Los templarios se habían hecho dueños del campo. Los caballeros del manto blanco lo recorrían al trote como si no tuvieran otra preocupación en el mundo. La caballería negra y los mercenarios flamencos se retiraban al galope en dirección sur, con el estandarte de Murdac al frente. Robin, descabalgado, estaba a cinco metros de mí luchando con dos hombres a la vez. Su juego de espada era magnífico, casi demasiado rápido para la vista, al parar los golpes de los dos mercenarios de rojo y verde. Antes de que pudiera acudir en su ayuda, atravesó a uno de ellos con una veloz estocada a la garganta, esquivó un violento golpe del otro enemigo, se giró y le dio un tajo en el hombro. Yo me había sentido satisfecho de mi propia habilidad, pero al ver a Robin me quedé atónito de admiración. Aquella distracción estuvo a punto de costarme la vida.
Un hombre alto cargó contra mí a mi espalda. No vi de dónde venía y me cogió totalmente desprevenido, de modo que caí de bruces en el suelo embarrado, pateado por los cascos de los caballos y regado por la sangre de muchos hombres valerosos. Antes de recuperarme de la sorpresa, me encontré boca arriba en el lodazal, cegado a medias por el sudor, la sangre y mi casco, que se había deslizado sobre la frente; había soltado el puñal, y sostenía débilmente la espada en alto en un pobre intento de protegerme. Toda mi ciencia se había esfumado, mientras boqueaba sin resuello en el suelo. Encima de mí, aquel enorme soldado vestido con cota de malla gris asestó un golpe contra mi brazo, y el tiempo se detuvo, pude ver el lento arco trazado por el arma al bajar, la mueca furiosa de su rostro, la mordedura del acero en la carne de mi brazo derecho. Y entonces, surgiendo de la nada, apareció la espada de Robin para parar el golpe, casi demasiado tarde pero a tiempo para impedir un tajo más profundo. Robin apartó la espada del hombre a un lado y, con el mismo impulso, dirigió su propia arma contra el cuello, en el hueco entre el casco y la cota de malla. El hombre se echó atrás, se tambaleó y cayó de rodillas, escupiendo sangre.
También brotaba sangre de mi herida, bañando el forro de mi sobretodo, y Robin se inclinó hacia mí, jadeante pero sin perder su sonrisa. Me tendió la mano derecha y me ayudó a ponerme en pie sobre mis piernas inseguras. La batalla había terminado. Los caballeros templarios, con las ropas salpicadas de rojo y empuñando espadas que goteaban sangre, rodeaban a los prisioneros amenazándolos con sus armas; los últimos jinetes de Murdac desaparecían ya en dirección sur, hacia el castillo de Nottingham y la seguridad; su infantería derrotada corría en busca del refugio del bosque. Muertos y heridos tapizaban el valle, fertilizando el suelo con su sangre. Miré a mi alrededor, asombrado. Era increíble, nuestra última carga desesperada, combinada con la magnífica intervención de los templarios, había cambiado el signo de la batalla. Pero el precio había sido muy alto. A mi izquierda vi a Thomas, tendido en el barro pegajoso, con una mano apretándose el vientre, que era una masa de sangre oscura y seca. El otro brazo había quedado enterrado bajo su cuerpo. Su fea carota estaba pálida, tensa por la agonía. Corrí hacia él e intenté apartar su brazo para examinar la herida, pero se opuso con una energía sorprendente.
—Déjalo estar, Josué —murmuró—. Déjame.
Sacó el otro brazo de debajo de su cuerpo, y vi con un espanto helado que la mano había quedado seccionada. En el muñón oscuro por la sangre seca, asomaba la punta blanca de un hueso. No parecía tener conciencia de la herida, y se rascó el vientre enfangado con el muñón. Exhaló un solo suspiro, y yo sostuve su cabezota pesada en mi regazo. Sentí una quemazón en los ojos, y una gran punzada aguda de tristeza en mi interior; pero de mis ojos no brotó ninguna lágrima. Contemplé su cara horrenda y amable con los ojos secos, mientras él expiraba. Seguí sentado allí largo rato con la cabeza del hombrón sobre mis muslos, con mi brazo herido que parecía arder, y pensé en todas las desgracias, los dolores y el odio del mundo, mientras la sangre seca se encostraba en mis manos.
Debía de ser ya media tarde cuando me encontró Little John, me aupó a la grupa de un caballo y me acompañó caminando de vuelta a las ruinas destrozadas de la mansión de Linden Lea. Cuando crucé la puerta hundida de la empalizada a lomos de un rocín prestado, sir Richard estaba hablando con Robin.
—Así pues, puedo confiar en que cumplirás tu promesa, ¿verdad? —le oí decir.
—Sí, la cumpliré como tú has cumplido la tuya —respondió Robin con voz cansada.
Sir Richard me hizo un gesto de saludo y luego se alejó al trote corto para reunirse con sus hombres, formados en el exterior de la mansión y a la espera de salir en persecución de sir Ralph por el camino de Nottingham.
Robin se acercó e insistió en vendar él mismo mi brazo herido. Aunque puso todo su cuidado al hacerlo, rió en voz baja cuando se me escapó un gemido de dolor, y el corte en la cara que tenía desde el día anterior se abrió al sonreír, de modo que algunas gotas de sangre dejaron un surco en su mejilla sucia. Cuando hubo acabado de lavar mi brazo con vino y de envolverlo en vendas limpias, dijo:
—Entre el robo de empanadas, los lobos de Sherwood y estas infames peleas cuerpo a cuerpo, parece que Dios quiere de verdad llevarse esta mano, Alan. Pero se la he negado tres veces…, y no se la llevará mientras me queden fuerzas.
Me dio una palmada en el hombro y se fue a atender a otras personas con heridas más graves.
Lo cierto es que no podía decirse que estuviéramos en buena forma; apenas podía encontrarse un hombre que no padeciese heridas de alguna consideración. Hugh cojeaba debido a una lanzada en su pierna derecha. John tenía un tajo en el brazo izquierdo, tan profundo que casi llegaba al hueso. Habíamos perdido unos cuarenta hombres en la última salida y sus cuerpos estaban tendidos en fila. También los hermanos Ket the Trow y Hob o' the Hill habían muerto, y sus pequeños cuerpos estaban juntos un poco aparte de los demás, para ser objeto de un enterramiento pagano. Sólo Tuck, el indomable Tuck, estaba ileso. Sentado sobre un barril de cerveza, comía un gran pedazo de queso rodeado por sus dos mastines
Gog y Magog
, y vigilaba a un prisionero. Era Guy de Gisborne.
El muchacho —el hombre— que me había torturado, humillado y despojado de mi orgullo en aquella maloliente mazmorra de Winchester estaba tirado en el suelo como una basura, con las manos atadas, entre los dos enormes perros. Se enfrentaba a la muerte de los renegados de la banda de Robin con toda la dignidad que podía reunir. Tenía tumefacto todo un lado de la cara, supuse que por un golpe brutal que le había dejado inconsciente, pero antes de que yo pudiera sopesar su mala suerte al ser capturado en lugar de morir directamente en la batalla, me vio y al tiempo que me gritaba «¡Alan, ayúdame!», intentó ponerse en pie. Los dos perros emitieron un gruñido profundo y terrible como la venganza de Dios, y Guy se dejó caer de nuevo en el suelo. Yo le volví la espalda y me alejé.
Nos aseamos, comimos, bebimos y descansamos aquella tarde calurosa en Linden Lea, y muchos de los nuestros, demasiados, murieron de sus heridas. Al atardecer, Robin nos reunió en el patio a todos los que podíamos caminar. A sus pies estaba la figura desamparada de Guy de Gisborne, que parecía desear que el suelo se lo tragara allí mismo.
—Hemos luchado y hemos vencido —dijo Robin, en tono de arenga—. Y muchos han muerto. Después de la victoria viene la justicia. Aquí, ante vosotros está un hombre que fue en otro tiempo vuestro camarada, pero que hoy ha combatido en las filas del enemigo; este hombre que fue un día amigo vuestro y que compartió nuestro pan, es un traidor. ¿Qué vamos a hacer con él?
En el patio resonaron voces como: «¡Cocedlo vivo!», y «¡desolladlo!», y «¡colgadlo, arrastradlo y descuartizadlo!». Un bromista aulló: «¡Cuéntale uno de nuestros chistes!».
Robin levantó una mano para pedir silencio:
—Muy bien —dijo—. Su castigo será…
Y entonces grité yo:
—Espera, espera. Reclamo su vida. Reclamo su vida en combate singular.
No sé por qué lo hice; podía haberme quedado sentado y ver como mi enemigo recibía la muerte cruel que había merecido. Incluso me habría divertido. Pero me conmovió su aire patético, la forma como me había pedido ayuda antes, y tal vez en mi interior se agitaba un sentimiento de culpa. De no haber tramado yo su expulsión de la granja de Thangbrand con el rubí robado, tal vez hoy él habría luchado a nuestro lado.
De modo que repetí:
—Reclamo su vida. Lucharé con él y lo mataré en combate singular, si el prisionero acepta.
Robin me dirigió una mirada de extrañeza:
—¿Estás seguro? —dijo—. ¿Y tu brazo?
—Está perfectamente —dije, aunque estaba muy lejos de sentirlo. El corte ardía, sentía débil el brazo y temblaba en el momento mismo de lanzar en voz alta esta absurda bravata—: Mi espada exige su vida.
—Muy bien —dijo Robin—. El prisionero se enfrentará en combate singular a nuestro hermano Alan. Las espadas serán las únicas armas permitidas. Si vence, quedará en libertad. —Hubo un murmullo de protesta entre la multitud al oír aquello, aunque muchos parecían pensar que un buen duelo a ultranza con espadas era la mejor diversión posible para remate de un día tan sangriento como aquél—. ¿Acepta el prisionero el desafío?
Guy alzó su cara magullada ante el extraño giro que habían tomado los acontecimientos. Me miró de reojo, recordando sin duda las muchas veces que me había vencido en el patio de ejercicios de la granja de Thangbrand. Sonrió a medias, una simple mueca de sus labios resecos.
—Acepto —dijo.
A mi espalda oí una voz ronca que me susurraba al oído:
—Por las pelotas hinchadas de Dios que estás loco, joven Alan. No te preocupes; le harás trizas con facilidad, pero si te ocurre algún percance y vence él, le rebanaré la cabeza en un santiamén.
Tanto Guy como yo nos quitamos túnica y camisa y luchamos a pecho desnudo en el crepúsculo cálido. Robin había hecho colocar antorchas encendidas para que no faltara la luz, y yo me vi enfrentado a punta de espada con mi enemigo de la niñez, en el interior de un círculo de proscritos que me jaleaban. Mientras nos observábamos el uno al otro, sentí el peso de mi espada por primera vez en meses; el tajo en el brazo me había debilitado más de lo que suponía, y estaba cansado hasta la médula de los huesos después de dos días de lucha. Pero entonces Guy habló en voz baja, para que sólo yo pudiera oírle:
—Me divirtió oírte cantar en Winchester, pequeño
trouvere
; o mejor dicho, oírte chillar.
Dirigió una mirada a las cicatrices de las quemaduras en mis costillas desnudas y, al recordar aquella grave humillación, y el calor del hierro candente junto a mis partes íntimas, sentí por primera vez en mi interior una explosión sorda de rabia. «Muy bien —pensé—. Ahora sí podré matarte». Cualquier compasión, cualquier debilidad que hubiera sentido antes, quedó borrada por sus palabras. Dábamos vueltas el uno en torno del otro, con los aceros desnudos en las manos, y sentí invadido todo mi ser por la fuerza que genera el puro odio. Quería su sangre, quería sus tripas en la punta de mi espada. Lo quería moribundo, suplicando por su vida frente a mí, en el polvo del patio, delante de mis amigos y camaradas.
Entonces saltó sobre mí, y fue tan rápido como yo lo recordaba; un veloz torbellino de golpes que paré con la espada de mi brazo herido. Por Dios que era fuerte, y estaba luchando por su vida, y había aprendido un par de cosas desde los días que pasamos juntos en la granja de Thangbrand. Pero también yo había hecho lo mismo.
Me atacó abajo por el lado de mi mano derecha, con una serie de golpes a dos manos contra mi espada. Por suerte más que por destreza, pude zafarme y nos separamos, jadeantes los dos. Miré el vendaje de mi antebrazo y vi consternado que volvía a sangrar y se había formado una gran mancha carmesí sobre el lino blanco. Me atacó de nuevo, esta vez por el lado izquierdo, y luego a izquierda y derecha en rápida sucesión. Me obligó a retroceder, los proscritos se apartaban detrás de mí, e intentó acorralarme junto a un resto de empalizada para allí poder acabar conmigo.
Entonces cometió un error; debía de estar cansado también, porque midió mal un golpe con la espada y durante una fracción de segundo su guardia quedó expuesta, y yo rasgué con un golpe de través su pecho desnudo. No fue un corte profundo, pero sí largo, una pulgada más o menos por encima de sus pezones, y produjo mucha sangre. La multitud lo acogió con un gran rugido animal de aprobación. Primera sangre para mí. El dirigió abajo la mirada, completamente sorprendido al ver la sangre que cubría su pecho desnudo y su vientre. Y entonces ataqué yo, utilizando una combinación de tajos y estocadas que me había enseñado sir Richard. Guy pareció desconcertado ante aquel cambio de actitud por mi parte. En su interior, creía que yo seguía siendo aún el ladrón mocoso que fue una víctima fácil de sus abusos tan sólo un año antes. O la víctima implorante que suplicaba en una mazmorra de Winchester. Pero yo ya no era aquel chico. Era un hombre, miembro de pleno derecho de la banda de Robin, un guerrero. Intentó un contraataque desesperado para romper mi pauta de tajo y estocada, pero fue otro error. Esquivé su espada con un movimiento de cabeza y dejé caer el filo de mi arma sobre la parte carnosa de su bíceps derecho. Rugió de dolor, dejó caer la espada y pude matarlo allí mismo. La multitud sedienta de sangre me gritó que lo matara. Pero no golpeé. Oí de nuevo sus risas ante mi humillación, mi agonía de cuerpo y alma en aquel calabozo, y no quise concederle el beneficio de una muerte rápida.
Le permití recoger la espada con la mano izquierda y seguir luchando. Pero después de aquel tajo en el brazo, Guy quedó a mi merced. No sabía manejar la espada con el brazo izquierdo, y en tres pases le hice un nuevo corte en el pecho, otro en el costado, le di una puntada en el músculo de la pantorrilla y, con un desdeñoso floreo de la muñeca, le hice un corte profundo en el lado de la cara que no tenía hinchado. Ahora él cojeaba, y lloraba. Podía ver su muerte en mis ojos. Su defensa era inexistente, apenas movía los pies, y yo pude darle a placer un nuevo tajo en el hombro izquierdo. Ahora, debilitado por la pérdida de sangre, casi no podía levantar la espada. Entonces, de pronto, toda mi rabia desapareció. Aquí, frente a mí, tenía a un hombre vencido, que sangraba por media docena de heridas, con el brazo derecho inútil, humillado. Ya había tenido mi venganza.