Martin Jeffers sacudió la cabeza en un gesto negativo. Inmediatamente supo de qué estaba hablando su hermano.
—Yo sabía nadar muy bien. Tan bien como tú. Mucho mejor que él. Lo habría salvado.
—No se merecía que lo salvaran.
Se miraron fijamente el uno al otro, y ambos vivieron el mismo recuerdo.
—Fue igual que esta noche —dijo Martin Jeffers.
—Lo recuerdo —agregó su hermano, que había abandonado un poco el tono amenazador mientras recordaba—. Hacía calor y quiso darse un baño. Nos llevó a la playa, pero tú dijiste que no querías meterte, veías el agua muy revuelta. Lo recuerdo.
»Unos días antes había habido tormenta, ¿te acuerdas? Las tormentas siempre desbaratan mucho la playa. Esa fue la razón. Yo imaginé que podía haber un remolino y que de noche resultaba difícil verlo…
—Por eso tú no me dejaste meterme en el agua.
Douglas Jeffers asintió.
—Pero el muy cabrón dijo que éramos unos gallinas. Tuvo lo que se merecía.
Martin Jeffers guardó silencio unos momentos.
—Podríamos haberlo salvado, Doug. No era un remolino tan fuerte, pero él luchó contra la resaca. Nosotros éramos mucho más fuertes que él. Mucho. Podríamos haberlo salvado, pero tú no quisiste. Me retuviste en la playa y dijiste que preferías que se bañase en su propia mierda, lo recuerdo perfectamente. Yo lo oí gritar pidiendo socorro. Pero tú me sujetaste hasta que dejó de gritar.
Douglas Jeffers sonrió.
—Supongo que ése fue mi primer asesinato. Dios, qué fácil fue. —Miró a su hermano—. A su manera, todos han sido fáciles.
Martin Jeffers le preguntó:
—¿Fue eso lo que te dio pie para empezar?
Douglas Jeffers se encogió de hombros.
—Pregunta a Boswell. Está todo en los apuntes.
—¡Dímelo tú!
—¿Por qué?
—Porque necesito saberlo.
—No lo necesitas.
Martin Jeffers hizo una pausa. Aquello era cierto.
Al cabo de un momento preguntó:
—Bien, ¿y qué vas a hacer?
Douglas Jeffers se apartó y se incorporó.
—Ya te lo he dicho, Marty, aquella noche debería haberte dejado meterte en el agua. Así os habríais ahogado los dos. Eso es lo que debería haber ocurrido. ¿Sabes que ésa fue la última vez que tuve compasión por nadie? No, supongo que no lo sabes. Aquella noche cuidé de ti, por mucho que tú forcejearas y por mucho que gritara él. No estaba dispuesto a permitir que te lanzaras al agua a salvar a ese cabrón. Aquella noche te salvé la vida. Te di todos estos años buenos, malos, tristes. Pues ahora exijo la devolución. Se agotó el tiempo. Se ha terminado el juego. ¿No lo entiendes? En realidad, lo único que voy a hacer es algo que ha sido postergado todos estos años: voy a permitirte que corras hacia tu muerte.
»Es posible que lo hubieras salvado. No se lo merecía, pero puede que lo hubieras salvado. Habría sido bonito que llevaras a cabo un acto de valentía… Pero no tuviste ocasión. —Douglas Jeffers aspiró profundamente—. Y nunca tendrás ocasión.
Alzó la pistola y apuntó con ella a su hermano.
—Es probable que tengas alguna idea romántica de que esto es difícil —dijo en tono inexpresivo—, pero no lo es.
Y disparó el arma.
El eco de la detonación cruzó volando las negras aguas de la charca y se perdió en el cielo estrellado. La detective Mercedes Barren corrió hasta la orilla y escrutó la noche negra como la tinta, segura de que aquel disparo había salido de la casa situada enfrente de donde se encontraba ella. Sintió las suaves olas del lago rozarle las punteras de las zapatillas. Se le revolvió el estómago y su cerebro aulló.
«¡No hay tiempo! ¡No hay tiempo! ¡Ya está ocurriendo! ¡Estoy segura!»
Se quedó mirando fijamente el agua, llena de rabia e impotencia.
—¡No sé nadar! Oh, Dios, no sé… A lo mejor no está muy profundo —dijo en un intento de convencerse a sí misma.
Pero sabía que era mentira.
Dio un paso y se metió en el agua con gesto vacilante. Se le congeló el corazón, y sintió como empezaba a cerrarse en torno a ella la oscuridad opresiva. Experimentó un leve mareo y retrocedió. Giró la cabeza para mirar a su espalda, hacia el largo camino que atravesaba el bosque.
«No hay tiempo.»
«Estoy a cien metros del éxito —pensó—, pero igual podría ser un millón de kilómetros.»
Se sintió inundada por una sensación que fue mitad determinación, mitad pánico, y que la llenó de desesperanza y devoción.
—Llegaré hasta ahí —dijo apretando los dientes—. Llegaré. Llegaré.
Pero no sabía cómo.
Se volvió y escudriñó la playa. La luz de la luna incidía en el agua proyectando un resplandor mortecino que creaba extrañas figuras y formas. Vio un objeto oscuro y oblongo como a unos cincuenta metros del borde de lago. Dio un paso inseguro hacia allí, y luego otro. Su cerebro no quería dar forma al nombre: un bote. Pero el corazón le gritaba órdenes, y de pronto echó a correr por la playa de arena en dirección al objeto. A cada paso que daba, el objeto iba adquiriendo una forma más nítida, hasta que por fin vio que se trataba de un pequeño esquife.
«Ya voy. Gracias, gracias.» Se abalanzó sobre un costado de la embarcación y la asió con las manos.
En eso se quedó petrificada.
No había motor. Ni remos. Únicamente un solo mástil, sin vela.
Sin permitir que la decepción se apoderara de ella, se acercó a la proa del bote. Estaba encadenada a un poste hundido en la arena, y la cadena tenía un candado.
Se dejó caer en la arena abrumada por la frustración y el desánimo. Respiró hondo para contener las lágrimas. Se dijo que ya no podía seguir luchando contra los caprichos de la vida.
—Todo está mal. Todo se tuerce. Todo se ha torcido siempre. Lo siento. Lo siento. Dios, lo he intentado, lo he intentado con todas mis fuerzas.
Volvió a contemplar las luces de la otra orilla.
«Conseguirá escapar —se dijo—. Nunca he estado más cerca que ahora. Siempre ha habido alguna cosa que me ha impedido llegar hasta él.»
«He perdido.»
Hundió la cabeza entre los brazos y se recostó contra la borda del bote.
«Lo siento.»
La luz de la luna lograba que pareciera que el bote resplandecía en la oscuridad. Arrancó un destello a un objeto blanco, arrinconado en el fondo del casco.
Se incorporó, picada su curiosidad, con una vaga sensación de alivio temporal. Alargó la mano y agarró un cojín forrado de plástico que tenía dos asas a los lados. Le temblaron las manos: una almohadilla flotador.
Miró de nuevo la casa, en la que estaba segura de que Douglas Jeffers se estaba preparando para marcharse, para escapar para siempre de sus garras de animal de presa.
«Ahí lo tienes. Es tu única oportunidad.»
Después miró las rizadas aguas del lago, negras y sin fondo. Pensó en su sobrina y recordó cómo nadaba sin esfuerzo en aquella piscina azul opaco, elegante, tranquila, sin miedo.
—Oh, Dios —repitió.
Recordó también la furia aplastante que la rodeó a ella y la empujó hacia el fondo, la dejó sin respiración, intentó aspirar toda la vida que guardaban sus pulmones infantiles. Recordó la promesa que había hecho cuando niña y que había cumplido al hacerse adulta. Su cerebro se llenó de la suma de todas las pesadillas que había tenido en su vida y sintió que se le revolvía todo el cuerpo en un fuerte estremecimiento.
—No puedo —dijo.
Se acordó de su padre viniendo descalzo hasta su cama, con la casa a oscuras, para consolarla cada vez que la despertaba una pesadilla. Le ponía sus grandes manos en la cara y le frotaba las sienes con suavidad, y le decía que así convencía al mal sueño de que saliera de su cabecita. Después volvía la mano cerrada hacia arriba, como si guardara dentro de ella el pensamiento causante de su miedo, y a continuación decía: «Adiós, mal sueño; hasta nunca, pesadilla», y tomaba aire y soplaba para mandar aquel sueño inquietante para siempre al olvido. Recordó que ella acariciaba la frente a su sobrina de la misma manera para que pudiera volver a sumirse en el dulce sueño de los jóvenes.
Respiró hondo y expulso el aire despacio, al tiempo que se decía a sí misma:
—¡Hasta nunca, pesadilla!
Dio un paso en dirección al agua.
No puedo…
Pero metió los brazos por las asas del cojín flotador y se guardó la pistola en el cinturón.
—No sé nadar.
Sintió el agua en torno a los tobillos. Le dio la sensación de que intentaba atraparla, atraerla hacia su oscuro vacío.
—No puedo —dijo por última vez.
Y entonces se metió suavemente en el agua.
Durante los veinte primeros metros los dedos de los pies fueron tocando el fondo, y eso le dio confianza. Fue en el metro veintiuno cuando lanzó las piernas hacia abajo esperando tocar el blando fondo y no encontró más que el fluido. Empezó a invadirla el pánico.
«No te pares, no te pares.»
Agitó los bazos suavemente y pataleó despacio con los pies.
«Puedes conseguirlo.» Su valor era falso.
Una pequeña ola se alzó y le chocó en la cara.
La hizo perder el equilibrio, y titubeó como si estuviera en lo alto de un pináculo. Se agitó con nerviosismo y pataleó a un lado y a otro en el intento de recuperar el control. En eso llegó otra olita, la cual la hizo girar sobre sí y perder apoyo. Sintió que la atenazaba un pánico negro, y forcejeó para recobrar el equilibrio. Pero cada movimiento, por pequeño que fuera, sólo conseguía hacer que se bambolease con más intensidad. Apretó la almohadilla con todas sus fuerzas, pero ésta resbalaba y se le escapaba.
Le entraron ganas de gritar, pero no podía hacerlo.
Rompió contra ella otra ola más, y sintió que todo se le escapaba de las manos.
—¡No! ¡No! ¡No!
Cayó rodando hacia un costado, igual que una tortuga, y de repente las negras aguas le pasaron por encima de la cabeza causándole la misma sensación que si se hubiera cerrado sobre ella la puerta de un armario.
—¡Ay, Dios! ¡Voy a ahogarme!
Era como si el agua tirase de ella hacia abajo. Luchó contra la fuerza que la arrastraba hacia el fondo.
El agua la abrazo a uno si fuera un amante demoníaco, privándola de todo aliento, arrastrándola hacia su negrura. Ya no era capaz de distinguir lo que era arriba y abajo. La noche había desaparecido de un plumazo, sustituida por el fuerte abrazo de las aguas del lago.
«¿Dónde está el aire?»
«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, Dios, por favor, no permitas que me ahogue!»
Luchó y pataleó como una tigresa, a solas en la negrura, contra la muerte.
«¡No quiero, no quiero, no quiero que sea de este modo! ¡Susan! ¡Dios! ¡Socorro! ¡Susan, no!»
De repente pensó que era un despropósito morirse estando tan cerca de la victoria, y en el microsegundo de raciocinio que traspasó el miedo que la atenazaba.
«No te rindas, Mercedes», pensó.
Así que no se rindió.
Inmersa en aquel vacío creado por el pánico, supo que tenía que asirse al flotador. Lo aferró con furia, gritándose a sí misma que deseaba vivir. Forcejeó con él hasta que súbitamente lo tuvo bajo el pecho. De repente notó que el flotador la empujaba hacia arriba, y en un segundo su cabeza asomó por la superficie del agua.
No entendía exactamente cómo había ocurrido, pero, sintiéndose agradecida, aspiró grandes bocanadas de aire y descansó un poco.
Su mirada permaneció fija en la casa. Se encontraba más cerca.
—Aún sigo aquí —dijo con los dientes apretados.
En el momento en que empezaba a darse impulso hacia delante, vio una escena extraordinaria: un grupo de seis cisnes de un blanco fantasmal volando un metro por encima de la superficie; pasaron en bandada por encima de ella como si le señalaran el camino a seguir. Observó cómo, con las alas iluminadas por la luna, giraban en la vertical de la casa y después desaparecían en el cielo nocturno.
—Susan —exclamó en voz alta, cercana al delirio—. Ya voy.
Entonces se dio cuenta de que había perdido el juicio.
«A lo mejor me he muerto. A lo mejor esto es un sueño.»
«En realidad estoy muerta, bajo el agua, y todo esto es la última fantasía que estoy viviendo antes de entrar en el vacío.»
Continuó remando, luchando con todas las fibras de su cuerpo por alcanzar aquella mezcla de seguridad y peligro que la aguardaba en la orilla.
—Bueno —dijo Douglas Jeffers en tono rígido—, eso demuestra una cosa.
Martin Jeffers estaba con los ojos abiertos como platos, al borde del pánico. Notaba el olor de la cordita y la pólvora, y aún sentía en los oídos la ensordecedora explosión del arma. No se atrevió a volver la cabeza para inspeccionar la pared en la que se había incrustado la bala, aproximadamente a unos treinta centímetros por encima de él.
—Ahora ya lo sabes —dijo Douglas Jeffers—. Ahora ya lo sabes.
«¿Qué es lo que sé?», se preguntó Martin Jeffers. Pero se lo calló.
Douglas Jeffers dio media vuelta y fue hasta las puertas correderas. Una vez allí, se quedó mirando la superficie del agua y guardó silencio unos instantes, al parecer absorbiendo todas las sensaciones de la noche.
Martin Jeffers parpadeó y aspiró profundamente, como si quisiera cerciorarse de que efectivamente seguía vivo. Observó a su hermano.
«Tiene razón. No tiene alternativa.»
—Jamás se lo diría a nadie —dijo Martin Jeffers.
—Sí que lo dirías —replicó Douglas Jeffers con un bufido de burla—. Tendrías que hacerlo, Marty. Te obligarían. Diablos, tú mismo te sentirías obligado.
—Sé guardar las confidencias, en mi profesión…
El hermano mayor lo interrumpió.
—Esto no forma parte de tu profesión.
—Bueno, hay muchas familias que tienen secretos importantes que no desvelan nunca. Se ve en la literatura, aparece en decenas de novelas y obras de teatro. ¿Por qué no…?
Douglas Jeffers lo interrumpió de nuevo con una débil sonrisa en la cara, contrariado:
—Oh, vamos, Marty.
Hizo una pausa antes de continuar.
—Además, en cualquier caso, ello te destrozaría la vida. Piénsalo. No hay nadie que pueda cargar toda la vida con ese secreto de su hermano. Te iría minando poco a poco, te iría socavando igual que una rata que te royera las entrañas. No, terminarías contándolo. Y entonces la detective me encontraría.
—¿Cómo?
—Encontrándome. Jamás subestimes lo que es capaz de hacer una persona impulsada por la locura y la venganza.