmuró:
—Que la follen.
La detective hizo caso omiso.
—¿Adonde ha ido?
Se produjo otro revuelo de conversaciones que rápidamente fue acallándose y dando paso a un silencio beligerante. Por fin uno de los presentes, un individuo fornido, picado de viruela y con una mueca burlona en la cara, dijo:
—Jódase, señora.
—¿Cómo se llama usted?
—Miller.
—Miller, cuando se le acaben estas pequeñas vacaciones, se enfrenta a una temporadita en prisión, ¿verdad? ¿Qué le parecería ir a pasarla a una cárcel de máxima seguridad?
—Puedo hacerlo —replicó Miller.
—Eso espero.
Una vez más el silencio volvió a apoderarse de la estancia, hasta que un hombre pequeñajo y redondeado llamó la atención de la detective Barren agitando la mano. Ella lo instó con una inclinación de cabeza, y él dijo en un tono sarcástico y afeminado:
—¿Por qué, detective, debemos molestarnos en ayudarla?
—¿Cómo se llama usted?
—Soy Steele —repuso él—, pero mis amigos me llaman Petey.
—Si tuvieras alguno —dijo otra voz. La detective no pudo distinguir quién había sido, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Se elevó un murmullo de risas.
—Muy bien, Steele, voy a decirle por qué deben ayudarme. Porque todos ustedes son delincuentes. ¿Y quién cono cree que ayuda a la policía? Así es como funcionan las cosas, ¿sabe? Los malvados saben donde están los otros malvados.
—¿Está diciendo que el doctor Jeffers es uno de los malvados? —El que hablaba era Bryan.
—No, no estoy diciendo eso. Pero ha ido a buscar a un tipo malo de verdad.
—¿A quién? —Esta vez fueron Senderling y Knight al mismo tiempo.
Ella titubeó. Bueno, ¿y por qué no?
—Si me ayudan, se lo diré. Pero antes quiero que acepten.
Recorrió la sala con la mirada. Vio que todos juntaban las cabezas unos con otros.
—De acuerdo —dijeron Knight y Senderling juntos—. La ayudaremos. —Rieron ligeramente—. No tenemos nada que perder.