Vi que algunos judíos hacían gestos de asentimiento.
—Tengo ante mí a hombres valerosos, hombres dispuestos a combatir, y en eso somos muy afortunados —siguió diciendo Robin—. Con hombres buenos como vosotros, podemos defender esta torre hasta que los cielos se derrumben. Tenemos víveres, tenemos agua y cerveza, y tenemos hombres bravos. De modo que, como he dicho, somos afortunados.
Vi entonces que el humor de aquellos hombres había cambiado sutilmente; era algo que había visto antes cuando Robin hablaba. El podía manejar los sentimientos de las personas; tenía el don de hacerles creer que eran mejores de lo que eran. Los judíos le escuchaban ahora más erguidos, no como ovejas conducidas al matadero por una chusma llena de odio, sino como guerreros fuertes, hombres de hierro con sangre en las venas.
—La segunda razón por la que somos afortunados es ésta —dijo Robin, y levantó en el aire la ballesta que llevaba al hombro para mostrarla a todos—. Tenemos más de tres docenas de estas armas, y proyectiles suficientes para enviar a mil almas al infierno. —Bajó el arma y la sopesó en sus manos—. Con esta ballesta, y las demás que tenemos aquí, podremos resistir fácilmente hasta que desaparezca la locura enfermiza que ha atacado a esos hombres. Podremos contener al diablo que llevan dentro hasta que recuperen el sentido o hasta que llegue el socorro. Por eso repito una vez más que somos afortunados. Tenemos hombres, tenemos armas, tenemos el valor necesario para usarlas. Dios nos sonríe. Somos… muy… afortunados.
Los judíos le vitorearon. Se había producido un vuelco asombroso: unos momentos antes habían sido un rebaño abatido y temeroso de corderos perseguidos, y ahora se veían a sí mismos como una banda de nobles guerreros dispuestos a vencer o morir.
—Ahora escuchadme con atención, amigos —dijo Robin—. Esta arma es muy fácil de usar, y sin embargo es una de las más letales que el hombre ha construido.
Mientras yo le observaba hacer una demostración de cómo cargar la ballesta, me miró a los ojos y me dirigió una sonrisa subrepticia y un guiño.
En efecto, era un arma de fácil manejo. La cuerda de la ballesta se tensa tirándola hacia atrás mediante el peso del cuerpo del hombre que la maneja. Colocas el pie derecho en el estribo situado en el extremo de la máquina, y tiras de la cuerda con las dos manos al tiempo que extiendes la pierna derecha, hasta montar la cuerda en posición, enganchada en un par de dientes de hierro que hay cerca de la culata. Luego cargas un virote en la acanaladura que recorre la parte superior del arma, colocas en posición la ballesta bien apoyada en el hombro, apuntas y accionas el disparador, o gatillo como lo llaman, que suelta la cuerda; ésta salta hacia adelante y proyecta el virote a una velocidad suficiente para matar a un hombre. A corta distancia, es un arma bastante precisa, y con potencia suficiente para atravesar una cota de malla de acero a cincuenta pasos.
—Quítate el gorro, Alan, y sujétalo a un lado con el brazo extendido. —Robin se dirigió de pronto a mí, que estaba recostado en una pila de cajas colocada junto a la pared, simulando confianza. Sentí que el corazón me daba un vuelco. Supe qué era lo que se proponía hacer, pero, leal como siempre, me quité el gorro azul celeste y lo sostuve lo más lejos que pude de mi cuerpo, junto a las planchas de madera sin desbastar del muro.
Se oyó un «twang», y mi hermoso gorro voló de mi mano y quedó clavado al muro por un vástago de madera de roble de un pie de largo, con la punta forrada de hierro.
—¿Lo ha visto todo el mundo? —preguntó Robin—. Muy bien, poneos en fila, y cada uno disparará una vez contra el gorro —me dirigió una sonrisa llena de travesura—. Luego Alan os repartirá a cada uno de vosotros una ballesta y una docena de virotes.
♦ ♦ ♦
Pasé una noche incómoda, pero tranquila en buena medida, acurrucado bajo las almenas y durmiendo sólo a ratos. Sin mi gorro, sentía frío en la cabeza. La única novedad reseñable en el curso de la noche fue que uno de los audaces nuevos guerreros de Robin consiguió dispararse a sí mismo en el pie un virote con la ballesta, y tuvieron que bajarlo por la escalera llorando de dolor, mientras sus compañeros se reían de su ineptitud.
El alba iluminó una escena que no invitaba al optimismo. Parecía haber llegado más gente de la ciudad durante la noche, para engrosar las filas de los sitiadores: ahora eran tal vez quinientas o seiscientas las personas reunidas debajo de la torre, y ocasionalmente gritaban insultos y hacían gestos amenazadores, pero en general nos ignoraban.
No había rastro de la guarnición del castillo, ni de sir John Marshal, alguacil del condado de York. Uno de los judíos jóvenes me contó que en la torre había un puñado de soldados cuando llegaron los primeros refugiados, pero que se marcharon tan pronto como el lugar empezó a llenarse de judíos. Eso me inquietó. Se diría que habían recibido órdenes de dejar la torre para los judíos, ¿por qué si no habían de abandonar sus puestos? ¿Era un plan ideado por alguien para atraer a los judíos a un lugar donde matarlos con más facilidad? No, seguro que estaba siendo demasiado suspicaz.
El sol estaba ya alto en el cielo, tal vez a mitad de su camino hacia el cénit, y las campanas de York sonaban para llamar a tercias, cuando el hermano Ademar, el monje loco del hábito blanco, empezó a predicar de nuevo. Como la noche anterior, el caballero zorruno, el tal Malvête, se colocó a su lado, dominando con su estatura al fraile retaco mientras éste se regodeaba con Dios y el diablo, la Gran Peregrinación y las muertes de judíos. No conseguí comprender del todo las palabras del monje, pero por algunos fragmentos que traía la brisa me pareció percibir el mismo olor a basura quemada, aderezada con odio. A su auditorio, sin embargo, parecía gustarle el sermón. En un determinado momento, invitó a todos a arrodillarse y les bendijo, para entonar después un
Pater Noster
acompañado por toda la multitud. Luego reanudó su diatriba rezumante de odio, acompañándola con sonoros golpes de la contera de su cruz en el suelo.
Robin había dividido a sus hombres en tres grupos, o compañías, de unos quince hombres cada una, mezclando en cada una de ellas distintas edades y capacidades. En todo momento habría una compañía descansando en el primer piso, y dos en las almenas, dispuestas para la defensa del castillo. Había ballestas suficientes para armar con una a todos los hombres de guardia, y varios hombres habían encontrado espadas e incluso alguna lanza para defenderse.
—Cuando vengan —dijo Robin a su extraña treintena de defensores judíos, las dos compañías del primer turno de guardia para la defensa de la torre—, estarán confiados: no esperarán una resistencia organizada. Les dejaremos acercarse mucho, bastante más de lo que sería prudente, y entonces golpearemos. Todos al mismo tiempo, a mi orden. Con suerte, podemos hacer que lamenten habernos desafiado alguna vez. ¿Lo ha entendido todo el mundo?
Hubo murmullos de asentimiento.
—De todas formas, voy a repetirlo. Cuando vengan les dejaremos acercarse mucho. Nadie debe disparar ni mostrar las ballestas hasta que yo dé la orden. ¿Está claro? Si alguien dispara antes de que yo dé la orden, me ocuparé personalmente de arrojarlo desde las almenas a los cristianos. ¿Está claro?
El hombre que había interrumpido la arenga de Robin la noche anterior murmuró algo inaudible bajo su frondosa barba roja, pero cuando Robin le dirigió una dura mirada, calló. Mi mirada se encontró con la de Reuben, que formaba parte del grupo de guerreros judíos, e intercambiamos sonrisas tensas. Parecía cansado, pero sostenía la ballesta con tanta desenvoltura como si hubiera nacido con ella en las manos.
—Ahora sólo es cuestión de esperar —dijo Robin, y tomó asiento a la sombra de las almenas, con sus largas piernas extendidas. Se bajó la capucha sobre los ojos, y pareció disponerse a echar una cabezada. Tenía su arco largo de guerra sin montar a su lado, y puso una mano sobre él. Luego levantó una esquina de su capucha con la otra mano, y me miró.
—Echa un vistazo a cómo va todo, ¿quieres, Alan? —dijo, y bostezó—. Despertadme dentro de dos horas si hasta entonces no ocurre nada.
Y se quedó dormido.
Los judíos se quedaron boquiabiertos al ver su despreocupación. Pero empezaron a buscar sitios cómodos para sentarse, con la espalda apoyada en las almenas. Pasaron comida de mano en mano, y pellejos de vino, y algunos hombres incluso empezaron a canturrear, en voz baja para sí mismos, una tonada hermosa y extraña que no se parecía a nada que yo hubiera oído antes. Aquella música fantasmal no parecía obedecer a las reglas de oro del arte que yo había aprendido esforzadamente de mi antiguo maestro de música, el
trouvère
francés Bernard de Sézanne, ahora al servicio de la reina Leonor de Aquitania, la madre del rey Ricardo… Pero era una música verdaderamente hermosa.
Mientras fluía a través de mí aquella antigua música judía, observaba en las lizas a la multitud de bobos cristianos malaconsejados que escuchaban la prédica trufada de odio del hermano Ademar, y entresaqué de sus vainas mis dos armas. Mi propia ballesta montada estaba apoyada en el parapeto, y tenía doce virotes sujetos al cinto. Había momentos en los que casi podía comprender la desconfianza de Robin hacia la fe cristiana —momentos como aquél, en que un representante sagrado de Dios en la tierra exhortaba a los cristianos a dar muerte a sus compatriotas—, pero sabía en el fondo de mi corazón que aquéllas no eran las enseñanzas de Jesucristo. El mal no venía de Él, tenía que venir del diablo o bien del pecado original del hombre. Sólo Cristo sabía la respuesta, sólo Cristo podía erradicar el mal presente en el mundo, estaba seguro de ello. O casi seguro.
♦ ♦ ♦
El ataque se produjo no mucho después del mediodía. Yo había estado escuchando a medias los ruidos que emitía la multitud cuando Ademar les azotaba con sus palabras, mientras Robin roncaba suavemente a mis pies. El gentío sonaba como el oleaje al romper en una playa pedregosa; de una manera extraña y horrible, era un ruido adormecedor; sólo una especie de rugido ronco e incesante que no parecía estar relacionado con nada peligroso. Y luego, de pronto empezó a haber movimiento en las lizas; el hermano Ademar había terminado su larga arenga con un gran grito, el rugido de las masas se elevó por encima del volumen habitual y él se metió decidido en medio de su auditorio y se abrió paso entre la gente como un nadador braceando en un mar de humanidad. Malvête siguió su estela por entre la multitud, rodeado por un grupo de media docena de hombres de armas uniformados de escarlata y azul celeste, los colores de la propia Mala Bestia.
Ademar surgió de entre el gentío delante de la puerta que daba al terraplén de tierra y troncos que conducía a la torre. Se volvió a las masas que se agolpaban tras él, y gritó una última consigna; a pesar de la distancia, pude oírle con claridad, y juro que dijo: «¡Estos piojos asesinos de Cristo han de ser barridos de la faz de la tierra! ¡La tierra debe ser purificada! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!». Y sus palabras fueron coreadas por otro enorme rugido de la turba que lo rodeaba. Levantó su cruz de madera de dos metros y, en solitario, subió la rampa de tierra y los peldaños de madera de los últimos metros del acceso a la torre. Y con un aullido enloquecido que me heló el corazón, la multitud de cristianos vociferantes, los buenos ciudadanos de York, se precipitaron tras él como un río que se desborda.
Hacía rato que ya había despertado a Robin, y en ese momento él pasaba revista a la fila de judíos situados en el parapeto, dándoles ánimos. Cada judío empuñaba una ballesta, pero muchos de ellos parecían aterrorizados.
—No disparéis aún, no disparéis —les gritaba Robin, con su arco de batalla recién montado en una mano, y era difícil oírle por encima del sordo rugido lleno de odio de la multitud de abajo—. Cuando yo dé la señal aplastaremos a esa plaga, no antes, todos quietos hasta que yo dé la orden. No… Disparéis… Aún.
Milagrosamente, ningún judío disparó su ballesta, nadie lanzó una sola jabalina ni una piedra.
—Esperad… esperad… —iba gritando Robin, y fue entonces cuando me di cuenta de que hacía algo extraño. Dejó en el suelo su arco y levantó una piedra, uno de los cientos de ellas apiladas en montones detrás de las almenas. La agarró con las dos manos, y la sostuvo contra el pecho. Era más o menos del tamaño de la cabeza de un hombre. Entonces miró por encima del parapeto hacia abajo, al gentío que se amontonaba. El monje del hábito blanco estaba delante de la puerta forrada de hierro de la torre; golpeaba la puerta con la contera de su báculo-cruz y ordenaba a los judíos que abrieran en nombre de Cristo, sin el menor resultado aparente. Robin se inclinó por encima de la almena, alzó la piedra hasta colocarla en el borde, se detuvo un segundo a afinar la puntería y luego dejó caer la gran piedra casi en vertical sobre la cabeza del monje.
La cabeza de aquel hombre estalló como un huevo, y sangre y sesos salpicaron la madera sucia de los peldaños. Su cuerpo se derrumbó, los pies se agitaron en un último espasmo, y quedó inmóvil.
Juro, juro por María Madre de Dios que por un instante brevísimo toda aquella horda sedienta de sangre se quedó quieta, paralizada por la conmoción de la muerte del hombre santo. Y entonces Richard Malvête, que estaba más o menos en el centro del gentío, alzó su espada y rugió:
—¡Matadlos, matadlos a todos!
La multitud aulló como atenazada por un dolor terrible, y se lanzó adelante de nuevo.
—¡Disparad ahora! —gritó Robin—. ¡Disparad! ¡Recargad, y volved a disparar!
Y con un restallido de cuero al soltarse, los defensores dispararon como un solo hombre, y una nube de virotes negros se abatió desde lo alto de la torre e impactó en la multitud de abajo. Docenas de cristianos cayeron delante de la puerta, otros retrocedieron tambaleantes con profundas heridas en el cuello, en los hombros, en la cabeza. Un hombre que llevaba una capucha roja e insultaba a los judíos de las almenas recibió un virote en el ojo. Cayó de rodillas y fue pisoteado por la multitud. Algunos de nuestros hombres siguieron el ejemplo de Robin y, después de disparar sus ballestas, cogieron piedras de los montones junto a las almenas y las lanzaron sobre los atacantes con una fuerza terrible. Otros recargaron metódicamente su arma, tirando hacia atrás de las poderosas cuerdas con los músculos de la pierna y de la espalda, montaron un nuevo virote en la acanaladura, se inclinaron sobre el parapeto y dispararon una y otra vez contra la masa que se agitaba abajo.