Retrato en sangre (71 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Se negó a pensar ni por un solo instante que pudiera haber tomado una dirección completamente errónea.

—No te detengas —dijo.

De pronto vio un pequeño claro entre los árboles, y pisó el acelerador con más tuerza, agradecida. El coche dio un salto adelante y a continuación se hundió en el suelo, dando la impresión de caer, igual que un atleta que tropieza justo unos centímetros antes de la línea de meta. Lanzó un grito de miedo. Oyó un ruido parecido a un chasquido, y después otro como de triturar.

Detuvo el coche y se apeó.

Las dos ruedas delanteras se habían metido en un hoyo pequeño pero, desgraciadamente, eficaz. Golpeó el volante en un momentáneo arrebato de frustración, y después tragó saliva y miró en derredor. Apagó el motor y las luces. «Está bien. Puedes recorrer andando lo que queda. No es tan terrible, de todas formas tenías planeado abandonar el coche. Tú no te detengas, no te detengas.» Echó a andar hacia el claro que se abría entre los árboles, acomodando rápidamente la vista a la oscuridad reinante. Asió con fuerza la pistola y empezó a correr, primero con suavidad, temerosa de hacerse en un tobillo lo mismo que le había hecho el hoyo a las ruedas del coche. Pero el paso vivo la estimuló, de manera que aceleró la marcha escuchando el golpeteo que hacían sus pisadas contra la superficie de arena del camino.

La senda se asemejaba a un túnel, cuyo final alcanzó a ver. Apretó el paso, y de pronto salió de las bajas ramas de los árboles a una ancha explanada de hierba bañada por la luz de la luna. Un tanto mareada, dirigió la mirada hacia el cielo y quedó abrumada por los miles de estrellas que parpadeaban en la inmensidad. Se sintió minúscula y sola, pero confortada por el hecho de haber salido de los árboles. Por un instante creyó que iba a cegarla el resplandor de la luna y se detuvo, jadeante, para orientarse un poco.

Vio un ancho reflejo a su izquierda: la charca. Distinguió con nitidez la franja de arena que había entre la explanada de hierba y la orilla del agua. Contuvo un momento la respiración y se dio cuenta de que incluso percibía el rítmico chocar del oleaje contra la costa. Dirigió la vista hacia allí y distinguió sin dificultad el perfil negro de South Beach, a un kilómetro de distancia.

Lo he encontrado.

Ya estoy aquí.

Miró al frente, esperando ver la casa, pero no la vio. Entonces sé volvió para mirar a la derecha, esperando ver más charca, pero lo único que encontró fue el oscuro bosque, que se estiraba adentrándose en la isla.

—Esto no puede ser —exclamó en voz alta, titubeando, preocupada de pronto—. Esto no puede ser en absoluto. Se supone que Finger Point es un brazo de tierra estrecho, con agua por los dos lados.

Avanzó tres metros, como si la topografía fuera a cambiar por el hecho de mirarla desde un ángulo ligeramente distinto.

—Esto no puede ser —volvió a decir.

Una docena de sentimientos contradictorios y disonantes reverberaron dentro de ella.

—Por favor —dijo—, tiene que ser.

Bajó hasta la orilla del agua y contempló la charca. El brillo de la luna se reflejaba en el suave chapoteo de las olas. Miró fijamente la noche, hacia la orilla opuesta.

Entonces se agachó y hundió las rodillas en la arena.

—No —dijo en voz queda—. Por favor, no, no, no.

Frente a sí tenía el lago, que en una dirección se extendía hacia las filas de dunas de arena de South Beach. Pero atrás, justo en línea recta respecto de donde se encontraba, descubrió un espigón de tierra negro que se introducía en el centro de la charca.

—No —dijo con suavidad—, no es justo.

Vio la casa que había en el extremo del brazo de tierra y supo entonces que lo que estaba viendo era el lugar donde aguardaban los hermanos Jeffers. Concentró la vista y advirtió que el resplandor de la luna alcanzaba a iluminar lo que supuso que era la forma blanca del coche de alquiler de Martin Jeffers.

Se dobló por la cintura y golpeó la arena con los puños.

—No, no, no —gimió.

Todavía arrodillada, giró la cabeza y volvió a mirar el bosque. «Me he equivocado de camino —pensó—, he tomado el que no era y he llegado a la orilla contraria de la charca. Venir hasta aquí, para luego equivocarme al escoger la senda.»Sintió que la invadía el desánimo e intentó sobreponerse.

Por fin, jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos, recuperó el control.

Se puso de pie.

—No pienso dejarme vencer —declaró en voz alta, y alzó un puño hacia la casa. Esperadme, porque voy a por vosotros.

Holt Overholser se apartó de la mesa mirando lo poco que había quedado en el plato de su segunda ración de pescado guisado, y dijo:

—Maldita sea.

—¿Qué sucede, querido? —preguntó su mujer—. ¿Le pasa algo al pescado?

Él negó con la cabeza.

—Es que ha ocurrido una cosa que me tiene preocupado —repuso.

—Bueno, no te lo guardes para ti —dijo ella, recogiendo los platos de la cena—. ¿Qué estás rumiando todo el rato? Las preocupaciones son malas para la digestión, ya sabes.

Holt reflexionó por un instante sobre el hecho de que su esposa veía el mundo organizado de una forma bastante tajante: todo era digestión. Si los árabes y los judíos comieran más grano, no estarían siempre luchando. Si los rusos llevaran una dieta más equilibrada y redujeran la ingesta de calorías, no estarían a todas horas golpeándose el pecho y lanzando amenazas contra la paz en el mundo. Si los terroristas dejaran de comer carne roja y consumieran más pescado, no necesitarían secuestrar aviones de pasajeros. Los republicanos comían demasiados alimentos grasos, lo cual les dañaba el corazón y les proporcionaba un aspecto físico conservador, por eso ella siempre votaba a los demócratas. En cierta ocasión Holt probó a preguntarle acerca de algunos miembros de la delegación del Congreso en Massachussets, que eran más robustos que los republicanos, como Tip y Teddy, pero ella no le hizo caso.

—Pues que justo cuando iba a cerrar he recibido la visita de una detective. Ha venido nada menos que desde Miami.

—¿Estaba investigando un caso, querido? Ha debido de ser emocionante.

—Ha dicho que no.

—¿Y por qué no la has traído a cenar a casa?

—Pero iba armada. Y me ha dado una explicación que cuanto más pienso en ella menos sentido le encuentro.

—Bueno, querido, ¿y qué vas a hacer?

Holt Overholser reflexionó unos instantes. Puede que él no fuera Sherlock Holmes, pero desde luego estaba a la altura de Mike Hammer.

—Creo que voy salir a dar un paseo —anunció—. No te preocupes, estaré de vuelta para ver
Magnum
.

Se puso el cinturón militar tipo Sam Browne con su correa sobre el hombro y se dirigió hacia el gran furgón policial con tracción a las cuatro ruedas.

Martin Jeffers seguía inmóvil en su asiento, observando a su hermano, que paseaba nervioso por la habitación. En un momento dado intentó cruzar su mirada con la de Anne Hampton, pero ésta se hallaba en una postura rígida, sentada a la mesa con el lápiz suspendido en el aire. Por un instante se imaginó lo que debía de haber pasado; no tenía ni idea, pero sabía que debía de haber sido duro, para haberla llevado a aquel estado semi-catatónico en el que parecía encontrarse.

Esa observación lo sorprendió. Era la primera reflexión que hacía, desde que llegó a Finger Point, que por lo menos revelaba cierto conocimiento psicológico rudimentario. Intentó darse una orden a sí mismo: «¡Haz uso de lo que sabes!»

Luego negó apenas con la cabeza, en un levísimo gesto de aceptación, para decirse que no había esperanza.

«En este momento, no soy nada más que el hermano pequeño.»

Miró a Douglas Jeffers y pensó: «Con él, es lo único que seré siempre.»

Clavó la mirada en su hermano, el cual parecía muy excitado. Daba la impresión de estar evaluando la situación a cada paso que daba.

—No deja de ser curioso —dijo Douglas Jeffers en un tono de voz desprovisto de humor— que uno se meta en una situación tan compleja emocionalmente que clama al cielo, y que en cambio haya tan poca cosa, si es que hay algo, que decirse el uno al otro. ¿Qué vas a hacer? ¿Decirme que no puedo ser como soy? —Ese comentario vino acompañado de una risa explosiva—. En fin —dijo el hermano mayor—, cuéntame algo que venga al caso, algo que sea importante. Háblame de esa mujer policía.

—¿Qué quieres saber?

Su hermano paró en seco y lo apuntó con el arma.

—¿Crees que dudaría un segundo? ¿Crees que el hecho de que seas hermano mío te concede una dispensa especial? ¡Has venido aquí! ¡Sabías lo que pasaba! De modo que también conocías los riesgos…, así que no me jodas con respuestas evasivas.

Martin Jeffers afirmó con la cabeza.

—Es de Miami. Está convencida de que tú asesinaste a su sobrina… —No pudo afirmar lo que sabía y en lo que su cerebro no dejaba de insistir: «¡Tú mataste a su sobrina! ¡Las mataste a todas!—…»

Fue ella la que entró en tu apartamento y encontró las fotos.

—¿Y dónde está ahora?

—La he dejado en Nueva Jersey.

—¿Por qué?

—Porque tiene la intención de matarte.

Douglas Jeffers lanzó una carcajada.

—Vaya, eso resulta muy sensato desde su punto de vista.

—Doug, por favor, ¿no podemos…?

—No podemos, ¿qué? Marty, siempre has sido un soñador. ¿No te acuerdas de todos aquellos libros que te leía yo cuando eras pequeño? Siempre eran fantasías, aventuras, con héroes que luchaban por causas justas haciendo frente a inmensos obstáculos. A ti siempre te gustaban las historias de soldados que luchaban en batallas desesperadas, caballeros que se enfrentaban a dragones. Te gustaban los libros en los que triunfaba la bondad…

»¿Sabes una cosa? No es así. Nunca sucede así. Porque aun cuando gane el bien, éste se rebaja y se ve obligado a vencer al mal con sus propias reglas de juego. Y eso, querido hermano, es una derrota mucho peor.

—Eso no es verdad.

Douglas Jeffers se encogió de hombros.

—Cree lo que quieras, Marty. Da lo mismo. —Hizo una pausa y después prosiguió—: Cuéntame más. ¿Es buena detective? ¿Cómo se llama?

—Mercedes Barren. Supongo que sí es buena detective. Me encontró a mí…

Douglas Jeffers resopló, burlón:

—¿Y crees que también va a encontrarme a mí?

Martin Jeffers asintió.

Su hermano lanzó una carcajada estridente, furiosa.

—No tiene la menor posibilidad. A menos que tú le hayas dicho adonde tiene que ir. Pero no se lo has dicho, ¿verdad, hermano?

Martin Jeffers negó con la cabeza.

Douglas Jeffers frunció el ceño.

—No te creo una palabra. —Calló unos instantes—. Mira, es probable que no supieras que se lo estabas diciendo, pero se lo has dicho. Te conozco, Marty. Te conozco tan bien como a mí mismo. Eso forma parte de lo que significa ser el mayor: el mayor carga con el hecho de comprender las cosas, el menor tan sólo carga con respeto y envidia a partes iguales. Así que, aunque tú creas que te has librado de ella, lo más probable es que sea que no. Le habrás dicho algo, seguramente ni siquiera sabes qué. Pero lo habrás dicho, y ahora seguro que viene para acá. Sobre todo si es lo bastante inteligente para venir buscándote a ti primero. Pero ¿estará muy cerca? Ésa, querido hermano, es la pregunta que hay que hacerse. ¿Estará al otro lado de esa puerta?

Los ojos de Martin Jeffers se posaron involuntariamente en las puertas de cristal correderas. Su hermano rió de nuevo, en tono amenazante.

—¿O estará un poco más atrás? Quizá se encuentre a unas horas de aquí.

Sonrió, pero con un humor sobrenatural.

—Oh, Doug…

—Mira —continuó—, después de esta noche desapareceré durante mucho tiempo. Se me ocurrió venir a Finger Point porque lo consideré un sitio excelente en el que volver a nacer. Y no lo digo en sentido religioso fundamentalista. Tenemos gran cantidad de recuerdos, diría yo, flotando por aquí. Es una broma. En cualquier caso, aquí es donde todo vuelve a empezar para mí. A empezar desde cero. De vuelta a la línea de salida, libre como un pájaro.

—Explícate.

Douglas Jeffers indicó con un gesto la bolsa del equipo fotográfico.

—Detalles, detalles. Baste decir que en el interior de esa bolsa está mi nuevo yo.

—Sigo sin entenderlo —dijo Martin Jeffers.

—Sólo hay una cosa que necesitas saber —dijo bruscamente su hermano mayor—. Mi nuevo yo no tiene hermanos.

Aquellas palabras golpearon a Martin Jeffers en lo más hondo.

Sintió un amago de náusea y procuró serenarse aferrándose a los brazos del sillón.

—No lo harás —dijo—. No te creo capaz.

—No seas ridículo —replicó Douglas Jeffers, irritado—. Boswell te lo puede confirmar: en ningún momento he tenido escrúpulo alguno en matar a nadie, ¿verdad, Boswell?

Ambos se giraron hacia Anne Hampton. Ella negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué habría de dudar en matar a mi hermano? ¡Vamos! Caín mató a Abel, ¿no? ¿No es ése el mayor secreto que guardan todos los hermanos? Todos queremos matarnos el uno al otro. Ya deberías saber eso, el loquero eres tú. Sea como sea, ¿qué mejor camino puede haber para alcanzar la libertad plena y total? Estando tú vivo, yo siempre sabría que existes, como un vínculo sólido e indestructible con el pasado. Supón que un día tropezáramos el uno con el otro en la calle. O que vieras una foto mía en alguna parte. Yo nunca podría estar seguro, nunca podría tener la seguridad total. ¿Sabes una cosa tonta de verdad? Que estaba dispuesto a correr ese riesgo. Hasta que tú te presentaste aquí. En ese momento, nada más verte, comprendí lo equivocado que estaba. Si quería vivir, en fin…, lo entiendes, ¿no? Al desaparecer tú, bueno… —Se alzó de hombros—. Me parece razonable.

—Doug, tú no, no seas, qué es lo que… —Martin Jeffers dejó la frase sin terminar. Se sentía confuso y perplejo. ¡Pero si he venido a salvarlo!, pensó.

En eso, dando un salto que aterrorizó a todos, Douglas Jeffers atravesó la habitación y apoyó el cañón de la automática bajo la garganta de su hermano.

—¿Sientes la muerte? ¿La hueles? ¿Notas su sabor en los labios? Todos lo sintieron, aunque sólo fuera por un instante, pero lo sintieron.

—Doug, por favor, por favor…

Douglas Jeffers retrocedió.

—La debilidad es repugnante. —Miró a su hermano—. Debería haberte soltado, y así también tú habrías muerto.

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