Robin Hood, el proscrito (43 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Había dos cosas que no tuve en cuenta sobre Robin, cuando el peñasco gigante pulverizó nuestras esperanzas de seguridad detrás de la empalizada de la mansión de Linden Lea: la primera, que planeaba las batallas como un jugador de ajedrez, que prepara cada movimiento meticulosamente, anticipándose a las intenciones del adversario, y tomando sus propias medidas para contrarrestarlas; y la segunda, que siempre tenía de su parte una suerte diabólica en todo lo referente a los azares de la guerra.

Aquel primer proyectil del mangonel debió de ser también un diabólico golpe de suerte, porque el siguiente se quedó corto, a más de veinte metros de la empalizada. El tercero pasó silbando por encima del techo de la mansión y rodó por el maizal que había detrás. Pero para entonces en el patio todos temblábamos, y el pánico se palpaba en el ambiente. Robin tomó medidas enseguida: ordenó el traslado de todos los heridos al interior de la casa, aunque apenas había sitio allí para más gente y tampoco ofrecía una protección mucho mayor que el patio contra la enorme máquina; también hizo que tres hombres movieran el peñasco para tapar parcialmente con él el agujero de la empalizada; y luego nos mandó reforzar el muro de madera con riostras de leños y tablones. Creo que sólo se proponía mantener ocupados a los hombres e impedirles pensar en lo que representaba el mangonel para nuestras posibilidades de supervivencia. Lo cierto es que nuestro trabajo de refuerzo sirvió de poco cuando la siguiente piedra hizo blanco en la muralla. Atravesó la estacada de troncos de tres pulgadas de grosor, a pesar de nuestros refuerzos de leños y tablones, y siguió rodando al ritmo de un pony trotón, hasta hundir también una esquina de la casa propiamente dicha.

Entre los que quedaban cortos y los que pasaban de largo por encima de la mansión, calculé que un proyectil de cada cinco impactaba en nuestra empalizada. Y mientras el sol ascendía hacia lo alto del cielo, pronto fue evidente para todos que en menos de una hora ya no tendríamos una posición defensiva, sino un montón de leña partida y un puñado de supervivientes mutilados o agonizantes aplastados por aquellas enormes piedras voladoras. No sólo morían los hombres bajo aquel despiadado bombardeo: un proyectil cayó en los establos, y mató al instante a dos caballos y una mula, además de aplastar las patas de dos animales más. También la pocilga recibió un impacto directo. Robin acudía a todos lados, recorría infatigable el patio exhortándonos a taponar los huecos del muro lo mejor que pudiésemos, a capturar y matar el ganado enloquecido por el miedo, y a llevar a los heridos al interior de la casa, que por su parte también había recibido dos impactos, de modo que entraba la luz del sol por los agujeros del techo, e iluminaba una escena de indescriptible dolor y agonía. Vi a algunos hombres que miraban atentamente el murallón del bosque, a poco más de cien metros de distancia, calculando las posibilidades que tenían de salvarse corriendo en aquella dirección. Pero no había la menor esperanza de escapar a aquel tormento, porque todo un
conroi
de jinetes de librea roja y verde se había instalado frente a la línea de los árboles y observaba desde allí los agujeros cada vez mayores en las defensas de la mansión; y cualquiera que intentara cruzar a pie la distancia que nos separaba de la seguridad del bosque sería acuchillado a los pocos instantes.

Cuando casi todo el frente de la empalizada estuvo en ruinas, salvo unos pocos sectores en que los troncos seguían enhiestos, nuestras defensas se parecían a la boca de un viejo, con unos pocos dientes dispersos en unas encías sangrantes. Luego, gracias sean dadas a Dios, el mangonel detuvo su maligno bombardeo. Sin embargo, antes de que pudiéramos disfrutar de aquel respiro, vi que sir Ralph y su fuerza principal de caballería negra, situada frente a nosotros, empezaban a moverse. A su lado distinguí, bayo un sencillo casco redondo, la cara de Guy de Gisborne, y los colores verde y amarillo que ondeaban en su lanza. Aquella unidad de caballería podía estar compuesta por ciento cincuenta hombres, dispuestos en tres filas apretadas, y se acercaba al paso; detrás marchaba un batallón completo de infantería negra.

Robin saltó a lo alto de una piedra caída en el centro del patio y gritó para atraer la atención de todos.

—Amigos —aulló—, camaradas, hermanos, no voy a quedarme aquí quieto como un pollo en el corral, esperando que venga el zorro a por mí. Voy a atacar, voy a hacer una salida ahora mismo…, y voy a matar a ese hombre. —Alzó un brazo y señaló a través de la muralla derrumbada a sir Ralph Murdac, que cabalgaba, todavía al paso, en el centro de la fila de jinetes negros—. ¿Quién quiere seguirme?

Hubo un gruñido de asentimiento, poco entusiasta, pero los hombres sabían que morirían con toda seguridad si se quedaban dentro de la mansión.

—Bien —dijo Robin—. Atacaremos ahora, y cuando hayamos matado a ese hombre, cuando hayamos cortado la cabeza de la serpiente, el cuerpo también morirá. Esos mercenarios no lucharán si ven que quien había de pagarles está muerto. Dos hombres en cada caballo, el resto que nos siga a pie, los arqueros que todavía tienen flechas que nos cubran disparando desde los flancos.

Formamos detrás de los restos resquebrajados de la puerta principal, una patética veintena de caballos supervivientes, cada uno con dos hombres sobre los lomos; yo compartía la montura de Robin. Cuando me preparaba para montar detrás de mi señor, me dirigió una mirada intensa y me dijo:

—Lealtad hasta la muerte, ¿eh? Bueno, has cumplido tu promesa.

Me encogí de hombros.

—No tengo intención de morir todavía —dije—. No hasta que a él se lo coman los gusanos.

Señalé a sir Ralph Murdac y a sus jinetes, que estaban ya situados a menos de cien metros de nosotros. Robin sonrió.

—No habrías dicho lo mismo hace un año.

No contesté; salté a la grupa de su caballo y me aseguré de que la espada salía sin trabas de su vaina.

La escasa caballería que nos quedaba fue rodeada por una multitud andrajosa de paganos y proscritos, todos los que podían caminar o correr, armado cada cual como buenamente podía, con lanzas, hachas, espadas y aperos de labranza. Allí estaba Tuck, flanqueado por sus dos grandes perros de caza. Hugh no parecía feliz, montado con otro hombre a su espalda. John, sin casco y con el torso desnudo por el calor, estaba plantado con su hacha al hombro y su pecho musculoso cubierto de pelo rubio. Un triste puñado de arqueros, con no más de tres o cuatro flechas por persona, formaron dos grupos a izquierda y derecha.

—¡Adelante, muchachos! ¡Vamos allá! —rugió Robin.

Mientras salíamos al galope, y yo me agarraba con todas mis fuerzas al reborde de madera de la silla de Robin, porque no era nada fácil mantener el equilibrio sobre la grupa en movimiento de su corcel negro, miré bajo la visera de mi casco hacia las colinas del oeste, y algo allí atrajo mi atención. Lo que vi fue nada menos que nuestra salvación. Una bandada de ángeles acudía a la batalla. Durante un minuto no pude creer a mis ojos; pero en la cresta, con las armas reflejando la brillante luz del sol, había una larga e inmóvil línea de jinetes de blanco, por lo menos un centenar de ellos, cada uno montado en un magnífico corcel envuelto en una gualdrapa de un blanco cegador.

La línea siguió inmóvil aún unos segundos y luego, a una inaudible voz de mando, los jinetes blancos empezaron a derramarse por la ladera empinada como una gran ola espumosa, en dirección al campo de batalla.

—Son los templarios, los templarios —dije al oído de Robin—. Sir Richard ha venido, sir Richard.

Grité a los hombres que cargaban a mi lado, y les señalé las colinas por cuya ladera bajaban en perfecta formación cien de los mejores guerreros a caballo de la cristiandad, cargando para socorrernos.

Los hombres de sir Ralph Murdac, sin darse cuenta al parecer de la amenaza que se aproximaba por su retaguardia, espolearon a sus monturas y se lanzaron al galope cuando nos aproximamos a ellos, y las dos fuerzas desiguales, la pequeña banda desordenada de los hombres de Robin, dos por caballo, y las filas de jinetes negros de Murdac, chocaron con un vibrante estruendo metálico. Nosotros nos apretamos en una cuña de hombres y bestias que apuntaba como una lanza viviente al propio Murdac, y durante un instante nuestro impulso hizo que penetráramos profundamente en sus líneas; Robin, delante de mí, derribaba hombres a diestra y siniestra intentando con desesperación llegar hasta Murdac, en la segunda fila. Seguimos adelante tajando, pinchando, martilleando a hombres y animales, y Robin espoleaba a su caballo brutalmente para que avanzara, rasgando con las espuelas los flancos oscuros del corcel. La línea de jinetes negros de Murdac se cerró sobre nuestros dos flancos y a nuestra espalda, encerrándonos en un círculo de carne de caballo palpitante, hombres que gritaban y aceros relampagueantes. El alto sheriff estaba a tan sólo unos metros de nosotros, con Guy a su lado. Murdac se dio cuenta de que Robin y yo mismo lo buscábamos, estoy seguro, y al instante volvió su caballo contra nosotros y se abrió paso por entre las filas de sus propios hombres, con su espada larga levantada. Al cuello, resaltando sobre la sobreveste negra sujeto a su cadena de oro, llevaba el gran rubí. A cada movimiento, la piedra parecía vomitar un furioso fuego rojo, tocada por la brillante luz del sol.

Robin asestó un golpe a un jinete que se interponía entre Murdac y nosotros, y éste desapareció entre el polvo de la batalla. Entonces el sheriff quedó frente a Robin, y los dos cruzaron sus espadas. Con un resonar de metal, los dos aceros quedaron trabados por un instante. Se separaron con un gruñido por ambas partes, hicieron girar sus caballos y los dos cargaron al mismo tiempo. Hubo otro crujido de aceros que se entrechocaban. Yo intenté alcanzarle en la cintura con mi espada, pero erré el golpe. El caballo de Murdac corveteó y hubimos de encogernos para esquivar sus cascos, que pataleaban en el aire, cerca de nuestras cabezas. Luego el corcel quedó plantado otra vez con las cuatro patas en el suelo y Robin espoleó a su montura y atacó de nuevo con dureza a Murdac. Entonces un jinete de negro, sangrando y sin control, vino a interponerse entre el señor del bosque y el señor de Nottingham, y cuando Robin lo derribó con un fuerte golpe en el casco, vi que Murdac estaba más lejos que antes, arrastrado por la inexorable presión de hombres y caballos sudorosos y trabados en combate. Otro jinete vino contra nosotros, con la lanza en ristre, buscando el flanco de Robin, pero yo desvié el arma con un golpe de mi espada de abajo arriba y a la derecha; el caballo fue a chocar contra nosotros, y al quedar el jinete a mi lado le asesté un fuerte golpe de revés que atravesó su malla. Sentí el crujido del hueso al romperse bajo mi acero. El golpe me hizo perder el equilibrio y me deslicé por la grupa resbaladiza por el sudor del caballo de Robin. Sólo gracias a una rápida contorsión de mi cuerpo, y a la valiosa ayuda de la suerte, pude aterrizar de pie en medio de aquel torbellino de corceles que topaban y hombres que se acometían entre gruñidos. Me di cuenta vagamente de que la larga línea de los caballeros templarios había chocado contra los hombres de Murdac, porque toda aquella vorágine hirviente sufrió de pronto una fuerte sacudida. También pude vislumbrar entre los hombres enzarzados que los jinetes blancos estaban haciendo un gran estrago, hundiendo sus lanzas en las espaldas desprotegidas de sus enemigos. Pero lo que más me preocupaba en aquel momento era mi propia supervivencia.

Un golpe de maza de un jinete, que hizo volar mi casco, me dejó atontado momentáneamente, y los cascos de un garañón negro rozaron mi cara, pero luego, a Dios gracias, me vi fuera de aquella masa de aceros silbantes y cascos voladores. Empuñé con firmeza el puñal en la mano izquierda y la espada en la derecha, y rogué por poder seguir con vida el cuarto de hora siguiente. La infantería de Robin había alcanzado a la caballería y entró en el remolino de la lucha cuerpo a cuerpo con gritos de «¡Sherwood, Sherwood!». Vi la mirada feroz de un lancero al intentar atravesar con su arma a un jinete negro. No le valió de nada. El jinete se volvió y de un gran tajo con su espada le partió el casco y con él la cabeza por la mitad. Y luego un gran jinete blanco, con una sobreveste reluciente en la que campeaba en el hombro la cruz rojo sangre, pasó al trote a mi lado y alanceó en el costado al jinete enemigo, y la lanza atravesó la malla y dejó al hombre ensartado por doce pies de madera de fresno, aullando de una forma horrorosa. El jinete blanco, cuyo rostro estaba cubierto por el casco cilíndrico con la cimera plana, soltó la lanza, que quedó asomando, vibrante, por el costado del moribundo, y levantó la mano para saludarme antes de desenvainar su espada y espolear a su caballo para unirse a la
melée
. Mientras galopaba en busca de una nueva presa, se volvió hacia atrás y le oí gritar unas palabras que sonaron ligeramente distorsionadas pero familiares:

—¡No te olvides de mover los pies…!

Y ciertamente los moví. También la infantería de Murdac se había sumado a la batalla: un soldado corrió hacia mí ceñudo, con la espada levantada. Trabé su arma con la mía, lo rodeé con dos zancadas y le asesté un golpe horizontal de revés que le rajó la cara por encima de la nariz. Cayó pesadamente hacia atrás, y la sangre corría por entre sus dedos cuando se llevó las manos al rostro. Otro soldado se me enfrentó, paré su estocada sin pensar y hundí el puñal en la parte carnosa de su muslo. Dio un grito, y la sangre brotó con tal fuerza que salpicó mi cara y mi pecho. Intercambié golpes, espada y puñal contra hacha, con un mercenario de rojo y verde. Nuestras armas se encontraron y nuestras caras quedaron a pocas pulgadas de distancia. Le di un cabezazo, de forma que el reborde metálico de mi casco de acero fue a estrellarse contra su nariz, y cayó a mis pies. Otro hombre cargó desde mi derecha enarbolando una pesada espada de hoja ancha, yo doblé la rodilla para evitar su mandoble y hundí mi propia hoja en su cintura, perforando el forro acolchado que le protegía. Cayó de rodillas sobre la hierba ensangrentada frente a mí, y un chorro de sangre brotó de su costado. Di un paso atrás, tiré de la espada para extraerla de su cuerpo, y casi al mismo tiempo paré con el puñal de mi mano izquierda un torpe golpe de hacha contra mi cabeza, del hombre al que había roto la nariz. Me volví contra él, aullando unas palabras de desafío sin sentido, con dos armas ensangrentadas en ambas manos y la cara y el cuerpo bañados en la sangre de otros hombres…, y para mi asombro, soltó el hacha, dio media vuelta y se dio a la fuga. Me quedé demasiado sorprendido para perseguirle, demasiado cansado también. De pronto ya no había enemigos a mi alrededor, y vi que la victoria era nuestra.

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