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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (14 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Recogí mis armas ensangrentadas y me volví para ver lo que ocurría con mis hombres. La terraza estaba ahora cubierta de cadáveres de enemigos, tal vez una docena entre civiles y soldados, postrados en el charco formado por su propia sangre, y unos pocos hombres más se retorcían y gemían, malheridos. Un soldado estaba arrodillado, desarmado y malherido, y dos judíos furiosos le daban golpe tras golpe a dos manos con sus espadas, en la cota de malla agujereada o en las manos desnudas y destrozadas con las que intentaba en vano parar los golpes. El tercer judío de mi pequeño grupo de piquetes estaba de pie, aunque ligeramente vacilante, la espada limpia de sangre a un lado, y en el costado una gran mancha carmesí en el lugar donde le había alcanzado una espada enemiga. Se estaba muriendo de pie, con los ojos muy abiertos por el miedo a las tinieblas, y la mancha húmeda crecía y crecía hasta que todo el costado de su túnica quedó empapado. Dobló las rodillas y luego cayó hacia adelante, su rostro se estrelló en el suelo y su cuerpo quedó inmóvil.

Entonces vi a Reuben. El boticario mantenía un duelo con un mesnadero enfundado en una cota de malla, no un simple civil armado con un rastrillo herrumbroso, sino un soldado profesional. La delgada y femenina espada de Reuben estaba en todas partes, fintaba arriba y tajaba a la altura del tobillo, apuntaba a los ojos y de pronto golpeaba el cuello. Era un maestro; podía acudir en su ayuda, pero estaba claro que no me necesitaba. El soldado no tenía la menor opción, sus torpes golpes con la pesada espada recta no se aproximaban siquiera al cuerpo de Reuben. De pronto, en un instante todo acabó: Reuben avanzó dos pasos cortos, apartó el arma de su enemigo con un giro relampagueante de la muñeca y casi con delicadeza le atravesó la garganta con la hoja curva de su espada de juguete. El hombre dobló una rodilla, sus manos blancas volaron a su cuello, y su vida se acabó entre profusos y repetidos borbotones de sangre.

También el ataque había acabado. Vi que los hombres derrotados —civiles y soldados— retrocedían hacia las lizas, y atisbando por encima del parapeto vi los cadáveres amontonados, decenas y decenas, algunos tan erizados de virotes que parecían puercoespines, mientras se arrastraban entre ellos los heridos incapaces de caminar. Muchos se habían roto las piernas al caer de lo alto de las escalas. Los judíos eran despiadados, y Robin no intentó detenerlos. Cargaban sus ballestas, se asomaban al parapeto y disparaban un virote tras otro a los heridos de abajo. Y luego arrojaban a los enemigos muertos, y a los heridos también, por encima del parapeto, y sus cuerpos se estrellaban veinte metros más abajo y rodaban por la pendiente herbosa de la colina.

También nosotros habíamos sufrido bajas. Además de mi piquete, que estaba siendo atendido por sus compañeros, teníamos dos hombres muertos por heridas de lanza, uno con una herida de flecha muy mala, y varios hombres heridos por tajos de las espadas de nuestros asaltantes cuando intentaban empujar las escalas hacia fuera. Pero en conjunto, los daños sufridos por nuestro bando eran leves; y de nuevo les habíamos rechazado.

Mientras el sol se ponía sobre nuestro campo de batalla, los ánimos en el interior de la torre eran orgullosos y desafiantes. Los hombres habían sido atacados dos veces y habían derrotado a sus enemigos con enorme valor. En cuanto a mí, como me ocurría siempre después de una batalla, me sentí inundado por una enorme tristeza y casi rompí a llorar. Y cuando pasó la excitación y mi corazón volvió a latir a su ritmo normal, sentí gravitar un peso inmenso sobre mi alma: el dolor por tantos cristianos que no volverían a ver salir el sol. Hinqué las rodillas en aquella terraza y recé a Dios Todopoderoso para que recibiera las almas de los fallecidos en su Gracia, y les perdonara sus pecados. También recité una corta oración de gratitud por haberme salvado de la sangre y la carnicería de aquel día. Luego me puse a limpiar y engrasar mis armas. Sabía que volvería a necesitarlas muy pronto.

Capítulo V

M
antuvimos la vigilancia toda la noche por compañías: dos compañías de guardia y la tercera descansando, pero no volvieron a lanzar ningún ataque. Los piquetes enemigos siguieron desplegados alrededor de la torre; vimos movimiento de gente a la luz de pequeños fuegos de campamento, pero no hubo nuevos intentos de tomar la torre. En cambio, en el centro del espacio de las lizas encendieron una gran hoguera y, por medio de unas grandes trébedes, colocaron un enorme caldero sobre las llamas y lo llenaron con agua del río. El agua de aquella gran olla de hierro tardó varias horas en hervir; cuando empezó a borbotear alegremente ya era noche cerrada, y en torno al caldero se había reunido una multitud. Supuse que los cristianos iban a preparar algún potaje con el que dar de cenar a los cientos de personas reunidos allí para ser testigos de la muerte de los judíos de la torre, pero estaba equivocado. Horriblemente equivocado.

Entre el gentío que rodeaba el caldero vi a dos hombres con los hábitos oscuros de los frailes, entre los que destacaba la figura elevada de sir Richard Malvête; uno de los clérigos parecía celebrar algún tipo de ceremonia, cantaba salmos y dirigía los rezos de la multitud. Luego hubo un reflujo en el gentío, y apareció entre los asistentes un gran paquete de forma extraña que fue depositado en el suelo junto a la hoguera. Entonces se movió y vi que se trataba de una niña, flaca, aterrada, molida a golpes y atada con fuertes ligaduras.

Alguien que estaba colocado a mi lado en el parapeto lanzó un agudo grito de dolor, y al volverme vi a un judío entrado en carnes y vestido con ropa de buena calidad, con la boca abierta de angustia, señalando la zona de las lizas y a la niña atada en el suelo. Muy pronto lo rodearon sus compañeros, que lo consolaron e intentaron apartarlo de las almenas.

—Es su hija —dijo una voz a mi lado, y al volverme vi a Robin, ceñudo, recostado en su arco sin montar—. Sea lo que sea lo que van a hacerle, el espectáculo no le va a hacer ningún bien a él —dijo. Aquella voz era gélida y sin inflexiones.

Un joven se inclinó sobre el muro y gritó hacia la oscuridad, en dirección a la fogata de los sitiadores más próximos:

—¡Eh, cristianos! ¡Eh, vosotros!

No hubo respuesta. El hombre se asomó más aún, y sus compañeros lo sujetaron por las piernas.

—¡Eh, cristianos, contestadme!

Hubo un breve silencio, y luego respondió una voz desde la oscuridad:

—¿Qué es lo que quieres, condenado judío? Para de alborotar y déjanos dormir.

—¿Qué está pasando allí, en el castillo? Tienen atada a la hija de Mordecai el platero, ¿qué van a hacer con ella? Decídmelo, cristianos, por el amor de Dios, decídmelo. Sólo tiene diez años y nunca ha hecho daño a nadie.

Hubo un cuchicheo de consultas abajo, en la oscuridad. Luego una risa ronca, y fue una voz distinta la que contestó.

—Es una sucia judía, y van a purificarla a fondo, cerdo. La bautizarán y enviarán su alma a Jesús. ¡Y a Él le bastará sin duda una ojeada para mandarla al infierno al que pertenece!

Hubo más carcajadas, nada agradables, una especie de cacareo entrecortado que sin duda se parecía a la risa del diablo.

Robin y yo miramos hacia el extremo más alejado de las lizas, donde la ceremonia religiosa parecía a punto de terminar.

—¿Qué distancia dirías que hay desde aquí hasta ese caldero, Alan, unos doscientos veinticinco metros?

Podría estar haciendo un comentario irrelevante sobre el tiempo, a juzgar por el tono de su voz.

—Doscientos treinta por lo menos, diría yo —respondí, tratando de imitar su despreocupación. Pero enseguida quedé sobrecogido de horror por la escena que se desarrollaba ante mis ojos.

Dos soldados levantaron a la niña atada, y en ese momento ella echó la cabeza atrás y pude ver su rostro aterrorizado, libre de la cabellera oscura que lo ocultaba. Los soldados la sostuvieron en pie, el sacerdote hizo la señal de la cruz, sonaron algunos gritos aislados entre el gentío…, y de un empujón la sumergieron en el agua hirviendo. Incluso ahora, después de cuarenta años, aún puedo oír su terrible grito de dolor, capaz de helar la sangre. Sentí un temblor irreprimible, mi escroto se contrajo violentamente y todos los músculos de mi cuerpo quedaron tan tensos y duros como si fueran de hierro. Pero a mi lado, Robin se movió. Mientras los gritos espantosos de la niña escaldada despertaban en torno a la torre ecos fantasmales que el viento esparcía, Robin sacó una flecha de su bolsa, la montó en el arco y la soltó con un solo movimiento fluido. La flecha trazó una curva pronunciada, la blanca vara de fresno relució al pasar sobre la luz de las hogueras que punteaban la oscuridad reinante, y fue a clavarse con precisión en el pecho de la infortunada niña. Los gritos cesaron de forma tan repentina como si le hubieran cortado la cabeza con un hacha. Fue un tiro asombroso, imposiblemente preciso a aquella distancia y con aquella luz, milagroso… y sin embargo Robin lo hizo. La conmoción paralizó a las personas que rodeaban el caldero; hacía un instante contemplaban los gritos de una niña judía sometida a una tortura insoportable, y de pronto era sólo un cadáver que flotaba en el agua burbujeante, saltando en aquel hervor como un buñuelo al freírse en una sartén.

Robin volvió a disparar, y de nuevo su tiro fue casi sobrenatural. La flecha se clavó en la barriga del clérigo que había dirigido la ceremonia; su expresión de horror cuando un palo blanco apareció en su voluminosa tripa fue realmente cómica, pero mientras miraba incrédulo a su alrededor, la multitud se dio cuenta del peligro y se dispersó, buscando cada cual protegerse como pudo. No había señales de la presencia de sir Richard Malvête. Una vez más, había desaparecido ante los primeros síntomas de peligro.

Oí a Robin maldecir en voz baja a mi lado, y me volví hacia él. Miraba su bolsa vacía de flechas y murmuraba para sí mismo una sarta de obscenidades. Vi entonces que sólo le quedaba una flecha, la que tenía en la mano. Se dio cuenta de que le estaba mirando, se encogió de hombros, la montó y la lanzó contra un soldado que cruzaba agachado las lizas en busca de la protección de la capilla. La flecha alcanzó al hombre en mitad de la espalda, e incluso a una distancia de más de doscientos metros perforó su cota de malla y lo derribó al suelo. Aún se movía débilmente, pero Robin lo ignoró y se volvió para decirme:

—Debería haber traído más flechas, Alan. Ha sido un error.

—Nuestro plan no era combatir en una batalla de gran formato —dije.

—Cierto. Pero errores como ése provocan muchas veces la muerte de los hombres.

Y con una sonrisa triste se alejó y empezó a bajar las escaleras hacia la sala del primer piso.

Yo me quedé en el parapeto, y pasé en vela la noche entera como un homenaje loco, sin sentido, absurdo, a aquella niña pequeña; pensando en ella y en la muerte rápida y piadosa que Robin le había proporcionado, y pensando también en sir Richard Malvête.

A la primera luz gris del alba, Ruth vino a traerme cerveza y pan, y finalmente doblé mis piernas entumecidas, me senté en el suelo y me puse a comer. Pero mi desayuno se vio pronto interrumpido por un toque de trompetas. Yo y los hombres que me rodeaban corrimos al parapeto, y vimos un desfile de cincuenta jinetes y un centenar aproximadamente de infantes, seguidos por una gran caravana de carretas tiradas por bueyes y cargadas con lo que parecían ser grandes cantidades de maderos aserrados, que entraban en las lizas por la puerta oriental. Sir John Marshal había vuelto a su castillo.

Entre los judíos sitiados en la torre, las opiniones se dividieron: algunos nos consideraban ya a salvo ahora que el representante del rey había vuelto; otros, más pesimistas, sólo vieron que habían llegado refuerzos para nuestros enemigos.

—Por lo menos, ahora podremos negociar —dijo Reuben, hombro con hombro conmigo en el parapeto, inclinado sobre la almena para ver mejor las lizas. Se había traído su propio desayuno y roía un mendrugo de pan mientras veíamos desfilar a los soldados en el patio. Debajo mismo de nosotros, seguían tendidos los cuerpos de los muertos sin recibir más atención que la de los cuervos reunidos en grupos numerosos para picotear la carne de los cadáveres con un patente desprecio aviar por la dignidad humana.

—¿Puedo ver tu espada? —pregunté entonces a Reuben. Y él accedió gentilmente a desenfundar la delgada hoja curva de su vaina y tendérmela con la empuñadura hacia mí. Me pareció ligera, muy ligera, al sopesarla. Ensayé algunos golpes experimentales, en el aire. Era como agitar una vara de fresno; no tenía nada del poder brutal de mi propia arma. Pero por Dios que un hombre podía golpear muy velozmente con aquella hoja. Luego Reuben se quitó un pañuelo de seda que llevaba al cuello y me pidió que sostuviera su espada con el brazo extendido. Colocó el pañuelo sobre el arma, y lo dejó caer. La seda quedó cortada en dos, únicamente por el impulso de su propio peso. Quedé asombrado. Nunca había visto un filo tan agudo en mi vida; lo probé con el dedo pulgar, y de inmediato me hice un corte en la yema. Mientras me apresuraba a chupar el dedo herido, pregunté a Reuben dónde había conseguido un arma tan fina.

—Es una cimitarra como las que se fabrican en Arabia —dijo, como toda respuesta a mi pregunta—. Si sobrevivimos a este cerco y viajas con el rey a Ultramar, verás muchas espadas de este tipo…, y tal vez desearás no haberlas visto. Es un arma corriente en el gran ejército del sultán al que los cristianos llamáis Saladino.

Le pregunté de nuevo, ahora mirándole directamente a los ojos:

—Pero ¿dónde la conseguiste

?

Suspiró.

—¿De dónde crees que soy, Alan?

—Pues de York, naturalmente. Aunque me han dicho que también tienes una casa en Nottingham.

—Mira mi piel, mis ojos, mi cabello… ¿Tengo aspecto de venir del norte de Inglaterra?

—Bueno, eres judío —contesté, después de observar el tono avellanado de su tez y sus ojos oscuros—, de modo que supongo que en tiempos tu familia debió de venir aquí desde Tierra Santa.

—¿Me parezco a estos otros? —preguntó, y señaló a los judíos que estaban junto a nosotros en las almenas.

—Claro que sí, bueno, un poco…, la verdad es que no mucho.

No pude explicarme por qué hasta entonces no me había dado cuenta, pero Reuben tenía la piel mucho más oscura que los otros judíos, y algunos de los ballesteros del parapeto tenían el pelo rubio rojizo, e incluso ojos azules.

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