Robin Hood II, el cruzado (5 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Tras los gritos y la alarma por lo ocurrido, la mansión había recuperado la tranquilidad. Los criados se habían llevado el cuerpo y limpiado la sangre, y el veterano capitán galés y yo charlábamos sobre el ataque sentados a la larga mesa de la sala.

—Sin duda estaba borracho, Alan, o sencillamente se ha vuelto loco —dijo Owain—. Nunca habría conseguido salir ileso de una acción así. Habría sido despedazado por mis hombres antes de poder correr cien metros. Quieren a Robin, lo sabes bien, sienten una condenada adoración por él.

—Puede que sí y puede que no —dije—. Era arriesgado, sí, pero en la sala todos dormían, y podía matar a Robin y a Marian y escapar después por alguna ventana antes de que nadie se diera cuenta. Había un caballo ensillado y preparado para salir en los establos, y en la confusión después de un suceso así, con Robin muerto y el barullo consiguiente en todo el castillo…, bueno, creo que habría tenido alguna que otra posibilidad de escapar. Y dudo que estuviera loco. Creo tan sólo que lo sometieron a la presión adecuada… dinero, amenazas o las dos cosas, para forzarle a ese atentado.

Owain se puso más sombrío aún.

—Haré algunas averiguaciones por la mañana —dijo—. ¿Qué crees que dirá Robin cuando vuelva?

—La noticia no va a hacerle feliz —dije. Y me levanté de la mesa dejando a Owain con la mirada fija en su copa de vino, para acurrucar mi cuerpo exhausto bajo las mantas, junto al fuego. Aunque sabía que era ridículo que alguien quisiera matarme
a mí
, pasé el resto de la noche con mi puñal desenvainado en la mano. Y cansado como estaba, y con el tacto reconfortante de una daga española de un pie de largo y afilada como una navaja de afeitar en mis manos, dormí como un bebé.

♦ ♦ ♦

Robin volvió a la mañana siguiente, otro día primaveral soleado tan espléndido como el anterior, con su mujer preñada, Marian. Ella, gruesa y sofocada, iba sentada como una reina en una silla colocada en un carro tirado por burros, rodeada por sus damas de compañía. Saludé a una cara familiar de su séquito, mi pequeña amiga Godifa, y recibí en respuesta una tímida sonrisa. Luego me volví a saludar a Robin, y le informé con brevedad de los sucesos de la noche anterior. Mi señor pareció sinceramente impresionado al saber que yo, con un pequeño cuchillo de mondar manzanas, había dado muerte al frustrado asesino.

—¿El llegó hasta ti empuñando una espada, en la oscuridad, mientras dormías, y conseguiste despacharlo con una navajita para arreglar las uñas? —dijo mientras cruzábamos el patio inundado por la luz del sol y entrábamos en la penumbra de la sala. Fue extraño oírle alabarme sin ninguna segunda intención burlona.

—A decir verdad, se trataba de un cuchillo para pelar fruta —dije. Robin quitó importancia con un gesto a mi objeción.

—Siempre he sabido que podías componer una buena
chanson
heroica, Alan, pero no me había dado cuenta de que además podías ser
tú mismo
el héroe de esa historia.

Me sonrió. El tono burlón había vuelto a sus palabras.

—Bueno, como estaba durmiendo en tu cama y por esa razón me confundieron contigo, mi señor, supuse que se esperaría de mí un poco de comportamiento heroico.

Robin se echó a reír.

—Me adulas de una forma desvergonzada. Sabes mejor que nadie lo lejos que estoy de ser un héroe.

—Muchas Canciones excelentes dicen que lo eres, mi señor, de modo que algo tiene que haber de cierto —respondí con una sonrisa.

Dio un bufido risueño y, de pronto, dejó de sonreír y me condujo a la mesa larga de la sala, junto a la que tomamos asiento los dos. Había pasado el momento de las chanzas.

—Cuéntame quién ha sido —me dijo, con toda seriedad—, y por qué tenía intención de hacerme picadillo.

—Han puesto un precio muy alto a vuestra cabeza —le dije sin miramientos—. Muy alto, la verdad. —Hice una pausa—. Cien libras de peso en pura plata alemana. Y quien las ofrece es nuestro viejo amigo, sir Ralph Murdac.

♦ ♦ ♦

Se hizo un largo silencio en la mesa, mientras Robin me miraba, fijos sus brillantes e inquisitivos ojos grises en los míos. Era una cantidad pasmosa para ofrecerla a cambio de una vida humana, más que suficiente para permitir a un hombre vivir rodeado de comodidades el resto de su estancia en este mundo, y dejar después una considerable herencia a sus hijos y una dote tentadora a sus hijas. Era más de lo que valía toda la propiedad de Westbury.

—De modo que la pequeña víbora ha salido de su agujero —dijo Robin—. Ve a llamar a Little John, Owain, sir James y Tuck, y cuando estemos todos reunidos será mejor que nos cuentes la historia con todo detalle.

Me puse en pie y tendí a Robin la carta del rey, que había estado quemándome el pecho debajo de mi túnica durante toda la mañana. Rompió el sello regio del pergamino y empezó a leer cuando yo ya salía a convocar a sus lugartenientes de confianza.

Mientras esperábamos en silencio a que los principales hombres de nuestro pequeño ejército acudieran, me di cuenta de que Robin me miraba con curiosidad.

—¿Qué demonios es lo que llevas en la cabeza? —me preguntó—. Pareces un procurador de mujeres fáciles.

Yo me ofendí un poco; llevaba un gorro nuevo de color azul cielo que había comprado en Londres. Estaba hecho de piel de ante, y era suave como las mejillas de un bebé; iba bordado con hebras finas de oro en forma de rombo y estrellas de lana roja, y tenía una larga cola gruesa que descansaba sobre mi hombro como si fuera una serpiente amaestrada. Era el no va más de la sofisticación en la capital, según me aseguró el elegante sombrerero de Londres, y yo lo tenía en gran estima. No me digné a contestar la observación de Robin, y diez minutos más tarde Little John, sir James de Brus, Owain el arquero, Robin y yo estábamos sentados ante la larga mesa, cada cual con una jarra de cerveza en las manos.

—Tuck está en el patio de la iglesia enterrando al tipo muerto —dijo John. Robin asintió y no hizo comentarios. Visitaba la pequeña iglesia de San Nicolás, a los pies del lado sudeste del castillo, sólo cuando era absolutamente necesario, cuando no ir habría llamado en exceso la atención. Y yo sabía la razón: en el fondo de su corazón, Robin no era cristiano. Un clérigo brutal que lo atormentó en su adolescencia le había hecho concebir un odio profundo por la Madre Iglesia, y a pesar de que estaba comprometido por un juramento solemne a acudir a la Gran Peregrinación, en su alma no había lugar para Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Por aberrante que te resulte esa flagrante perversidad a ti, lector de este pergamino, por alguna extraña razón los hombres de Robin aceptaban su falta de fe sin más. O aparentaban no darse cuenta. Le querían y le seguían, a pesar de la evidencia de que era un alma condenada.

—Por los juanetes ensangrentados del Bautista, buen trabajo el tuyo de anoche, jovencito —dijo Little John, devolviendo de golpe al presente mis pensamientos—. Yo mismo no lo habría hecho mejor.

Me avergüenza decir que enrojecí y no supe qué responderle. Que Dios perdone mi orgullo, pero yo sabía que me había portado bien. A diferencia de Robin, John casi nunca hacía cumplidos, y como había sido el maestro de armas de Robin y mi instructor de combate, su alabanza significaba mucho para mí.

—Vamos, Alan, basta de mutis teatrales. Ahora no estás representando una
chanson
. Háblanos de las siniestras tramas de sir Ralph Murdac —dijo Robin, mirándome directamente a los ojos—. Creí que seguía escondido entre la bruma de los páramos de Escocia, dicho sea sin ánimo de ofensa, sir James.

El escocés frunció el entrecejo, pero no hizo ningún comentario.

Hasta pocos días antes, también yo estaba convencido de que Murdac estaba en Escocia. Después de la batalla de Linden Lea, en la que Robin derrotó a las huestes de Murdac, el malvado hombrecillo huyó y buscó la seguridad junto a unos parientes, en el otro lado de la frontera. Además de escapar de la venganza de Robin, Murdac creía que el rey Ricardo tenía intención de exigirle cuentas por las largas cantidades de plata recaudadas en concepto de impuestos por el antiguo alguacil del condado de Nottingham, en apariencia para sufragar la expedición a Ultramar. Pero en lugar de entregar el dinero a la tesorería real, Murdac se había guardado para sí el dinero conseguido exprimiendo a los campesinos, y su mala conciencia le impulsó a huir de la ira de Ricardo. Era evidente que todavía le quedaba una buena porción de aquella plata, porque de otra forma no habría podido permitirse ofrecer cien libras del metal precioso por la vida de Robin.

—Bueno, pues está de vuelta —dije—, y sediento de tu sangre. —Me arrellané en mi asiento y empecé mi historia—. Había despachado ya nuestros asuntos en Winchester, Oxford y Londres —dije—, y todo iba a las mil maravillas, de modo que puse rumbo al norte, a Nottingham, para entregar tus regalos al príncipe Juan…

El hermano pequeño del rey Ricardo había prosperado desde la muerte de su padre, porque se vio colmado de tierras y títulos por su hermano mayor. Ya era Lord de Irlanda, pero además recibió los condados de Derby y Nottingham y las posesiones de Lancaster, Gloucester y Marlborough, además de grandes extensiones de tierra en Gales. El príncipe me recibió en la gran sala del castillo real de Nottingham, pero sin ninguna muestra de real magnificencia. Yo estaba muy cansado del viaje, empapado por un chaparrón y salpicado del barro de los caminos, pero el príncipe Juan insistió en verme de inmediato. Y no pude hacer otra cosa que obedecer. Le habían contado que le llevaba un regalo y, como un chiquillo codicioso, no tuvo paciencia para esperar. De modo que me presenté en la gran sala aún calado hasta los huesos y tiritando de frío —un espectáculo lamentable para una docena más o menos de cortesanos y compinches reales espléndidamente vestidos que se encontraban allí—, y entregué el regalo de Robin. Era una magnífica pareja de halcones que había comprado en Londres siguiendo las instrucciones de Robin. Eran pájaros exquisitos, de buen tamaño, con grandes alas jaspeadas y pecho de color crema moteado de negro, con un elegante pico curvo de un tono azulado que viraba al negro en la punta afilada; además, llevaban capuchas de suave piel española, adornadas con campanillas de plata. Me satisfacía en particular haber convencido al halconero de Londres de separarse de ellos, aunque hizo falta desembolsar una buena cantidad de plata de mi señor para cerrar el trato. También di al príncipe Juan una carta de Robin, que contenía buenos deseos y los cumplidos habituales de un magnate a un vecino poderoso: la principal residencia de Robin, el castillo de Kirkton, estaba a una distancia de menos de sesenta kilómetros del norte de Nottingham, y algunas de sus otras propiedades estaban más cerca incluso.

El príncipe Juan, un hombre joven de estatura menos que mediana, de cabello rojo oscuro rizado y cuerpo robusto, adoraba los halcones. Le gustaba mucho la caza, y mimaba a sus pájaros como una madre a un hijo recién nacido. Apenas echó una ojeada a la carta, y luego la tendió al hombre que estaba de pie a su lado: un caballero alto y bien formado, pobremente vestido para estar en compañía del rey, pero con una magnífica espada, y con un muy visible mechón de pelo blanco que le brotaba en el centro de la frente, entre su mata de pelo de un rubio rojizo. Me miró, y entonces advertí otra característica curiosa de aquel hombre: tenía ojos de zorro, garzos pero brillantes y rasgados y con un brillo feroz que no me gustó nada en absoluto.

—¿Qué se supone que he de hacer con esto? —dijo el caballero— zorro en francés normando, con una voz profunda que arrastraba las sílabas. Miraba la carta colocada entre sus manazas.

—Oh, claro, eso no es adecuado para ti —dijo el príncipe con una insinuación de burla, en la misma lengua, y le arrebató de nuevo la carta—. Mally, de verdad que tendrías que aprender a leer uno de estos días.

El príncipe Juan se volvió a su derecha y pasó la carta a un hombre bajo, de cabello oscuro y vestido enteramente de negro, que estaba colocado al otro lado y ligeramente más atrás, concentrado en un pequeño libro de horas con incrustaciones de joyas en las tapas.

—Es de tu viejo rival, el llamado conde de Locksley —dijo el príncipe, y le tendió el pergamino. Tenía una voz dura y aguda, que siempre parecía insinuar un desprecio absoluto por todo el mundo. El hombre oscuro dejó el libro, tomó la carta, me miró directamente durante un instante con sus ojos de un azul gélido (sin ninguna expresión en el rostro), y empezó a leer.

Tardé un par de segundos en reconocerlo, pero entonces, con un estremecimiento, me di cuenta de que tenía ante mí a sir Ralph Murdac, el anterior alguacil del condado de Nottingham; el hombre que había dado la orden de matar a mi padre; el hombre que el verano anterior, en una apestosa mazmorra del castillo de Winchester, me había torturado de la forma más humillante, y el hombre cuya muerte ansiaba yo más que la de ninguna otra persona. Mi mano bajó a la empuñadura de mi puñal, y por un momento pensé en abalanzarme sin más sobre él y hundir la daga hasta la guarda en su vientre. Pero la razón prevaleció, a Dios gracias. Yo era un invitado en la corte de un príncipe de sangre real. Había docenas de testigos en la sala. Si acuchillaba a Murdac delante de todas aquellas personas, por mucha satisfacción que me diera ese acto, mi cuerpo colgaría de una horca antes de que se hiciera de noche.

Murdac levantó los ojos del pergamino y me dedicó una nueva mirada, larga y pausada.

—Pedidle que cante algo —dijo al príncipe con aquella voz suave y ceceante que yo conocía tan bien. El príncipe Juan se había desentendido de mí: chasqueaba la lengua y palmeaba suavemente las plumas moteadas del pecho de uno de los halcones.

—Aquí pone que este infeliz cubierto de barro es el
trouvère
personal de Robin de Locksley —siguió diciendo Murdac en voz más alta—. Haced que cante algo, sire, para entretenernos a todos.

Miró a su alrededor a aquel grupo de cortesanos y obtuvo un murmullo de aduladora aprobación. El hombre corpulento del mechón blanco sonrió jubiloso cuando se dio cuenta de mi incomodidad ante aquella sugerencia, y mostró al hacerlo unos dientes amarillos, grandes y puntiagudos.

—¿Cómo? —dijo el príncipe Juan—. Oh, buena idea. Sí, cántanos alguna cosa, chico.

Yo estaba allí de pie delante de ellos, empapado, tiritando, exhausto, sin mi viola ni ningún otro instrumento, maquinando en secreto un crimen sangriento, ¿y aquel real idiota quería que cantara?

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