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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (62 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Lo guardó en su maletín junto con el permiso de conducir, las tarjetas de crédito y la tarjeta de la Seguridad Social.

«Soy libre», pensó. Rió para sus adentros y dijo en voz alta:

—Bueno, no del todo. No puedo viajar a Albania ni a Vietnam del Norte.

El dinero en efectivo que había reservado para una emergencia, varios miles de dólares en billetes de veinte y de cien, se lo guardó en el pantalón. Miró el billete de avión, que descansaba en el fondo de la caja. Era un pasaje de primera clase, con la fecha abierta, sólo de ida, de Nueva York a Tokio. Sabía que desde Tokio podría desandar fácilmente el camino y dirigirse a donde se le antojara, y perderse al instante en el Lejano Oriente. Sidney, pensó. Perth. Melbourne. Aquellos nombres sonaban exóticos pero extrañamente familiares. «Será como ir a casa.» MI último objeto de la caja de seguridad era un revólver Magnum 357 limpio y de acero azulado, el cual también fue a parar al maletín. Lo había comprado en Florida varios años antes, tan sólo unas semanas antes de que la legislatura de dicho estado aprobase una nueva ley que restringía parcialmente el uso de armas. Después, con sentido de la oportunidad, denunció que se la habían robado.

«Gracias a Dios —pensó—, que tenemos la Asociación Nacional del Rifle.»

Se quedó unos instantes mirando la caja de seguridad ya vacía, y recordó lo reconfortante que había sido saber que estaba allí todo aquello, por si acaso lo necesitaba alguna vez. «Mi válvula de emergencia.» Se reclinó en la silla. Australia. Un lugar maravilloso para empezar desde cero. «A ver quién echa el lazo a este canguro.» Regresó a la mesa de la señorita Mansour tarareando en voz baja
Waltzing Matbilda
.

—¿Todo bien? —le preguntó ella en tono jovial.

—Todo en orden —contestó él.

Firmó unos cuantos papeles más. Contempló su firma y se sintió satisfecho de ella. Se saludó a sí mismo: «Hola. Encantado de conocerte. ¿A qué has dicho que te dedicabas? A lo que te apetezca. Absolutamente a lo que se te antoje.»

El sol lo iluminó de lleno cuando salió de la penumbra del banco, y sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la claridad. Confirmó la presencia de Anne Hampton en el interior del coche, esperando.

«Ya no falta mucho, Boswell.»

Canturreando satisfecho para sí, cruzó la calle. Saludó a una anciana que pasó por su lado y dio los buenos días a un par de niños que probablemente no tendrían más de seis o siete años y que estaban saboreando los últimos días de asueto antes de que comenzaran las clases con sendos cucuruchos de helado de chocolate.

Anne Hampton levantó la vista hacia él cuando regresó al coche.

—Vamos a la playa —anunció Jeffers.

Anne Hampton pasó una buena parte del día dormitando mientras Douglas Jeffers atravesaba el estado de Massachussets en dirección a Cape Cod. Parecía ensimismado, pero sin estar preocupado. Encendió la radio y encontró una emisora que ponía música de los años sesenta y rock and mil, la cual, según le había dicho Jeffers, era la única música que merecía la pena oírse por la radio. Insistió en tono ligero en que el único tipo al que él prestaba atención era el de Nueva Jersey, y eso porque llevaba dos décadas comportándose como un refugiado. Le habló de una ocasión en la que le encargaron hacer fotos de un concierto de rock.

—Es la única vez en toda mi vida que he pasado miedo de verdad. Nos tenían allí abajo, enfrente del escenario, y cuando salieron aquellos cuatro individuos con leotardos, maquillaje fosforescente y boas de plumas, Dios, la masa del público que estaba detrás de las barreras se puso a empujar hacia delante. Yo ya me veía aplastado por una falange de adolescentes de ojos llorosos.

»Todos los fotógrafos luchaban por un poco de aire y de espacio, y de pronto vi en el escenario a un tipo de melena rubia que le llegaba hasta el culo y ojillos brillantes agitando los brazos y dando saltos para animar al público. Muerto a causa del rock and roll… —Douglas Jeffers rompió a reír—. Y allí estaba yo, empujado contra el escenario, sin espacio para moverme, con niñas chillando por todas partes, y lo único en que pensaba era que aquello era contra lo que nos habían advertido nuestros padres. Una conspiración de los rojos. Por lo menos eso era lo que parecía en aquella época.

Conducía sin prisas, permitiendo que lo adelantaran los demás coches. Anne Hampton advirtió que Jeffers no parecía sentirse presionado, sin embargo se veía a las claras que seguía un plan establecido.

Ya caía la tarde cuando llegaron al desvío para tomar la carretera 6, la cual lleva a Cape Cod. Ella nunca había estado en aquel lugar, y contempló detenidamente las hileras de destartaladas tiendas de antigüedades, los puestos donde vendían melaza de agua salada y los emporios de camisetas, que se mezclaban con restaurantes de comida rápida y gasolineras a un lado de la carretera.

—No lo comprendo —dijo—. Tenía entendido que Cape Cod era muy bonito.

—Y lo es —replicó Jeffers—. Al menos en el lugar al que vamos nosotros. Pero nadie ha dicho que fuera bonita la carretera. Que no lo es. De hecho, bate el récord mundial de fealdad.

Pasaron por el puente Bourne con las últimas luces del día. Anne Hampton vio barcazas allá abajo, surcando lentamente el canal. Más adelante había una rotonda, y Jeffers hizo bromas acerca del elemento de libertad para todos y supervivencia del más apto que regía en el tráfico del estado de Massachussets. Tomaron un rápido almuerzo en una cafetería de Falmouth y después continuaron carretera adelante hacia el muelle del transbordador de Woods Hole. Anne Hampton vio una lancha guardacostas atravesando la oscuridad con su casco pintado de un blanco reluciente. El transbordador en sí se hallaba bañado por la luz de las farolas de la calle y los faros de los coches. Había una fila de vehículos alineados en la calle y un adolescente con una gorra de visera que sostenía un radiotransmisor. Jeffers bajó la ventanilla.

—Tengo una reserva en el transbordador de las ocho treinta —dijo.

—Muy bien —respondió el adolescente. A Anne Hampton se le ocurrió que seguramente aquel chico era exactamente igual que los jóvenes que habían visto la noche anterior—. Sitúese detrás de ese monovolumen.

Jeffers avanzó un poco. Apareció otro muchacho que le pidió los billetes.

—¿Sabes qué es lo que me ha gustado siempre de este transbordador? —dijo Jeffers, pero no esperó la respuesta—: Que tiene un diseño completamente funcional. No tiene parte delantera ni parte trasera. Se puede decir que lo de delante es como lo de atrás. Uno entra con el coche en Woods Hole y sale en Vineyard Haven. Tiene el mismo portón en ambos extremos, y se limita a ir y venir como un yoyó entre los dos muelles.

Anne Hampton miró a su alrededor y contempló cómo entraba y salía gente de la achaparrada oficina del transbordador ubicada junto al muelle. Vio una hilera de ciclistas con mochilas que se colocaban delante de la fila de coches. Vio que los encargados del transbordador iban haciendo entrar a los coches por un portón que tenía el barco, que se alzaba blanco y negro contra el cielo del ocaso. Desde donde se encontraba no alcanzaba a ver el mar abierto, pero lo notó en el aire que penetraba por la ventanilla de Jeffers.

—¿Adónde…?

—A la isla de Martha's Vineyard —contestó Jeffers—. La residencia de verano de la clase alta. Ricos de toda la vida, nuevos ricos, todos vestidos con vaqueros y camisas corrientes. En donde rodaron la película
Tiburón
… —Se puso a imitar la conocida e inquietante música—. También han venido aquí todos los Kennedy. ¿Recuerdas aquella ocasión en que Teddy cruzó a nado desde Chappaquiddick hasta Edgartown? Por lo menos afirmó haberlo hecho. Jackie tiene allí una casa, y también Walter Cronkite, la mitad de la plana mayor del
New York Times
y más poetas y novelistas por metro cuadrado de los que se pueden contar. John Belushi fue propietario de una casa en Chilmark durante unos cinco minutos, antes de que se las arreglara para que lo asesinaran en Los Ángeles, y ahora está enterrado aquí, en un lugar sorprendente denominado la Colina de Abel. Su tumba está siempre rodeada de críos que acuden a verla. Es una isla muy inofensiva —afirmó Jeffers—, está llena de la sofisticación de la elite de la Costa Este. Es tranquila, agradable, bonita y relajada. Para los que viven en ella, argumentos de polémica serían una escasez de filetes de pez espada o un exceso de ciclomotores en las carreteras. Sus habitantes son simpáticos y aprecian las cosas buenas de la vida asequibles para todo el que tenga un porrón de dinero, envueltos en una visión descafeinada de la vida cotidiana. Un montón de gente guapa que vive en armonía intelectual. Desde el uno de junio hasta la fiesta del trabajo. —Calló unos instantes—. El lugar perfecto para que suceda algo indeciblemente horroroso.

Jeffers condujo un poco al azar alrededor de la isla, recorriendo sus carreteras estrechas y sin iluminar. Los faros del coche arrancaban formas caprichosas a la tenue bruma y los árboles vecinos. Al doblar una curva se toparon con un gran búho cornudo que estaba devorando un conejo o un ratón almizclero que no había logrado cruzar la carretera con éxito. El animal extendió de pronto sus enormes alas blancas y graznó irritado por aquella inoportuna interrupción. Pareció erguirse como un espectro frente a ellos, justo encima del capó del coche, y por un instante Anne Hampton creyó que iba a chocar contra ellos, y dejó escapar una exclamación de miedo ahogada que la sacó de su agotamiento.

No sabía qué hora era, pero sí que era más de medianoche y que iban adentrándose en la madrugada. Jeffers parecía infatigable, con la adrenalina a tope y la voz alerta y jovial.

Jeffers cruzó la isla de un extremo a otro varias veces, lo cual desorientó completamente a Anne Hampton a pesar del hecho de que durante todo el tiempo fue siguiendo un folleto de viajes. Escogía diversos puntos y los vinculaba a un recuerdo, igual que una persona que visita un lugar favorito al cabo de muchos años. Anne Hampton intentó tomar apuntes, pero descubrió que la atención de Jeffers iba saltando de un recuerdo trivial a otro, nada que tuviera que ver con la muerte o con morir. En vez de eso, hablaba de cuál era el mejor sitio para buscar arándanos silvestres o de los senderos secretos que conducían a las mejores playas de la isla. La llevó a los acantilados de Gay Head y la dejó asomarse al borde para contemplar el océano. Ella vio espuma blanca allí donde las olas chocaban contra la playa, e incluso en la oscuridad logró distinguir el lento movimiento de las grandes ondas que surcaban el negro mar. Soplaba una suave brisa que le azotaba el rostro, y por un momento se imaginó a sí misma precipitándose por aquellos gigantescos acantilados grises y rojos y perdiéndose en el olvido. Sintió la mano de Jeffers en el brazo y vio que estaba señalando hacia alta mar.

—Allá a lo lejos —dijo— hay una isla llamada Tierra de Nadie, utilizada por la Marina para ensayar armas. Se puede ver en un día despejado, y si el viento es el adecuado, de vez cuando se puede oír el retumbar de los explosivos. Siempre he querido ir, desde que era pequeño, no por las prácticas que realiza la Marina, que son interesantes, a veces se ve el humo de los reactores, sino para ver cómo está después de llevar tantos años sufriendo bombardeos. Es como una visión del futuro, diría yo…

»Pero nunca he ido. En una ocasión estuve a punto, cuando era pequeño, una vez que fuimos a pescar. Estábamos de lo más ajetreados, y de repente apareció encima de nosotros un helicóptero de los guardacostas que nos dijo que nos fuéramos de allí cagando leches. —Rió—. Y obedecimos.

—¿Venía aquí a menudo? —inquirió Anne Hampton.

—Unos cuantos veranos, cuando era pequeño. Dejamos de venir cuando, en fin, cuando me hice mayor. —Miró en derredor—. Ha cambiado. Es lo mismo, pero diferente. Hay algunas cosas nuevas y muchas otras viejas. Hay estabilidad, continuidad. Pero también crecimiento. Todo cambia. Todo sigue igual. Como la vida.

Rió otra vez.

Pensó en el pasaporte, el billete de avión y el dinero que aguardaban dentro del maletín.

Volvieron a subirse al coche y Jeffers enfiló de nuevo hacia el centro de la isla. Anne Hampton no se tomó la molestia de preguntar qué planes tenía ni dónde pensaba parar a dormir.

Jeffers se preguntó por qué, en lugar de su habitual actitud de rígida satisfacción, sentía una especie de placer relajado, casi de lasitud. Notaba un leve mareo, como si se hubiera pasado de la raya bebiendo un vino excelente y no estuviera borracho como una cuba pero sí un poco achispado. Después de haber respetado de forma tan estricta ideas y conceptos, de haberlo planificado todo, hasta los billetes de ida y vuelta en el transbordador, ahora no tenía prisa alguna. Se dijo que quería paladear aquel último acto, ejecutarlo hasta el final. Sintió una oleada de sangre en las venas, caliente, excitante. Escuchó su corazón y se dijo que iba a resultar difícil despedirse de su antigua identidad.

«Pero, piensa en la creación de la nueva.» Sonrió para sus adentros.

Pasaron por el pueblecito de West Tisbury, y Jeffers se llamó a sí mismo al orden.

«Ya no falta mucho», pensó.

Cobró ánimos mentalmente y se concentró en los problemas que tenía entre manos.

Anne Hampton se volvió hacia Jeffers y vio que de pronto éste parecía muy atento. Se había inclinado hacia delante en el asiento, y sabía que aquello quería decir que iba a ocurrir algo. Hizo que todo su cuerpo se pusiera en tensión, y se escurrió hacia el borde del asiento. Jeffers había mencionado algo acerca de un final, y sospechó que estaba empezando a producirse. Notó que su sensación de adormecimiento huía de ella, y gobernó sus sentimientos igual que una reserva militar que se mantiene bajo control en ese momento crítico de toda batalla en que está en juego la victoria o la derrota.

Jeffers giró para tomar una arenosa carretera secundaria, y de inmediato comenzaron a transitar dando tumbos por un camino sin asfaltar y lleno de altibajos. Los arbustos y los retorcidos árboles de la isla parecieron envolverlos como si fueran por un túnel, y Anne Hampton enseguida tuvo la sensación de haberse apartado de la civilización para adentrarse en un entorno más salvaje, prehistórico. El coche bostezaba y gemía obedeciendo a las manos de Jeffers, que lo conducía lentamente por el camino. De vez en cuando los neumáticos resbalaban brevemente en la arena y el habitáculo interior se llenaba con el ruido áspero y rasposo de los matorrales que rozaban los costados. Tras recorrer dando botes lo que a Anne Hampton se le antojó más de un kilómetro y medio, internándose cada vez más en aquel bosque de la playa, llegaron a un cruce de cuatro minúsculos senderos. Había unas pequeñas flechas de diferentes colores que apuntaban cada una a una ruta distinta. Los cuatro senderos parecían todavía más pequeños, más angostos y más oscuros.

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