—Boswell —dijo Douglas Jeffers con la voz teñida de auténtica sorpresa—. ¡Que me aspen!
Bajó la vista y descubrió un reguero de color rojo en su camisa.
La bala le había atravesado el costado, desgarrando la carne a la altura de la cintura, y después se había perdido en la noche. Supuso al instante que no era una herida mortal, que sería dolorosa pero que podía sobrevivir a ella.
Y en aquel mismo momento supo que aquello lo había matado.
Enseguida lo inundó una oleada de emociones.
«No puedo ir a un hospital —pensó—. No puedo entrar en la sala de urgencias diciendo: venga, cúrenme esta herida de bala sin hacer preguntas.»
Lo comprendió al instante, con total naturalidad. «Se acabó —se dijo—. Ha terminado por obra del disparo infortunado de una niña confusa.»
—Boswell —dijo con suavidad—, me has matado.
Doug Jeffers alzó su propia arma y apuntó con ella a Anne Hampton.
La joven dio un respingo, y se le resbaló de entre los dedos la pistola de la detective Barren, que se estrelló contra el suelo. Se quedó rígida, a la espera de ver salir su propia muerte por el cañón del arma.
—Lo he intentado…, lo he intentado.
La detective Barren vio que la muchacha dejaba caer las manos a los costados rindiéndose, aceptando aturdida su destino. Vio que Douglas Jeffers apuntaba con su arma, listo para disparar. Fue como si todo lo que le había ocurrido hasta entonces convergiera sobre aquel segundo concreto, y los recuerdos y la fuerza se unieron para combatir el dolor. Se arrastró hacia el asesino gritando:
—¡No, no, no! ¡Susan! ¡Corre! ¡Yo te salvaré!
Sabía que esta vez sí que podía, sí que podía. Avanzó por el suelo empleando hasta el último gramo de fuerza residual que pudo encontrar y alargó el brazo para agarrar al asesino de la pierna, para hacerlo perder el equilibrio, para obligarlo a caer hacia ella.
—¡Corre! —chilló de nuevo, ya ajena a todo salvo los sufrimientos que llevaban tantos meses atormentándola—. Susan… —gimió al tiempo que lanzaba las manos hacia delante, arañando el suelo con las uñas, en un desesperado esfuerzo por hacer presa en el hombre al que llevaba tanto tiempo persiguiendo.
En eso, Martin Jeffers saltó de su silla, todavía atado con la cuerda.
—¡No, no, no! —chilló al tiempo que caía sobre una rodilla y se levantaba de nuevo y se arrojaba hacia delante mientras su hermano hacía una curiosa pausa en medio de aquel baile mortal. Se interpuso delante de la joven y se volvió hacia su hermano.
—No, Doug —le dijo—. Más, no.
Los dos hermanos se miraron el uno al otro. Martin Jeffers vio que los ojos de su hermano primero relampaguearon y al momento siguiente cedieron.
—Por favor —repitió. Douglas Jeffers dio un paso atrás, todavía apuntando a Anne Hampton, y ahora también a su hermano. Lanzó una mirada a la detective, que se retorcía en el suelo—. Por favor, Doug.
Aquella voz hizo que Douglas Jeffers recordara a su hermano en todos los momentos perdidos de la infancia, cuando Marty lo llamaba, necesitado de tenerlo a su lado.
Titubeó de nuevo. Se llevó una mano a la cintura y la retiró manchada de sangre. Creyó oír una vez más aquel «por favor».
Entonces dio media vuelta y desapareció por la puerta.
Holt Overholser llegó por el camino de entrada de la casa de Finger Point y descubrió al individuo que salía a toda prisa por el porche delantero. Accionó el interruptor que ponía en marcha las luces estroboscópicas azules y rojas del techo del vehículo. Al tiempo que pisaba bruscamente el freno, vio que el individuo se volvía y adoptaba la postura de disparar.
—¡Me cago en la leche! —gritó Holt, agachándose al tiempo que la luna del parabrisas estallaba en mil pedazos—. ¡Madre del amor hermoso!
Enseguida se revolvió y sacó su revólver reglamentario, y le vino a la cabeza el terrible presentimiento de que quizás hubiera olvidado cargarlo aquel año.
No se tomó la molestia de comprobarlo. Blandiendo la pistola, se bajó del coche y disparó cuatro tiros en la dirección del fugitivo. El primero dio en el capó del Ford produciendo un ruido similar a un gato en celo. El segundo explotó en el suelo, a unos tres metros del coche. El tercero se metió en la casa en la que se encontraban las personas a las que sin saberlo aún debía salvar, y el cuarto se perdió en la oscuridad de la noche.
—Santo cielo bendito —exclamó.
Hizo el esfuerzo de acordarse de lo que le habían enseñado, y por fin adoptó la postura adecuada, con las piernas separadas, las dos manos en la pistola, ligeramente agachado, listo para la acción.
Pero no hubo acción.
Ante sí se abría la noche, inacabable.
—¡Joder! —dijo.
Echó a correr hacia la casa. Si el departamento de policía de West Tisbury tenía algún procedimiento para acontecimientos como aquéllos, sin duda lo había escrito Holt. Pero él no había escrito nada, y ellos tampoco, de modo que se limitó a irrumpir alegremente en el interior de la casa empuñando la pistola.
Lo que vio no logró sino confundirlo aún más.
Anne Hampton había desatado a Martin Jeffers, y los dos estaban ayudando a la detective Barren a sentarse en un sofá.
—¡Santo cielo! —exclamó Holt.
Anne Hampton señaló con gestos la habitación de atrás.
—Ahí dentro está la familia Simmons —dijo—. Sáquelos.
Holt corrió a la puerta de dicha habitación y descubrió a la familia atada y amordazada. Se agachó y cortó las ligaduras del señor Simmons.
—Desátelos usted —le dijo. Seguidamente regresó a toda prisa a la habitación principal. Anne Hampton y Martin Jeffers estaban intentando atender la pierna herida de la detective Barren.
Holt vio el teléfono y lo levantó. Marcó el número de emergencias y aguardó hasta que oyó la voz de Lizzie, que le resultó exasperante por la calma con que le habló.
—Policía, emergencias y bomberos —dijo.
—Por Dios, Lizzie, soy Holt. Estoy en una situación comprometida, no sé, santo ciclo, ¡ese tipo me ha disparado!
—Holt —contestó Lizzie con gran dominio de sí misma—, ¿dónde te encuentras exactamente?
—¡Por el amor de Dios, me refiero a que ha habido disparos! Podrían haberme matado. ¡Estoy en Finger Point, por Dios bendito!
—Está bien, Holt, cálmate. ¿Se trata de una emergencia?
—Por todos los santos del paraíso —exclamó Holt—, ¡puedes estar segura de ello!
—Muy bien —repuso Lizzie—. En unos minutos sale para allá la policía estatal. ¿Necesitas una ambulancia?
—¡Dios de los cielos, necesitamos una ambulancia, necesitamos a todo el mundo! ¡A los guardacostas, a la policía, por todos los santos! ¡Necesitamos a los marines!
—Está bien, Holt, ya van para allá.
Lizzie Barry se puso a hacer las llamadas correspondientes, y comenzaron a sonar las sirenas perforando la noche.
Martin Jeffers y Anne Hampton se sentaron cada uno a un lado de la detective Barren. Anne Hampton le preguntó:
—¿Podrá aguantar? La ambulancia ya está en camino.
La detective Mercedes Barren apoyó la cabeza sobre el hombro de la joven y asintió. Martin Jeffers dijo con expresión de perplejidad:
—¿Te has fijado, Boswell? ¿Te has dado cuenta de cómo habla ese poli?
Anne Hampton sonrió.
—Me he fijado.
Martin Jeffers rió y rodeó a ambas mujeres con los brazos.
Los tres se miraron entre sí.
—Bueno, imagino que esto se ha acabado —dijo Anne Hampton.
Los otros dos asintieron, y todos juntaron las cabezas. A Martin Jeffers le empezaron a rodar las lágrimas por la cara, y poco después se le sumaron la detective Barren y Anne Hampton. Ninguna de las dos lloraba porque le doliera algo, sino por el inmenso, el indescriptible alivio que los embargaba a todos.
Holt Overholser contempló a los tres sentados en el sofá, y lo primero que pensó fue que estaban locos. Luego se dijo que la detective iba a quedar lisiada para siempre con una herida así. No cayó en la cuenta de que la idea era aplicable por igual a los tres.
Douglas Jeffers hizo caso omiso de los disparos del policía que le había cerrado el paso hacia su coche y echó a correr por el camino de arena en dirección al lugar en el que dejaban sus embarcaciones todos lo que alguna vez habían vivido en Finger Point. Vio dos pequeños veleros varados en la playa y junto a ellos una lancha neumática con un pequeño motor fueraborda acoplado. Agarró el cabo de amarre de la neumática y pocos segundos después la tuvo enfilando hacia el oleaje que se oía proveniente de South Beach. Bombeó dos veces la pequeña espita de la gasolina y seguidamente tiró del cable de arranque.
El pequeño motor tosió una vez, después se encendió, y por último Jeffers metió la marcha.
Era consciente de que el ruido del motor interrumpía la quietud de la noche. «No se puede evitar», pensó.
Guió la embarcación dejándose llevar exclusivamente por su memoria, en dirección al punto en que la charca se aproximaba más al océano y en que sabía que las olas se encontraban tan sólo a cincuenta metros de arena lisa de las tranquilas aguas del lago.
«Podría haberlos matado a todos.»
Sonrió. «Ellos lo saben.»
Mientras conducía, examinó el cargador de su pistola. En la nueve milímetros le quedaban siete balas. Ella estaba usando la misma arma —pensó distraídamente—. Probablemente signifique algo.»
Vio la playa que se extendía a lo lejos, semejante a una franja de luz mortecina dibujada en la eternidad de la noche. El murmullo de las olas del océano pareció redoblarse. Dirigió la neumática hacia la playa y notó el roce de la arena contra el fondo, raspando la gruesa tela de caucho.
Apagó el motor y lo sacó del agua para que la hélice no fuera arrastrando por la arena. A continuación se puso de pie y saltó a la playa.
«Está exactamente igual que ha estado siempre.»
Permaneció inmóvil, casi extasiado por el continuo romper de las olas contra la playa. «Es tan constante, tan poderoso —pensó—. Hace que nos sintamos pequeños.»
Se agachó y agarró la neumática por la proa para sacarla del agua. El esfuerzo le provocó un dolor en el costado, y de pronto tuvo conciencia de que se debía al disparo de Anne Hampton.
Pero decidió no hacerle caso.
Tiró a duras penas de la lancha y la arrastró tres metros tierra adentro.
Jamás hubiera imaginado que tenía tanta determinación. Jamás hubiera imaginado que era capaz de hacer esto. Se sentía extrañamente orgulloso.
«En todo momento he sabido que era una chica fuerte, sólo que ella no sabía dónde encontrar esa fuerza.»
Siguió arrastrando la neumática por la playa, haciendo un ruido parecido a un siseo.
Le vinieron muchas imágenes a la mente, procedentes de todos los lugares en que había estado y de las fotos que había hecho. «Nadie podía tocarme», pensó.
Siguió tirando de la lancha inexorablemente hacia las olas, inclinado hacia delante.
Pensó en sí mismo con orgullo: «Mis fotos siempre eran las mejores —se dijo—. Tanto en color como en blanco y negro. Daba igual. Siempre captaba el momento oportuno. Hablaban, gritaban, contaban historias.»
Se hundió hasta las rodillas en el agua, con una mano en el costado y una ligera sensación de vértigo.
—Duele mucho, Marty, duele mucho.
Se obligó a mantenerse erguido. «No te pares.» Entonces empezó a cantar:
—Rema, rema, marinero, sigue la corriente…
Con cada palabra empujaba hacia delante, tirando de la lancha neumática para adentrarse en el agua poco profunda que se alejaba de él, rumbo al océano. Soltó la proa de la embarcación y se situó a un costado cuando ésta comenzó a bambolearse, ya flotando. Divisó una ola lenta y gruesa que se dirigía hacia la playa, y empujó hacia delante para ir a su encuentro.
Se abatió contra él una cascada de agua verde y blanca, pero continuó empujando la lancha hacia las olas.
Entonces se aferró a un costado y pasó una pierna por encima al tiempo que la neumática giraba en redondo. Con la misma pierna enderezó la lancha e hizo fuerza contra la blanda arena para recibir la siguiente ola de proa.
Cabalgó la ola, aturdido, y alcanzó a ver un momento la luna suspendida justo por encima del agua, tan cerca que le dio la sensación de poder cogerla con la mano. A continuación se vio arrastrado por la parte posterior de la ola, al espacio que separaba una de otra. Las olas rompían sin parar a su alrededor, y en cuestión de segundos quedó empapado. Se volvió para cebar el motor tirando al mismo tiempo del cable de arranque. El motor arrancó a la primera, y él le metió gasolina, justo a tiempo para recibir la siguiente ola, que se le vino encima amenazando con devolverlo a la playa. La lancha neumática se abalanzó hacia delante y pasó por encima del remolino de espuma blanca.
Apretó el mando del acelerador, y la neumática dio otro salto hacia delante.
En un segundo, como si hubiera sido tocado por algún misterio, quedó fuera de la acción del oleaje y se vio surcando aguas profundas y negras, cabeceando suavemente, llevado por el ruido constante del motor, cada vez más lejos de la costa.
«En Tierra de Nadie», se dijo.
Siempre había querido ir a la Tierra de Nadie.
Maniobró para alejarse de la playa dejando atrás la masa oscura de la isla, y puso rumbo al mar abierto. Calculó la dirección en que se encontraba el punto al que se dirigía y orientó la neumática hacia allí.
Vio otra vez la luna, y eso le procuró cierto consuelo.
Canturreó para sí:
—El búho y el gatito se echaron a la mar, en un bello barquito de color azahar… —Sonrió y continuó navegando. Cantó alegremente—: «Y mano con mano bailaron en la arena, a la luz de la luna, la luna morena…» De pronto pensó en su hermano. A Marty siempre le habían gustado las canciones infantiles. Recordó a su madre y se preguntó qué habría sido de ella. Cayó en la cuenta de que la noche en que se marchó, antes contempló fijamente la noche, igual que estaba haciendo él ahora. Y la noche se la tragó para siempre.
Entonces le vino a la imaginación su padre adoptivo. Frunció el ceño, pero comprendió.
—¡Voy a por ti, cabrón! —gritó—. ¡Voy a por ti!
Aquellas palabras surcaron las olas, devoradas por la noche. Pensó en el final del forcejeo contra la resaca, que tiraba de modo terrorífico. Debió de sentirse exhausto y vencido. Debió de ser como caer en un sueño profundo e indoloro.