Lo llevé a El Cordero, la taberna de Messina en la que me reunía con los demás
trouvères
. Después de desembarcar sana y salva a Berenguela, Bernard y su señora la reina Leonor tenían intención de abandonar Sicilia al cabo de uno o dos días para volver a Inglaterra, y yo quería tener la oportunidad de hablar con él antes de que se fuese. La taberna contaba con las dos cosas que yo sabía que exigiría Bernard para que la velada fuese un éxito: grandes cantidades de vino y una compañía musicalmente entendida. Little John estaba de turno junto a Robin, de modo que yo tenía tiempo libre a mi disposición. Bernard y yo fuimos a la taberna temprano; el sol todavía no se había puesto detrás de las montañas del oeste, de modo que era seguro que pasaría algún tiempo a solas con mi amigo antes de que llegara el resto de los músicos.
—Y bien, joven Alan —me dijo Bernard con una sonrisa condescendiente—, cada vez que te veo tienes más el aspecto de un rudo soldado. Espero que no hayas abandonado la vida musical.
Miraba con intención la espada y el largo puñal que cuelgan habitualmente de mi cintura, sujetos a dos gruesos cinturones de cuero. Le aseguré que no era así, y no pude evitar fanfarronear un poco sobre mi popularidad en la corte del rey Ricardo, y el aprecio en que me tenía el rey como cantante.
—¿De modo que estás a gusto en este gran enjambre de futuros mártires? —me preguntó. Admití que era así, y le hablé de mis recientes proezas con la lanza. Estaba a medio contarle mis heroicos éxitos con el estafermo, cuando me di cuenta de que se distraía y desviaba la vista, de modo que acabé rápidamente la historia, pedí más vino y cambié de tema.
—¿Cómo van las cosas por Inglaterra? —le pregunté.
—No van bien, Alan, si he de serte sincero; no van nada bien —dijo, y suspiró. Su actitud era triste, pero noté algo más, tal vez una punta de satisfacción por el hecho de ser portador de malas noticias—. El país está muy inquieto por la ausencia de Ricardo; los barones fortifican sus castillos y las ciudades levantan murallas. También los galeses andan revueltos. Pero el principal problema es ese insignificante Willie Longchamp, el justicia del rey, que es odiado absolutamente por todo el mundo y parece incapaz de controlar su propia casa, no digamos ya el país. Es un hombrecillo horrible (no hay en él música en absoluto), pero Ricardo le nombró para el cargo de justicia y se podía pensar que, a partir de ese momento, sería capaz de inspirar un poco de respeto; pues resulta que no, y su autoridad se ve ahora seriamente contestada por ¿adivinas quién?, por el real, ya que no leal, hermano de Ricardo, Juan.
»Nuestro príncipe casero anda ahora dándose pisto por todo el país, con unos absurdos aires de monarca, y ha nombrado su propio justicia, su propia corte real, su canciller, su lord del sello y todo lo demás, y sus servidores hablan abiertamente de que Juan será el próximo rey si Ricardo muere durante la peregrinación. Es enteramente ridículo, porque todo el mundo sabe que el pequeño príncipe Arturo es el heredero designado por Ricardo. Nada va bien, Alan, con el rey fuera del país nadie es capaz de mantener a raya a esos sapos ambiciosos… —Y citó unos versos—: «Como la tierra se oscurece al ponerse el sol, / así decrece un reino en la ausencia de su rey».
Bebió un largo trago de vino y se secó la boca con la manga de su espléndida túnica carmesí. Luego añadió, en voz más baja:
—Y tengo noticias aún peores. Fui a ver a la condesa de Locksley para recoger una carta que quería darme para Robin, y la encontré en un estado penoso. Oh, su salud es excelente y su aspecto también, y mantiene su noble porte, pero es muy desgraciada.
Hizo una pausa y me di cuenta de que había estado ansioso por dar esa mala noticia desde el momento mismo en que nos encontramos en la orilla de la bahía.
—Sigue —dije, sin énfasis.
—Bueno, se trata de esos horribles rumores sobre ella, que anda esparciendo esa serpiente de Ralph Murdac, unos chismes estremecedores, de la peor especie, y totalmente falsos además, pero la angustian y teme que lleguen a oídos de Robin.
Apenas conseguía disimular la satisfacción que le producía ser el portavoz de aquella calamidad. Me incliné hacia él, ceñudo.
—¿Qué rumores? —dije. Sentía agitarse la ira en mi interior—. ¿Qué rumores, Bernard? —dije en voz más alta. Bernard me miró.
—No te enfades conmigo, Alan, yo sólo soy el mensajero, no la persona que los está difundiendo; yo no lo he contado a nadie. Pero la gente habla.
Me esforcé por controlar mi rabia. Quería mucho a Marian, la condesa de Locksley; había creído incluso estar enamorado de ella durante cierto tiempo, y no me gustaba ver su nombre ensuciado por nadie.
—¿Qué es lo que dicen? —pregunté, en un tono de voz más razonable. Bernard era Bernard, después de todo, y mi rabia no iba a cambiarlo.
—Bueno, no te enfades y no digas que he sido yo quien te lo ha contado, pero la gente dice que… —calló durante breves momentos, y yo dije sin expresión:
—Cuéntamelo, Bernard.
Y por fin, con muchos aspavientos y circunloquios, lo hizo.
—Dicen, Alan, y estoy seguro de que se trata de un completo infundio, que la condesa fue la amante de Ralph Murdac durante el verano de hace dos años, y que el hijo de la condesa, Hugh, reconocido como heredero del conde de Locksley, es en realidad hijo de Murdac.
Se echó atrás en su asiento después de haber descargado aquel mazazo, y observó mi reacción.
Espero haberle desilusionado: mantuve mi cara inexpresiva, bebí un sorbo de vino y suspiré.
—¡Qué estupidez! —dije, despectivo—. ¿Marian Locksley la amante de Ralph Murdac? Absurdo.
Intenté soltar una risita divertida, pero lo que salió se pareció más al rebuzno de un asno apaleado.
Me libró de verme obligado a argumentar mi rechazo la llegada de Ambroise con otros dos
trouvères
. Apenas tuve tiempo de susurrar a Bernard que tuviese la boca cerrada sobre ese asunto —cosa que desde luego no hizo—, antes de vernos arrastrados al torbellino de diversión alcohólica que siempre acompañaba a Ambroise y sus amigos. Mientras Bernard y el alegre rollo de manteca normando se presentaban mutuamente, intercambiaban bromas obscenas y pedían más vino —tardaron menos de un cuarto de hora en convertirse en viejos amigos, dicho sea de paso—, yo pensaba en mi hermosa amiga y amada de Robin, Marian, la condesa de Locksley manchada por las habladurías. Tenía un problema grave: a pesar de mi actitud despectiva con Bernard, sabía que el núcleo de todos aquellos falsos rumores, el hecho de que el hijo de Robin lo era en realidad de Murdac, era verdad. Y esa verdad podía destruirnos a todos.
A
hora, después de haber tenido hijos, comprendo por qué es tan importante la sangre. Cuando murió mi hijo Rob, sentí que, de un modo literal, una parte de mí había muerto con él. Mi esposa y yo lo criamos con amor y dedicación, y pusimos en él todos nuestros sueños y nuestras esperanzas. De haber sido el hijo de otro hombre, ¿le habría amado tanto, me habría dolido tanto su muerte? Puede ser. Pero dudo que hubiera sentido tan dolorosamente que él era yo de alguna extraña manera, y que su muerte era la mía. Así pues, cuando en la primavera del año de Nuestro Señor 1191 supe que Hugh, el hijo de Marian, no lo era de Robin, mi primer pensamiento fue la vergüenza que debía de sentir Robin. Ya era bastante malo que su esposa hubiera sido forzada por sir Ralph Murdac, lo que por sí solo habría sido causa para muchos hombres de repudio de sus esposas —el hecho de que se tratara de una violación no representaba ninguna diferencia—, pero además había sido preñada por otro hombre, y por un enemigo mortal, y eso era tan vergonzoso que resultaba demasiado difícil de soportar.
Eran varias las razones por las que tenía la certeza de que Hugh era en realidad hijo de Murdac, y por las que sabía que Robin también lo sabía. La primera, había notado las señales de una cópula forzada en la ropa de Marian —su vestido estaba rasgado y manchado de sangre—, cuando Robin, Reuben y yo la rescatamos de las garras de Murdac en el castillo de Nottingham, hacía ya casi dos años. Ralph Murdac la capturó después de la muerte del rey Enrique, pero antes de que Ricardo volviera a Inglaterra y asumiera el trono con pulso firme. Murdac había esperado, sin duda, utilizarla como moneda de cambio y como medio para presionar a Robin.
En segundo lugar, cuando Robin hubo matado a sus guardianes, la tomó en sus brazos y le preguntó si estaba herida —lo que de verdad le estaba preguntando era si Murdac la había deshonrado—. Y recuerdo con claridad su respuesta. No dijo: «Estoy ilesa», o «No tengo ninguna herida», sino sólo: «Todo está bien, ahora que has venido». Estoy seguro de que, si Murdac no la hubiera tocado, lo habría dicho. La tercera razón por la que sabía que el niño era de Murdac era el cabello negro de Hugh y sus ojos de color azul pálido. A pesar de que Goody me dijo que los bebés cambian de aspecto después del nacimiento, me parecía demasiada coincidencia que, entre todas las personas de la cristiandad, el bebé se pareciera tanto a sir Ralph Murdac. Y de todos modos, las comadronas dicen que inmediatamente después de nacer un bebé se parece a su padre, y después va asemejándose más a la madre. El cuarto motivo era la tensión, antes inexistente, entre Robin y Marian inmediatamente después del parto. Robin sabía que el niño no era suyo…, y mi deber sagrado era asegurarme de que aquel rumor fuera ahogado de raíz y mi señor no descubriera nunca que yo conocía su innoble secreto.
Sin embargo, dejando a un lado la cuestión de la lengua suelta de Bernard —y Robin estaría más que dispuesto a arrancársela si se enteraba de que mi amigo había estado difundiendo la noticia—, los murmuradores de Murdac debían de estar haciendo su trabajo en Inglaterra, y había un peligro real de que, cuando Robin regresara, fuera objeto de burlas. La gente diría que llevaba los cuernos de un marido consentidor, por más que la verdad era que Marian había sido forzada contra su voluntad por un monstruo. Robin nunca admitiría aquello; no admitiría que había sido incapaz de proteger a la mujer que amaba. ¿Y cómo afectaría ese triste asunto a las relaciones entre marido y mujer? Si todo se hacía público, ¿desheredaría Robin a Hugh?, ¿lo expulsaría de la familia? ¿Y cómo se sentiría Marian si su hijo era conocido universalmente como un bastardo, el fruto de una violación, un hijo de nadie concebido fuera del matrimonio? Nunca admitiría que era verdad. Pero ¿podría Robin llegar a aceptar a un extraño en su hogar?
Mientras yo meditaba sobre esas terribles verdades, en la taberna el alboroto era cada vez mayor: Ambroise y Bernard rivalizaban en declamar versos obscenos, para gran delicia de ambos, y en vaciar vaso tras vaso de vino sin aguar, y uno de los otros
trouvères
se había puesto a bailar con una de las camareras sicilianas. Les dejé enfrascados en su parranda, y salí discretamente en busca de mi señor.
Encontré a Robin en sus aposentos del monasterio, leyendo la carta de Marian. Su rostro era una máscara fría y desprovista de emoción, y cuando entré en la habitación con el pretexto de llevarle la cena, me dirigió una mirada metálica tan cargada de una rabia ciega que a punto estuve de perder los nervios y retirarme sin decir nada.
—Vuestra cena, señor —dije en voz baja. Y él se limitó a indicar con un gesto de la mano que la dejara sobre la mesa. Desgajé con los dedos un pedazo de pollo asado y se lo tendí a
Quilly
, que había seguido con gran interés mis movimientos desde un cestillo de juncos colocado en un rincón.
—¿Buenas noticias de Inglaterra, señor? —pregunté con escasa sinceridad, agachado de espaldas a Robin, mientras la perra tuerta lamía la carne grasienta que le ofrecía en mi mano.
—No —contestó Robin. Y aquella simple sílaba sonó como la lápida al caer sobre la hierba de una tumba en el cementerio de una iglesia. Me volví a mirar al conde de Locksley; la carta estaba colocada sobre la mesa junto a su cena, pero su mirada estaba clavada en el suelo de piedra y parecía en estado de trance. Durante más de diez segundos, ninguno de los dos se movió; yo lo miraba a él, y él miraba el suelo. Luego alzó la vista hacia mí y dijo:
—Al parecer, tu amigo el príncipe Juan está creando problemas; pretende ser rey, según dicen.
Intentó sonreír, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Yo quería decirle algo, consolarlo, decirle que todo estaba bien y que no era culpa suya que Murdac le hubiera arruinado la vida, y menos aún culpa de Marian. Pero la distancia entre señor y vasallo era demasiado grande.
—¿No te importa dejarme solo, Alan? —dijo Robin. Su voz estaba cargada de un cansancio insoportable—. Y di a los hombres que vamos a zarpar para Ultramar la semana que viene, de modo que han de empezar con los preparativos… También dile a Little John que…, oh, no importa, se lo dirás mañana. Buenas noches.
Al marcharme, vi que tomaba de nuevo la carta y miraba sin leer sus gruesas hojas de pergamino. Me di cuenta de que su mano temblaba ligeramente.
♦ ♦ ♦
Partimos de Messina diez días después: los diecisiete mil quinientos soldados y marineros del gran ejército de Ricardo abarrotados en doscientos barcos. Mategriffon fue cuidadosamente desarmado, pieza por pieza, y almacenado en uno de los mercantes más grandes; unas grúas alzaron del suelo de la bahía a los grandes corceles de batalla de los caballeros, bien sujetos por una doble correa que les rodeaba el vientre y con los ojos vendados, y los bajaron hasta depositarlos en sus puestos en la bodega de los barcos de transporte más capaces. Berenguela de Navarra, acompañada por Joanna, la hermana de Ricardo, fue alojada en una suntuosa aunque ya veterana coca, dotada con todas las comodidades accesibles a un rey poderoso. Con tan nobles damas viajaba una esclava árabe, ahora adscrita al servicio de la princesa Berenguela, y a mis ojos una muchacha de una belleza tan perfecta que eclipsaba a cualquier mujer mortal. Yo mismo proporcioné a Nur su nueva posición con la ayuda de Robin y de un pequeño regalo en metálico al chambelán de Berenguela, y nunca la había visto tan feliz.
—Alan —me dijo en su francés vacilante mientras nos besábamos en el muelle—, eres un hombre maravilloso, mi salvador, mi
preux chevalier
, y para recompensarte por ser tan amable y tan bueno haremos otra vez eso que te gusta tanto, ya sabes, con las correas de cuero y la miel…
Yo me apresuré a chistar para que callara y miré a mi alrededor, esperando que nadie nos hubiera oído. A sólo dos metros detrás de mí, estaba Little John organizando el embarque de nuestra caballería. Parecía no haber oído nada, y suspiré aliviado: demasiado pronto, por supuesto.