Eran un grupo sobrio y disciplinado, cortés y amable conmigo, y me gustaron por eso. Además, todos habían traído comida y era un consuelo saber que, mientras nos viéramos obligados a refugiarnos en la Torre, tendríamos comida de sobra.
Había un pequeño espacio en la parte baja de la Torre que resultó precioso para instalar a los caballos; conseguimos que estuvieran razonablemente cómodos, con bolsas de grano y agua al alcance de sus morros. Luego Robin y yo subimos los tres pisos hasta el techo de la Torre por una escalera estrecha situada en una esquina del edificio. Cuando inspeccionamos toda la zona contigua a la atalaya, pude darme cuenta de que estábamos rodeados. La Torre del Rey había sido levantada como defensa, y era sin lugar a dudas una fortaleza segura, pero para nosotros era también una trampa de la que no íbamos a poder escapar con facilidad. Hacia el sudoeste, fluía el río Ouse, de aguas lentas y profundas; un hombre en buena forma física podía cruzarlo a nado, pero ¿cómo iba a hacerlo una horda de abuelas y niños de pecho judíos? Por ahí no había escape para nosotros. Al este, corría el río Foss, también imposible de cruzar salvo por un pequeño puente. Hacia el norte, una línea de fuegos de campamento iluminaba la oscuridad de la noche, y en torno a ellos grupos nutridos de soldados y gentes del pueblo empezaban a preparar su cena. Al sur, estaban las lizas del castillo, ahora repletas de aquellos enloquecidos antisemitas de los que habíamos tenido que escapar en la calle. Ya era noche oscura, pero las lizas estaban tan bien iluminadas con antorchas y hogueras que era fácil apreciar la escena en todos sus detalles. Cientos de personas ocupaban en un desorden total el espacio abierto entre las murallas, pero un grupo más compacto se había reunido en torno a un orador de corta estatura y hábito de color claro, junto a la capilla del costado occidental; el hombre enarbolaba un largo cayado de madera con una pieza sujeta en sentido transversal para formar el símbolo sagrado de la cruz. Estaba arengando a la multitud, y golpeaba el suelo con la contera de su cruz para dar más fuerza a sus palabras. Reconocí en él al fraile al que habíamos oído hablar en la plaza por la tarde. Su mensaje parecía ser la misma especie de acusación venenosa de entonces, porque de vez en cuando extendía el brazo y señalaba la Torre. A su lado se había colocado un caballero enfundado en cota de malla y con una espada larga a la cintura, que llevaba un escudo con el blasón de un puño rojo apretado sobre un campo azur pálido. Me pareció conocido, pero sólo pude verle la cara en el momento en que dos hombres de armas se acercaron con antorchas encendidas y se colocaron a su lado. Tenía un mechón de pelo blanco en el centro de la frente, que destacaba en la masa rojiza del resto de su cabellera, y reconocí en él al caballero analfabeto de ojos de zorro, cuando fui recibido por el príncipe Juan.
En ese momento, Josce de York apareció a nuestro lado, temblorosa su barba gris y sin resuello por haber subido las escaleras demasiado deprisa, y los tres, desde el amparo de las almenas, examinamos las lizas. Yo estaba tratando de aguzar los oídos para poder oír las palabras cargadas de odio del fraile, cuando Robin habló:
—¿Quién es ese caballero de tan mal aspecto? —preguntó a Josce.
—Es sir Richard Malvête, y suelen llamarle Mala Bestia —contestó el judío—. Algunos dicen que es medio demonio, porque se rumorea que siente más placer viendo el dolor de otros hombres que comiendo y bebiendo. Mi amigo Josef de Lincoln tiene un recibo suyo por veinte mil marcos. Malvête es un hombre feroz que odia a toda la humanidad, pero sobre todo odia a los judíos. Y no sólo por las grandes deudas que tiene contraídas con nosotros, creedme; nos odia con una pasión que excede la razón humana. Puede que sea cierto que es un demonio.
—Es partidario y amigo íntimo del príncipe Juan —añadí yo, y tanto Josce como Robin me miraron sorprendidos—. Estaba en Nottingham hace dos semanas.
Robin asintió, y luego preguntó a Josce:
—Y el otro hombre, el monje del hábito blanco. ¿Quién es?
—Es el hermano Ademar, un lunático vagabundo que, en tiempos, formó parte de un cabildo premonstratense; escapó de los muros del claustro y lleva más de un mes, desde que empezó vuestra estación cristiana de la Cuaresma, predicando el odio a los judíos. Pero el pueblo le escucha, a pesar de su evidente extravío mental. Dicen que ha sido tocado por Dios.
Robin no dijo nada, pero recordé el comentario que había hecho antes, ese mismo día: «Alguien tendría que rebanar el cuello de ese loco, antes de que ahogue al mundo en sangre».
—¿Podremos resistir aquí hasta que las cosas se calmen…, o hasta que el rey envíe algún contingente? —preguntó Josce; su acento era más de cansancio que de preocupación. Robin recorrió el espacio cuadrado de las almenas de la Torre. Más o menos una veintena de furiosos judíos jóvenes observaban las lizas parapetados en las almenas y, de vez en cuando, respondían en el mismo tono a quienes les insultaban desde abajo. A lo largo del parapeto, más o menos cada cinco metros, había montones de piedras, cada una de ellas del tamaño de la cabeza de un hombre, que podían ser arrojadas sobre potenciales asaltantes con un efecto devastador. Robin siempre decía que el arma principal de todas las que se almacenan en una fortaleza es la altura, y nos encontrábamos a unos buenos dieciocho metros por encima de nuestros adversarios. Las piedras, que habían sido laboriosamente cargadas por los miembros de la anterior guarnición, podían ser arrojadas abajo de nuevo y producir serias bajas al enemigo.
—Creo que sí —dijo Robin—. Contamos con hombres suficientes para mantenerlos a raya hasta que lleguen refuerzos o recuperen la razón. Sería mejor si esta torre estuviera hecha de piedra, pero creo que de todos modos podremos contenerles. Por lo menos mientras esa chusma no disponga de artillería.
Me miró. Y recordé con un estremecimiento que, en la batalla de Linden Lea, sir Ralph Murdac había aparecido con una máquina que lanzaba piedras de gran tamaño, y también cómo, una vez que ajustó el alcance, los proyectiles habían hundido nuestra empalizada de madera como si estuviera hecha de paja.
Josce pareció satisfecho.
—¿Queréis bajar y hablar a todo el mundo? —sugirió—. Creo que sería de gran ayuda.
Robin lo miró durante un segundo. Sus ojos metálicos carecían de expresión, y el silencio se prolongó durante tanto rato que empezó a hacerse incómodo.
—Bajaré dentro de unos momentos. Primero tengo que hablar con Alan —dijo, por fin.
Josce inclinó su cabeza calva.
—Gracias. Llamaré a todos para que se reúnan en el piso de abajo —dijo, y se recogió la túnica para poder descender por la escalera.
Cuando el anciano se hubo ido, Robin me tomó del brazo:
—Tienes que irte de aquí, Alan. Puedes hacerlo, ya sabes. —Yo me limité a mirarlo, incrédulo. El continuó—: Espera a la medianoche y coge una soga del almacén. Sólo tendrás que descolgarte por el muro y cruzar a nado el Ouse; incluso si te atrapan, como eres cristiano no te pasará nada.
—Podemos ir los dos —respondí para probarle, aunque ya sabía cuál iba a ser su respuesta.
—No puedo marcharme —me dijo Robin, mirándome a los ojos—. Necesito a Reuben. Reuben representa el dinero y las relaciones; necesito que Reuben siga con vida, o… en fin, le necesito vivo —dijo simplemente, y luego añadió—: Creo que esto va a ir muy mal, muy mal de verdad, y por eso quiero que te vayas esta misma noche. Esta no es tu lucha.
Cuadré los hombros y le devolví la mirada, directamente a sus ojos de color gris pálido.
—Cuando entré por primera vez a tu servicio —dije, en tono tenso—, te juré lealtad hasta la muerte. No voy a romper ese juramento. Si tú te quedas y afrontas la batalla contra estos dementes, yo me quedo contigo.
—Eres un completo idiota —dijo Robin, pero su tono era amable—. Un idiota sentimental. Pero gracias. —Sonrió y me dio una palmada en el hombro—. Así será, entonces. Lucharemos. Ahora creo que lo mejor será bajar y arengar a la «tropa».
Dicho lo cual, se fue. Yo seguí en las almenas, mirando la oscuridad y preguntándome si no había cometido un error enorme, posiblemente fatal. En las lizas se preparaban para pasar la noche, y vi a la luz de las pocas antorchas que seguían encendidas que cientos de personas se preparaban camas improvisadas bajo los aleros de las dependencias del castillo, mientras otros, armados con hachas o lanzas herrumbrosas, con horcas y hoces, montaban la guardia casi como soldados regulares. El monje del hábito blanco había dejado de gritar, y ahora no se veía a sir Richard Malvête por ninguna parte. Miré abajo, hacia el río Ouse, y vi docenas de fuegos de campamento, encendidos ahora entre la colina del castillo y el río. La banda de los antisemitas no se había dispersado, al contrario; parecía haber engrosado, y alguien los estaba organizando, casi con toda seguridad un hombre de armas, porque se comportaban como un ejército sitiador. Pese a lo que me dijo Robin, no me habría resultado fácil escapar. La chusma sedienta de sangre no había vuelto a sus casas, apaciguada por la caída de la noche. Seguía allí. Y cuando llegara la mañana, sin duda intentaría asaltar la torre. Nos esperaba una dura batalla. Mis manos se dirigieron a mi cintura, a las empuñaduras de la espada y el puñal a uno y otro costado de mi cuerpo. Si había de morir al día siguiente, me llevaría por delante a algunos de esos condenados lunáticos, me dije a mí mismo con jactancia; pero en mi estómago sentí reptar levemente la serpiente helada del miedo.
Justo en ese momento, una manita tocó mi brazo, y salté como un conejo asustado, al tiempo que sacaba a medias el puñal de su vaina. Era Ruth quien estaba a mi lado, y me tendía una escudilla de madera repleta de comida humeante.
—No vuelvas a hacer eso —le dije irritado—, no te acerques sin avisar a la gente. Podría haberte matado.
—Lamento haberte asustado tanto —dijo, con el ceño fruncido.
—No me has asustado —dije, molesto—. Estaba observando al enemigo y pensando cuál sería la mejor estrategia para mañana.
Me estaba mostrando algo altivo, y lamenté mis palabras tan pronto como salieron de mi boca.
Ella no dijo nada, pero me tendió la escudilla con un guiso de pescado, y me invitó a comer. Yo me senté en el suelo, apoyado en el grueso muro de madera del parapeto, y empecé a llevarme a la boca el guiso con una cuchara. Ella se acurrucó a mi lado, observándome. El guiso estaba delicioso, y me sorprendió que alguien se hubiera tomado la molestia de preparar una comida caliente decente en unas circunstancias tan difíciles. Le dirigí una sonrisa, y ella me respondió con otra. Amigos de nuevo.
—No te había dado las gracias por escoltarnos hasta aquí —dijo. Sus ojos castaños, que asomaban por encima del velo, estaban llenos de calor y de gratitud—. Estaba muy asustada, y tú fuiste tan valiente, como un héroe, como Jonatán contra los filisteos…
Noté que mi apetito desaparecía al mirar aquellos dos almendrados estanques gemelos. Balbuceé:
—No soy ningún Jonatán. Sólo cumplí con mi deber.
No se me ocurrió ninguna otra cosa que añadir. Sentía un nudo en la garganta y mis mejillas ardían. En mi fuero interno, me encantaba que ella me considerara un héroe. Pero esperaba que no viera mi rubor en la oscuridad.
—¿Te quedarás para protegernos contra… —movió la cabeza de lado, para indicar las lizas del castillo— ellos?
Yo dejé a un lado la escudilla casi vacía y le tomé la mano.
—Mi señora —dije con torpeza, en voz demasiado alta para la atmósfera silenciosa de la noche—, yo os protegeré de esas gentes malvadas aun al precio de mi propia vida. Nunca os harán el menor daño.
Ruth alzó su mano libre hasta mi mejilla y acarició con suavidad el ligero vello de la piel.
—Gracias, Alan —susurró.
Tiemblo ahora, pasados más de cuarenta años, al recordarme de joven y oírme hacer promesas tan insensatas. Y me cuesta y me pesa recordar lo que ocurrió después… Pero lo contaré todo, como me he jurado a mí mismo hacerlo. Y tal vez si lo escribo todo sin complacencias mereceré el perdón de Nuestro Señor por mis pecados de aquellos días oscuros.
Seguí a Ruth cuando bajó por la escalera de caracol de una de las esquinas de la torre, y observé con gran interés su estrecha cintura y su forma de balancear las caderas al caminar. Cuando llegamos al piso bajo, encontramos reunidos allí a todos los varones judíos en edad de combatir. No parecían una fuerza muy formidable. Eran en total una cuarentena, de edades entre los catorce y los cincuenta años, la mayoría de cabellos negros o grises y con una mirada sumisa, de perros apaleados. Parecían avergonzados, temerosos; todos rehuían la mirada de los demás. Ruth se marchó, y entonces vi cómo Robin, la confianza personificada, se adelantaba hasta el centro de aquel espacio cuadrado y subía a un viejo cajón de madera para que todo el mundo pudiera verle. Llevaba al hombro, como al descuido, una ballesta sin montar, y empezó, tal como había dicho, a «arengar a la tropa».
—Amigos míos, callad y escuchadme un instante —dijo en voz alta—. Prestadme oídos, amigos, y os daré las buenas noticias, las excelentes noticias de la situación en la que nos encontramos. —Los judíos lo miraron con curiosidad, como si un loco se hubiera colado entre ellos—. Somos afortunados —empezó de nuevo Robin, en voz más alta incluso que antes, y hubo gestos y murmullos entre los reunidos—, digo, somos afortunados por estar aquí…
Un hombre se adelantó, separándose del círculo que se había formado alrededor de Robin. Era un hombre alto y grueso, vestido con una túnica de color azul oscuro y con una magnífica barba frondosa roja. Su voz furiosa interrumpió el discurso de Robin.
—¿Por qué afortunados? ¿Somos afortunados porque nos cazan como a jabalíes en nuestra propia ciudad? ¿Afortunados por vernos expulsados de nuestros hogares, por ver masacrados a nuestros amigos y nuestras familias, y robadas nuestras propiedades?
—Sois afortunados por no estar muertos —le interrumpió a su vez Robin en tono frío—. ¿No estás de acuerdo? —Hizo una pausa de uno o dos segundos, pero el hombre del pelo rojo no dijo nada—. Afortunados porque esa banda de lunáticos asesinos —Robin extendió el brazo y señaló la puerta que daba al exterior, a la escalera que bajaba a las lizas— no os ha hecho pedazos. —Hubo rugidos furiosos entre los reunidos—. Pero dejando esa cuestión aparte —siguió diciendo Robin en tono tranquilo—, en este momento sois también afortunados por otras razones. En primer lugar, por esta torre; es una fortaleza construida para ser defendida por un puñado de guerreros contra un enemigo muy superior en número. Y contamos con esos guerreros. Veo ante mí a hombres valerosos; hombres dispuestos a luchar con tanto ánimo como un noble, y a morir, si es necesario, en defensa de sus familias y de su honor.