Robin Hood, el proscrito (45 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Estaba allí jadeante, apoyándose en su espada clavada en el polvo, esperando el golpe mortal como un ternero en el matadero. Sentí disgusto por mí mismo; no era así como se comportaba un guerrero, atormentando a un enemigo vencido. Me aparté un paso de él y recorrí con la mirada el círculo de caras sedientas de sangre de los espectadores. Las señales de la batalla reciente y la luz de las antorchas les daban un aire maligno: parecían un círculo de demonios iluminado por un resplandor siniestro. Empezaron a cantar: «Mátalo, mátalo, mátalo…». Pero no quise seguir tomando parte en su sangrienta diversión y dije en voz alta:

—He terminado. Dejadle ir. El combate se ha acabado. Soltadlo.

Y volviendo la espalda a aquellos restos sangrantes de mi infancia, empecé a caminar hacia la mansión.

Entonces alguien gritó mi nombre, y di media vuelta a toda prisa. Guy había levantado su espada con la mano izquierda y cargaba contra mí a través del patio iluminado por las antorchas, con un grito inarticulado de rabia y humillación en la garganta. Dirigió con fuerza la espada contra mi cabeza, pero yo la esquivé con facilidad y respondí con una estocada a fondo, que atravesó su pecho ya tinto en sangre. Su propio impulso lo arrojó contra mi espada, y sólo se detuvo a pocas pulgadas de mi cuerpo, frente a frente las dos caras, lo bastante cerca para darnos un beso. Pude ver la luz de la muerte en sus ojos, y sentí un último escalofrío de odio que me hizo inclinarme hacia él y susurrarle al oído:

—Fui yo quien colocó el rubí entre las ropas de tu cofre, Wolfram. Llévate contigo esa noticia al infierno.

Se ahogó en sangre, de sus labios salió un hilo carmesí. Vi que intentaba hablar, maldecirme, y de pronto se derrumbó de espaldas en el suelo, muerto, con mi espada clavada aún entre sus costillas y la empuñadura señalando el cielo.

Capítulo XX

L
a gran sala del castillo de Winchester estaba perfumada con el aroma de las flores y de las velas de cera de abeja. Hierbas aromáticas esparcidas por el suelo añadían una nota característica a los olores penetrantes de aquella feliz celebración. Los ropajes de brillantes colores de la realeza y su séquito de nobles personajes resultaban deslumbrantes, sólo superados por los espléndidos tapices tejidos con hilo de oro y de plata que colgaban de los muros. Yo participaba tan gozosamente como todos en aquel despliegue de colorido con unas calzas nuevas de color verde y amarillo y una espléndida túnica escarlata con brocado de hilo de plata, que casi me llegaba a los tobillos. Mis pies iban calzados con zapatos ligeros de piel de cabrito, y adornaba mi cabeza con un bonete suave de lana de color escarlata que colgaba a un lado de una manera que me pareció magnífica y aristocrática.

Casi me sentía tan satisfecho con mi atuendo como lo estaba por ser testigo de la boda del conde y la condesa de Locksley. Robin y Marian, vestidos respectivamente con suntuosos ropajes de seda de color verde y azul, estaban de pie en un extremo de la sala, y recibían la bendición de un solemne sacerdote vestido de negro; un hombre bajo y robusto que tenía un asombroso parecido con el hermano Tuck, un conocido monje galés del que se rumoreaba que en tiempos había tenido tratos con forajidos.

Ninguno de nosotros era ya un proscrito. Robin, como prometió, había conseguido el perdón para todos los supervivientes de la terrible batalla de Linden Lea, librada hacía seis semanas. El rey Ricardo —todos lo llamábamos así, aunque su coronación en la abadía de Westminster no iba a tener lugar hasta una semana después— había llegado a un acuerdo con Robin, avalado por sir Richard. Varios grandes cofres llenos de peniques de plata habían cambiado de manos, por un valor que algunos estimaban en cinco mil libras. Robin había prestado homenaje al rey, y a cambio de ciertas promesas y seguridades, había obtenido un perdón completo para él mismo y para todos sus hombres. También se le había concedido la mano de su querida Marian, y el condado de Locksley por añadidura. En su condición de conde, ahora era una persona eminentemente respetable y un poderoso magnate, y el propio rey estaba ahora, junto a su madre, Leonor, y su hermano Juan, presidiendo la ceremonia, sentados los tres en grandes sitiales de roble, regios testigos de la boda de su vasallo más reciente.

Me sentí casi abrumado ante la presencia del rey. Era un hombre magnífico: alto, bien parecido, de rostro arrogante, de unos treinta años de edad, con cabellos de un rubio rojizo y ojos azules, y el aspecto de un hombre habituado al ejercicio. Era sin discusión un hombre de acción, famoso como notable guerrero, hábil estratega y un hombre que adoraba la música y la poesía. Junto al rey, removiéndose inquieto en su sitial, estaba su bastante menos impresionante hermano menor, Juan, el más joven de los hijos del rey Enrique, que llevaba el título de lord de Irlanda. De poco más de veinte años, era mucho más bajo y menos robusto que su hermano mayor, y su cabello rojizo tenía un tono más oscuro. Mientras yo miraba al príncipe Juan, algo le irritó y le hizo llevarse la mano al pomo de la gran daga incrustada de joyas que llevaba al cinto, y su cara dibujó una mueca de petulancia infantil. La reina Leonor era el único miembro de la familia real que parecía alegrarse de verdad de la unión de Robin y Marian. Su hermoso rostro, respetado por la edad, resplandecía ante la visión de la feliz pareja mientras Tuck unía sus manos bajo una tira de seda blanca bendecida, y declaraba en voz alta ante la asamblea allí reunida que eran marido y mujer. También yo me sentía feliz, porque mis sentimientos hacia Marian habían sufrido un cambio sutil desde que Robin, Reuben y yo la rescatamos de la torre de la muralla. Seguía amándola, pero mi mentecata adoración se había transformado en el sentimiento cálido que había sentido por mis propias hermanas. Me sentía feliz porque ella lo era.

Goody, que parecía haber crecido seis pulgadas en las pocas semanas transcurridas desde la última vez que la vi en Winchester, tenía un aspecto angelical vestida de azul con una toca blanca a juego con la de Marian, y estaba colocada al lado de su señora portando un gran ramo de rosas blancas. Había tenido ocasión de verla antes, aquel día, y quise darle un fuerte abrazo, pero ella me rechazó y me dijo en tono severo que, como ahora era una auténtica dama, lo adecuado era saludarla con una profunda reverencia, y nada más. Me entraron ganas de ponerla boca abajo sobre mis rodillas y darle una azotaina, pero a fin de cuentas, tal vez teniendo prudentemente en cuenta lo que sabía que era capaz de hacerle a un hombre con un puñal, decidí seguirle el humor. De modo que le hice una reverencia profunda, aunque con una sonrisa irrespetuosa, y la llamé milady.

Fulcold, resplandeciente en su vestido de lana de color azul celeste, asistió a la ceremonia formando parte del séquito de Leonor. Se alegró mucho de verme con buena salud, y nos abrazamos como amigos. También sir Richard estaba presente, con una docena de caballeros de su orden, todos vestidos con sobrevestes de un blanco impoluto. Y Robert de Thurnham, mi salvador en el calabozo de Winchester, y ahora uno de los hombres de confianza del rey, me dirigió un saludo amistoso desde el nutrido grupo del séquito real, colocado a un lado de la sala.

Reuben envió una sustanciosa bolsa de oro como regalo de boda y una nota en la que decía sentirse desolado por el hecho de que sus negocios en York le impidieran asistir a la celebración. Era una conducta prudente. Por su condición de judío, no habría sido bien recibido por los nobles invitados a aquella ceremonia cristiana. El hermano de Robin, lord William, también envió excusas, pero no razones para su ausencia. Todos decidimos que se estaba comportando como una persona maleducada. Tal vez la razón auténtica de su ausencia era que, al ser un simple barón, su hermano menor (el conde Robert) tenía ahora un rango superior al suyo.

Bernard de Sezanne parecía en excelente forma: hacía chistes malos, tarareaba fragmentos de canciones y apenas bebía. Con permiso de su real protectora, él y yo actuamos juntos aquella noche, en la fiesta de la boda. Toda la mañana me estuvo repitiendo el gran honor que suponía actuar ante el rey. Me puso físicamente enfermo de los nervios, y no me ayudó al respecto el recuerdo de mi última representación en Winchester, ante Murdac y Guy.

Sir Ralph Murdac había huido de Nottingham. Después de la batalla de Linden Lea, fue perseguido hasta las puertas de la ciudad por los hombres de sir Richard, y allí se hizo fuerte en el torreón y desafió a los templarios durante más de un mes. Pero ante la noticia de que el rey Ricardo había desembarcado en Inglaterra y se dirigía al norte hacia Nottingham al frente de todo su ejército, Murdac juntó sus cofres repletos de dinero y a algunos hombres leales, y huyó hacia la protección de unos parientes en Escocia. Había sido informado, por los templarios naturalmente, de que el rey deseaba interrogarle sobre el paradero de los cuantiosos tributos que había recaudado en el Nottinghamshire y el Derbyshire el año anterior, alegando que habían de servir para financiar la gran expedición a Tierra Santa. Murdac, según habíamos de descubrir más tarde, se había gastado buena parte del dinero del rey en los mercenarios flamencos, que después de la marcha de Murdac cerraron un nuevo trato con el rey Ricardo y pasaron a entrar a su servicio sin un solo parpadeo. Los ministros del rey, según se informó al sheriff, pensaban que sir Ralph se había excedido en mucho en las cantidades exigidas para aquel tributo, y el rey pensaba escarmentarlo para dar ejemplo. Murdac hizo bien en escapar, por lo que averigüé más tarde; en efecto, Ricardo tenía intención de destituirlo, pero no porque estuviera particularmente furioso con el escamoteo de sus dineros por parte del sheriff. De hecho, los planes del rey incluían el cambio de más de la mitad de los funcionarios territoriales importantes de la Corona en Inglaterra, tan sólo como un medio para recaudar más dinero. Ricardo necesitaba con urgencia ese dinero para financiar su guerra santa, y un nuevo sheriff, condestable o arzobispo pagaría con gusto al rey una prima sustanciosa por su nombramiento. Un rico caballero llamado Roger de Lacy había empezado a negociar su nombramiento de sheriff del Nottinghamshire antes incluso de que Murdac empezara a hacer el equipaje.

♦ ♦ ♦

El anuncio de Tuck de que Robin y Marian eran marido y mujer fue acogido con grandes vítores y felicitaciones por parte de los presentes, más algunas sugerencias groseras para la noche de bodas. Hugh, el piadoso obispo de Lincoln, sentado cerca de los invitados reales, frunció el entrecejo ante aquella increíble profanidad, y Robin hubo de contener a sus hombres con un ademán, para restaurar el orden. Entonces el venerable obispo se levantó de su asiento. Hugh era un hombre alto y flaco, apasionado e impávido, y después de una corta bendición a la unión de Robin y Marian, lanzó una vibrante arenga acerca de Tierra Santa, y exhortó a los presentes a tomar la cruz y acompañar al rey Ricardo a la gran expedición para rescatar Jerusalén de manos del infiel.

La mayoría de la gente acogió con bostezos el sermón —los curas llevaban ya dos años predicando lo mismo—, pero un hombre al menos pareció mostrar un interés inusitado. Robert, el conde de Locksley, estaba al parecer atentísimo a las palabras del clérigo. Cuando el viejo obispo terminó su discurso con las palabras: «¿Quién quiere tomar de mis manos este símbolo de la fe, y prometer que con la bendición de Dios no descansará hasta haber recuperado Jerusalén?», Robin saltó de su asiento.

—Por Dios, yo lo haré —dijo en voz alta y con acento sincero. Y arrodillado delante del obispo Hugh, recibió su bendición y una tira de tela roja cortada en la forma de la cruz.

—Lleva este símbolo del amor de Cristo en tu manto, hijo mío —dijo el obispo—, y recuerda que obtendrás el perdón por tus muchos pecados y un lugar en el paraíso si mueres en el curso de ese peligroso viaje en el nombre de Dios.

La mirada de Robin se cruzó con la mía mientras el prelado le hacía aquella promesa, y juraría que, a pesar de la solemnidad del momento, mi señor me guiñó un ojo.

Otros caballeros se adelantaron a recibir la cruz, pero de alguna forma el protocolo de la ceremonia quedó roto cuando el rey Ricardo se levantó de su sitial, cruzó la sala a largas zancadas y dio un fuerte abrazo a Robin, sonriendo como un saltimbanqui regio. De alguna manera, en los pocos días que ambos habían pasado en el castillo, el rey Ricardo y Robin se habían hecho rápidamente amigos. El príncipe Juan, que seguía sentado, observó cómo los dos se daban mutuamente cariñosas palmadas en la espalda, y su cara adoptó una expresión desdeñosa. La reina Leonor se acercó a dar la enhorabuena a Marian, que parecía más feliz de lo que nunca la había visto. Yo esperaba que se hubiese quedado sorprendida, e incluso contrariada, por la repentina decisión de Robin de ir a combatir a una guerra en la otra parte del mundo, tal vez para no volver nunca; pero no dio el menor signo de angustia. Y así me di cuenta, claro está, de que todo aquel asunto había sido una representación teatral.

Robin había hecho un trato con sir Richard en la noche terrible del primer día de la batalla, mientras nos cuidábamos nuestras heridas y esperábamos la muerte a manos de los soldados de Murdac para cuando amaneciera de nuevo. Y Bernard, por supuesto, había sido el emisario de sir Richard. También yo había desempeñado un papel, casi sin saberlo. La paloma que solté al amanecer, con su delgada cinta roja, había sido la señal para sir Richard de que Robin aceptaba su proposición. Bernard me lo explicó todo en los días que siguieron a la batalla, cuando hubimos recuperado nuestras fuerzas lo suficiente para limpiar el fétido campo de batalla de los cientos de muertos esparcidos en él y darles una sepultura decente.

—Todo ha sido una cuestión de palanca, en realidad —me dijo Bernard mientras yo cargaba sobre mi hombro el cadáver de un anciano flaco—. La aplicación de la cantidad justa de presión en el momento adecuado. Desde luego, los templarios son maestros en ese género de cosas y, de una manera o de otra, casi siempre consiguen lo que se proponen.

Bernard se comportaba aquel día con una presunción insufrible, y yo sospechaba que se debía a una nueva conquista entre las damas de la reina Leonor. No quiso arrimar el hombro en la ingente tarea de llevar los muertos a una fosa común, sino que anduvo revoloteando alrededor de mí y mi equipo de arqueros, charlando feliz sin parar y estorbándonos mientras arrastrábamos los cadáveres al lugar de su descanso definitivo. Cuando hicimos uña pausa para echar un trago de vino, continuó:

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