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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (6 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Mi señor príncipe, estoy empapado… Si me permitís retirarme y cambiarme de ropa…

—Nada de excusas, chico —interrumpió Murdac, y sus ojos pálidos brillaron de malicia—. Su Alteza te ha ordenado cantar. De modo que canta, chico, ¡canta!

Se puso a dar palmas con las manos y me dirigió una sonrisa tenue y venenosa.

Yo me lo quedé mirando, y el cerebro casi me estallaba de odio sediento de sangre. Estaba más delgado que la última vez que nos vimos, con más arrugas en la cara, pero en cambio iba vestido con más lujo, de gruesa seda negra con un reborde de piel de marta, y al cuello llevaba una cadena de oro de la que colgaba un enorme rubí. Yo conocía muy bien aquella joya. Tenía blancos los nudillos de tanto apretar los puños situados a escasas pulgadas de la empuñadura de mi daga, y no creo haber estado nunca tan cerca de echar a perder mi vida. Pero entonces me di cuenta de que no deseaba sólo su muerte, que no quería simplemente acuchillarlo allí mismo a costa de mi propio cuello: quería humillarlo como estaba él humillándome a mí, como me había humillado antes en aquel fétido calabozo. Quería que me pidiera perdón por haber matado a mi padre, que implorara piedad por haberme torturado a mí y matado a mis amigos…, de modo que abrí mis manos y las junté a mi espalda. Y empecé a cantar.

No recuerdo bien lo que canté, de verdad que no, tal vez una de la docena más o menos de
cansós
que había escrito hasta entonces y que me sabía de memoria. Mi viejo cerebro cansado ha borrado el recuerdo; a veces la vergüenza tiene ese efecto. Después de la primera canción, me obligaron a cantar otra, a pesar de que mis dientes castañeteaban con tanta fuerza que estoy seguro de que nadie podía seguir la letra, y luego otra más. Por fin el príncipe Juan pareció cansarse de aquel juego cruel y ordenó, con su habitual desdén, que me retirara. Hice una profunda reverencia con las mejillas encendidas de rabia y mortificación, y el príncipe echó mano a su bolsa, rebuscó durante un instante y arrojó al suelo frente a mí un par de peniques de plata. El hombre zorruno se echó a reír en voz alta. Era un insulto calculado. Los
trouvères
pueden esperar recibir algún regalo discreto de los señores complacidos, pero tirar el dinero al suelo como se suele hacer para recompensar a un acróbata por dar unas volteretas, o a un músico callejero, era peor que una bofetada en la cara.

Hice una segunda reverencia e, ignorando el dinero que relucía sobre la estera sucia delante de mis pies, entre los huesos mondos de restos de comida, los pelos de perro y la mugre vieja del suelo de la sala, volví la espalda a mis tres atormentadores y salí de la estancia.

—¡Qué individuo tan extraordinario! —oí decir al príncipe Juan con su voz chillona cuando estaba ya junto a las grandes puertas de madera de roble—. ¿Habéis visto eso? Me ha dado la espalda. Debería hacerle azotar.

—Es de origen servil, ¿sabéis? —dijo Murdac en voz alta—. No tiene educación ni modales.

Tropecé levemente en el umbral, por la urgencia de situarme fuera del alcance de sus voces.

—Y un proscrito también —siguió diciendo aquella sucia comadreja—. Eso fue antes de que vuestro real hermano le perdonara. Yo lo tuve encerrado en una ocasión en mis mazmorras por sus fechorías, pero ese villano escurridizo consiguió salir de allí de alguna manera. Escapó…

Crucé la puerta y salí al gran patio de armas del castillo de Nottingham. Me temblaban las piernas, y cuando encontré un bloque de piedra colocado como ayuda para montar a caballo y propicio para tomar asiento bajo aquellos cielos plomizos y amenazadores, me dejé caer allí y cerré los ojos con la esperanza de borrar de mi mente la vergüenza y el bochorno sufridos. Me concentré en las imágenes de sir Ralph Murdac suplicando por su vida, atado a la reja, ensangrentado e implorando piedad, y empezaba a sentirme un poco mejor cuando oí el ruido apagado de unos pies que corrían y, al abrir los ojos, vi a un sirviente, un chiquillo mal vestido, parado ante mí jadeante, y mostrándome la palma abierta de su mano. En ella había tres peniques de plata de aspecto grasiento.

—Señor, os pi-pido perdón, señor, pero este di-dinero es vuestro —dijo el chico.

Por un momento creí que se trataba de una nueva humillación, ideada por Murdac y su nuevo patrón real. Luego miré más despacio al chico, su cara amable y sus ropas gastadas, la mano tendida y ligeramente temblorosa, y supe que no era así. Era un chico guapo, de unos once años, bien formado y alto para su edad, de cabellos de color castaño claro y ojos también castaños. Me quedé mirándolo por un instante, y luego dije:

—Quédatelo tú, chico.

El pareció contrariado.

—Pe-pero, señor, el dinero es vuestro. El príncipe os lo dio. Un re-re-regalo real.

—No deseo recibirlo —dije, tajante.

Entonces, al darme cuenta de que mi vergüenza pública no había sido culpa suya, y de que no había razón para ser descortés con él, le sonreí:

—Cómprate algo en el mercado, una empanada o dos, o un buen cuchillo nuevo…

Me miró dubitativo, y me pregunté si no sería corto de entendederas; entonces dejé de prestarle más atención, volví a sentarme en la piedra, cerré los ojos y volví a sumergirme en mis negros pensamientos.

—Os ruego que excuséis mi im-impertinencia, señor —dijo el chico, arrancándome de un ensueño delicioso en el que Murdac estaba colgado por los pulgares encima de un pozo lleno de serpientes venenosas. Abrí los ojos; el chico seguía allí, pero sus manos colgaban a los costados y me di cuenta de que las monedas de plata habían desaparecido—. Disculpad la pregunta, pero ¿no ha dicho Su Alteza Real que estáis al servicio del co-co-conde de Locksley?

Su rostro estaba iluminado por una excitación rara, y parecía esforzarse por controlar su tartamudeo.

—Es cierto, sirvo al conde; tengo ese honor —dije, y sonreí de nuevo. Conocía a muchos muchachos parecidos a lo largo y ancho del país. Habían oído las canciones y leyendas sobre Robin Hood y su banda de salteadores, y se sentían seducidos por el romanticismo que envolvía aquellas historias: una alegre banda de camaradas que comían a la sombra de los árboles del bosque, dormían al raso y se burlaban de los representantes de la ley. Podía haberle contado algunas historias de mi cosecha que cambiarían su opinión sobre Robin: sacrificios humanos cruentos, robos y extorsiones sin escrúpulos, y mutilación de enemigos, pero como de costumbre guardé silencio.

—Yo os su-suplico que me concedáis el honor… —dijo el chico, y tragó saliva— de servirle. Y te-te-tengo noticias que le interesará saber.

—¿Qué noticias? —pregunté.

—Sir Ralph Murdac quiere ver muerto a vuestro señor.

—Eso no es ninguna novedad, chico. Sir Ralph y Robin de Sherwood eran enemigos antes de que tú nacieras —dije con despreocupación, y de nuevo cerré los ojos.

—Pe-pero sir Ralph ha hecho correr la voz de que recompensará con cien libras de plata alemana fina a quien mate al conde y le traiga a él su cabeza —dijo el chico.

Abrí los ojos de par en par. Me quedé atónito, sin habla; no tenía idea de que Murdac estuviera dispuesto a desprenderse de todo ese dinero a cambio de la muerte de un solo hombre.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunté.

—Oí a sir Ralph decir al capitán de la guardia que pasara el mensaje de la recompensa a sus hombres. —El chico me miró, inquieto—. Si pasáis esta información al conde, puede que él se muestre bien dispuesto a tomarme a su servicio —dijo. Sus ojos me suplicaban.

Lo miré más detenidamente; tal vez no era tan lerdo, después de todo, y una idea audaz empezó a abrirse paso en mi mente, una manera de poner a prueba el temple del chico, de darme a mí alguna satisfacción, de corregir una fechoría y de castigar el orgullo de Ralph Murdac, todo al mismo tiempo.

—¿Cómo te llamas, chico? —pregunté.

—William, señor —contestó.

—Y estás empleado aquí como criado —dije.

—Sí, señor. Trabajo en las cocinas, pero en los días de fiesta algunas veces me permiten servir la mesa en la gran sala.

—¿Hasta qué punto quieres servir a Robert de Locksley? —pregunté.

—Se-se-señor, le serviré lealmente; le serviré como un hombre de su clase merece ser servido. Lo juro por Nuestra Señora Santa María Madre de Dios.

—Si quieres servir a Robin, primero habrás de servirme a mí. ¿Estás dispuesto a ello? Luego, dentro de unos meses, podrás seguir a mi señor a la Gran Peregrinación a Tierra Santa. Ese privilegio supone la promesa de la salvación eterna y el perdón de todos tus pecados. ¿Te gustaría venir con nosotros?

El chico asintió con la cabeza, tan deprisa y con tanta furia que pensé que iba a romperse el cuello.

—Pero William, hay una cosa muy importante, no has de decir a nadie que estás al servicio de lord Locksley hasta que llegue el momento de abandonar el castillo para reunirte con tu señor. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, señor. Soy nuevo aquí en Nottingham, y estoy solo en el mundo. No tengo familia ni amigos con quienes hablar. —Se miró las puntas de los zapatos—. Mi padre fue muerto a tra-traición, señor, por ladrones, y mi madre murió de pena poco después.

Su rostro se contrajo en una expresión de dolor, y sentí pena por el pobre muchacho. Yo sabía lo que significa no tener a nadie.

—A pesar de todo, puedes sentir la tentación de contarle a alguien que sirves en secreto al famoso Robin Hood. Es un impulso muy natural. Pero recuerda que si se lo cuentas a alguien, nunca podrás unirte a él. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Hay una cosa más; míralo como una prueba de tu lealtad a Robin. Una garantía de que de verdad deseas servirle con toda fidelidad.

—Decidme de qué se trata, señor, haré cualquier cosa.

—Cierto objeto, una joya de mucho valor, pertenece por derecho propio a lady Marian, la esposa de Robin. Pero sir Ralph Murdac la robó. Lleva esa joya colgada del cuello todos los días, ¿la has visto? Es un gran rubí rojo. Quiero que me ayudes a recuperarlo para su legítima propietaria.

Ni siquiera parpadeó ante la idea de un robo a plena luz del día, y dio su acuerdo de inmediato, con un meneo de cabeza tan vigoroso como el anterior, y supe que encajaría bien entre los hombres de Robin. De modo que pasé el brazo sobre el hombro de William y, en voz baja, le expliqué lo que íbamos a hacer y cómo íbamos a hacerlo.

♦ ♦ ♦

Me quedé en Nottingham dos días más, pero no en el castillo. No podía soportar la idea de quedarme allí, expuesto a ser llamado de nuevo a la presencia del príncipe Juan, para una nueva ronda de humillaciones musicales. En vez de eso, me instalé en la casa de un viejo amigo, Albert, un colega de mi época de mocoso ladrón callejero, cuando cortaba las bolsas de los mercaderes ricos y confiaba en que la multitud que abarrotaba el mercado favoreciera mi huida. Albert era ahora un hombre honrado, y casado; vivía en una casucha de una sola habitación en la parte más pobre del antiguo distrito inglés de Nottingham. De modo que prefirió no hacer preguntas sobre el trabajo que yo planeaba; sabía que no se trataba de nada bueno, pero toleraba contento mi presencia en su casa debido a la amistad que nos había unido en el pasado…, y al penique de plata que le había prometido cuando concluyera mis asuntos.

En la mañana del segundo día, William vino a la casa de Albert y me dijo que sir Ralph Murdac había salido a comprar un anillo a la calle de los plateros, en la parte norte de la ciudad.

—Pero no está solo, señor —dijo William con aire inquieto—. Le escoltan dos hombres de armas.

—Eso no me preocupa —dije, y era cierto—. ¿Lleva consigo el rubí?

—Sí, señor, en la cadena de oro, como siempre.

Sonreí.

—¡Entonces, vamos a buscarlo!

William y yo nos abrimos paso sin demasiados miramientos entre la multitud del mercado, y pronto nos encontramos en el extremo sur de la calle de los Plateros. Como no queríamos correr el riesgo de que nos reconociesen Murdac o sus hombres, William se había tiznado la cara con barro y llevaba la capucha bajada hasta la mitad de la frente. Yo iba vestido como un soldado libre de servicio, con una capa azul muy llamativa, cota de malla y espada; un vendaje ensangrentado me tapaba un ojo y buena parte de la mejilla. También me había pegado algunos mechones del pelo negro de Albert en el labio superior y la barbilla, y escondía mis rizos rubios debajo de un sombrero de ala flexible. Para ser sincero, me sentía un poco ridículo, pero Albert me aseguró que de esta guisa nadie me reconocería; los postizos negros, aunque confeccionados de forma muy precaria, me hacían parecer más viejo, y mucho más tosco; la gente se daría cuenta después de que se trataba de un disfraz, pero como en el castillo todos estaban convencidos de que el talentoso
trouvère
Alan Dale se había ido de Nottingham dos días antes con su rabo de siervo redimido entre las piernas, nadie sospecharía a primera vista que yo fuera el ladrón.

Nuestro plan era muy sencillo, como lo son siempre los mejores planes. Y se trataba de una maniobra que yo había ejecutado varias veces antes, aunque no en los dos últimos años y pico. Dependía de la sorpresa, de la rapidez y de la natural reacción humana ante un golpe fuerte en el estómago.

Sir Ralph Murdac estaba parado delante de un mostrador abierto a la calle. En el interior del taller, pude ver de refilón a dos jóvenes plateros enfrascados en el trabajo de dar forma a una pieza delicada con sus finos martillos. Sentí el acostumbrado hormigueo de excitación en el vientre ante la idea del robo inminente. En la calle, de pie junto a Murdac, estaba el maestro platero, mostrándole un broche fino de oro. Era claro que había hecho el esfuerzo de salir de su taller para atender a un cliente distinguido. Dos mesnaderos, que lucían los colores rojo y negro de las armas de Murdac, aguardaban aparte, a unos diez metros de distancia, recostados contra una pared y con cara de aburrirse.

Me dirigí a la tienda donde Murdac regateaba con el joyero y me detuve delante del mostrador contiguo, manteniendo mi rostro oculto para el antiguo alguacil y simulando examinar unas espuelas finas con incrustaciones de oro. Estaba a unos veinte pies de distancia de Murdac, y con la cara medio vuelta hacia el lado contrario. William me había seguido a una distancia discreta. Por el rabillo del ojo, le vi acercarse con disimulo. Se movía con la naturalidad de un depredador, deteniéndose ahora en un lado de la calle, luego en el contrario, ceñudo, sin tocar ninguna de las piezas de metales preciosos expuestas al público, sin atraer nunca la atención sobre su persona. Cualquiera que le observara, si es que alguien había advertido sus movimientos, pensaría que me estaba acechando a mí, como el gato de la casa acecha a un gorrión desprevenido. En seguida estuvo colocado a mi costado derecho, entre Murdac y mi persona.

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