Me atacó otro caballero, un esgrimista decente, hay que decirlo, y finíamos y paramos tres veces, dando vueltas el uno alrededor del otro entre finta y parada, pero su atención no estaba puesta en mí. Miraba a izquierda y derecha, y comprobaba con desánimo que sus camaradas desertaban de la barricada a medida que cada vez más hombres nuestros —sin contar los arqueros galeses, que dejaban a un lado sus arcos para combatir con espadas cortas o hachas— aparecían por la brecha que Little John había abierto en su extravagante muralla. Tampoco yo estaba concentrado del todo en la lucha con mi oponente, por el asombro que me producían las prisas con que el enemigo abandonaba el campo de batalla. Y estuve a punto de pagar cara mi falta de atención. El caballero se abalanzó de pronto hacia adelante y me asestó un poderoso golpe de arriba abajo con su espada larga; me habría quebrado el cráneo de haberme alcanzado, pero llegué a tiempo de pararlo con puñal y espada cruzados, y los músculos de los brazos casi cedieron por la fuerza y el ímpetu de su ataque. Y entonces, de pronto, casi milagrosamente, su cabeza voló de encima de sus hombros; el yelmo cuadrado de acero, con el muñón chorreante del cuello cortado, fue dando tumbos varios metros por el suelo. El hombre descabezado siguió erguido durante unos segundos; luego las piernas se doblaron, el cuerpo se derrumbó en la arena ensangrentada, y yo quedé frente a sir James de Brus, que sujetaba con las dos manos su espada y ahora levantaba ligeramente el hombro izquierdo, en la pose clásica del guerrero.
—¿Estás bien, Alan? —dijo el escocés, con una mirada ceñuda—. No es propio de ti tardar tanto en despachar a un solo hombre.
—Estaba distraído, James —respondí—. Mira allá abajo.
Y señalé con mi puñal ensangrentado el extremo de la playa. El hombre que se llamaba a sí mismo emperador de Chipre galopaba hacia la línea de árboles tan aprisa como podía llevarlo su caballo, escapando como un cobarde hacia la seguridad de las colinas. Le seguía un grupo de caballeros que lucían ricas armaduras y estaban bien armados, y al parecer ilesos, aunque con la vergüenza reflejada en los rostros. En el centro de aquella guardia de corps imperial, el estandarte bordado en oro ondeaba a la suave brisa marina.
♦ ♦ ♦
Yo esperaba algún descanso después de nuestra victoria en la playa, una hora tal vez para atender a nuestros heridos y beber un sorbo de agua fresca y comer un bocado. Pero el rey Ricardo estaba aún más impaciente que antes de la batalla. Puso la mano en el hombro del conde de Locksley cuando Robin se le acercó en la playa empapada de sangre, y le dijo en tono apremiante:
—No hay un minuto que perder; he de conseguir caballos. Tan pronto como puedas, Robert, consígueme monturas para mis caballeros. Sácalas de donde puedas.
Robin se volvió a mí:
—Ya lo has oído, Alan: caballos. Toma un pelotón de hombres y ve a la ciudad. Requisa todos los corceles a los que puedas echar mano. Deprisa.
—¿Requisar? —dije. Sabía lo que significaba la palabra, pero quería dejar claro lo que me estaba ordenando hacer No quería arriesgarme a que me colgaran por ladrón.
—¡Oh, por el amor de Dios, Alan, robar, arrebatar, confiscar! Ve y tráele al rey sus caballos, tantos como puedas por los métodos que te parezcan bien. Tienes mi permiso. Y sillas de montar también, si puedes encontrarlas. No podemos dejar que el emperador se nos escape.
♦ ♦ ♦
Reuní a una docena de arqueros enfrascados en la tarea de registrar las ropas de los muertos de la playa y cortar el pescuezo de los enemigos heridos que encontraban, y conseguí llevármelos —se resistían a abandonar el botín para seguirme— por el camino polvoriento que llevaba a Limassol.
La ciudad estaba casi desierta. Estaba claro que la gente se había dado cuenta de qué lado soplaba el viento, y había huido del lugar para proteger sus vidas y sus posesiones, y a pesar de que la oportunidad para saquear era inmejorable, dije a los hombres que yo en persona me cuidaría de que cualquiera que robara sin mi permiso fuera azotado hasta quedar convertido en un guiñapo ensangrentado. Y lo dije en serio, además.
Limassol era una ciudad fantasma, sin ningún habitante a la vista, pero era también una ciudad hermosa, llena de plazas soleadas y de casas blancas y alegres con las puertas y los postigos pintados de azul. Delante de muchas casas había un pequeño atrio pavimentado con porches cubiertos de parras para dar sombra en verano. Y en la trasera de una de esas hermosas viviendas, mayor que las demás y con aspecto de pertenecer a una persona importante, encontramos una docena de caballos. La casa nos deparó además cinco sillas de montar bastante rozadas, y con mi permiso los hombres se apoderaron de los víveres que encontraron en la cocina, aunque les prohibí probar el vino de un barril espitado que encontramos en la despensa.
Montados en los animales «requisados», nos dimos prisa en recorrer la ciudad en busca de más caballos, y a media tarde teníamos ya dos docenas más o menos de ejemplares de calidades variables —incluidos caballos de tiro, mulas y una yegua vieja merecedora más bien de una muerte piadosa—, que condujimos al trote hacia la playa.
El campo de batalla había cambiado por completo desde el mediodía; la barricada había sido deshecha por completo, y la bahía estaba llena de barcos que se habían acercado a tierra tanto como lo permitía su respectivo calado. Esquifes y botes iban y venían entre los barcos y la playa, cargados de provisiones, armas, armaduras y caballos de aspecto mareado, asustados y confusos después del largo viaje por mar, y temblorosos en particular después del trayecto final en el que habían sido desembarcados y transportados a remo, cada caballo en un frágil bote bamboleante, hasta pisar la arena de la playa. Los escuderos les estaban dando forraje y agua, y haciéndolos pasear por la arena, para que recuperaran los nervios y el equilibrio.
Entregué mis caballos a los caballerizos del rey Ricardo, que los sumaron a la gran manada reunida de las granjas de los alrededores; algunos, con toda evidencia, habían pertenecido hasta entonces a caballeros ricos, y sus propietarios griegos habían resultado muertos o capturados en la batalla.
Despedí a los arqueros y fui en busca de Robin a la espera de recibir más órdenes. Lo encontré reunido con el rey y un grupo de caballeros distinguidos, oficiales y miembros del séquito del rey.
Sir Robert de Thurnham, el alto almirante del rey hablaba en el momento en que me uní al grupo colocándome detrás de Robin y en la parte exterior debido a mi bajo rango. El sol se ponía en el extremo más alejado de la playa, e incendiaba el mar con una luz alternativamente roja y dorada que se prendía de los rizos del rey y tenía el efecto de rodear su rostro con una especie de halo.
—Sire —decía sir Robert—, nuestras avanzadillas han seguido a su ejército y me comunican que el emperador y sus caballeros no están a más de ocho kilómetros de aquí, preparándose para pasar la noche. —Carraspeó para aclararse la garganta y continuó—: Pero al parecer son mucho más numerosos de lo que imaginábamos. El emperador ha recibido refuerzos del norte de la isla, que al parecer llegaron demasiado tarde para participar en la batalla.
—¿Cuántos son? —preguntó el rey. Tenía la vista perdida en el aire, siguiendo las evoluciones de un par de golondrinas que giraban la una alrededor de la otra en un juego aéreo lleno de elegancia.
—Bueno, sire, los exploradores dicen —sir Robert tragó saliva—, dicen que más de tres mil hombres en total, incluidos criados, gentes que siguen al ejército, y demás. Informan que vienen más hombres de camino. Cuando hayamos desembarcado a todos los hombres y los caballos, les superaremos con mucho, pero eso no sucederá hasta el final de esta semana, como muy pronto.
—Les atacaré ahora, esta misma noche, con los caballeros que puedan hacerse con un caballo y una silla de montar y tengan el valor de seguirme. No puedo esperar al fin de semana. El emperador se escurrirá y se esconderá en las montañas si no ataco ahora mismo, y entonces tardaremos meses en conquistar la isla. No. Hay que golpear ya.
—Pero, sire, eso es una locura —dijo un escribano ya mayor, un individuo de aspecto de comadreja llamado Hugo, al que conocía muy poco y aborrecía cordialmente—. Ellos son más de tres mil, y no contamos más que con cincuenta caballos, ya veis, sire…
Y señaló el corral donde unos sesenta corceles escasos eran alimentados con unos puñados de heno húmedo y sin duda salado.
—Señor escribano —dijo Ricardo en tono gélido, y me di cuenta con cierto placer maligno de que el rey acababa de ser calificado de loco en su propia cara—, ateneos a vuestros papeles y vuestros libros, y dejadnos a nos la guerra y la caballería.
Se me escapó una sonrisa al ver abochornado al oficial del rey, aunque sin duda el asunto era muy serio. El rey se proponía llevar a cabo un ataque nocturno contra un ejército de tres mil hombres, con una fuerza escasa de caballeros mal montados, y el número nos era desfavorable en una proporción de sesenta contra uno. ¡Sesenta! Puede que el escribano tuviera razón. ¡Puede que el rey estuviera loco!
C
onté cincuenta y dos caballeros cuando formamos en la playa, en una oscuridad completa y casi en silencio, porque muchos tenían presagios sombríos respecto de la lucha inminente; todos los arreos metálicos de las sillas habían sido forrados con tela, para que no sonaran durante nuestro avance y alertaran así a los hombres del emperador; hablábamos en susurros, con gravedad, como corresponde a personas que se enfrentan a la muerte, aunque no creo que hubiese un solo cobarde entre nosotros. Los frailes se movían sin hacer ruido entre los caballeros y bendecían las armas, salpicaban de agua bendita a los guerreros y musitaban plegarias. Los más afortunados, entre ellos el rey y el conde de Locksley, montaban los corceles capturados a caballeros grifones; quienes peor parados salieron del sorteo, caballos de tiro o mulos traídos por mí de Limassol, o las monturas desembarcadas la misma tarde en la playa. Yo montaba a
Fantasma
, que se había recuperado sorprendentemente bien de su odisea en el mar y parecía disfrutar al sentir de nuevo suelo firme bajo las cuatro patas. Eché una ojeada a sir Richard Malvête, montado en un potro flaco de dos años demasiado endeble para soportar su peso. Se dio cuenta de que lo observaba y cruzó con la mía su mirada inexpresiva de fiera; luego, sin desviar la vista, se pasó un dedo enguantado en malla de acero por la cicatriz roja de la mejilla. Yo le sonreí burlón, enseñándole los dientes.
A una señal silenciosa del rey, avanzamos en dos filas con exploradores delante y a los flancos, intentando mantener el orden de marcha y hacer el menor ruido posible mientras cruzábamos naranjales que desprendían un perfume de azahar en el aire en calma. La noche de mayo era cálida, y una media luna de color amarillo nos daba luz suficiente para ver a los hombres que cabalgaban delante y a los lados; yo estaba nervioso, lo admito, y de nuevo me parecía que una serpiente de hielo reptaba por mi vientre, pero estaba convencido de que el rey nos llevaría a una rápida victoria, igual que lo había hecho aquella misma mañana.
Después de una hora de camino, la columna se detuvo en un espacio abierto detrás de una loma, y procurando hacer el menor ruido posible los caballeros armados con lanzas, más o menos la mitad de nuestra patética hueste, formaron en línea delante; el resto, entre ellos yo mismo, que no habíamos pensado en traer otra cosa que las armas acostumbradas, en mi caso la espada y el puñal más la maza, nos alineamos detrás. Los caballeros de la primera línea, cada uno de ellos enarbolando una lanza de doce pies con la punta afilada como una navaja de afeitar, serían la fuerza de choque. Utilizarían sobre todo el peso de sus corceles y las puntas de sus lanzas para abrirse paso en cualquier formación que se les opusiera; la segunda oleada vendría detrás para rematar el trabajo, atacando las filas rotas del adversario con espadas y mazas. A eso se reducía el plan.
El rey pasó a caballo entre las dos líneas, y nos habló en susurros con su voz profunda y convincente.
—Caballeros —dijo—. Habéis luchado hoy con gran valor, y probado el sabor dulce de la victoria. Pero os pido que luchéis de nuevo, y que otra vez hagáis prodigios por nuestra causa. Ellos son muchos, nosotros pocos, pero han sido vencidos una vez, y serán vencidos de nuevo. Ahora duermen, abrigados en sus mantas, y piensan que estamos lejos, pero les enseñaremos cómo es capaz de luchar este ejército. Sí, son muchos y nosotros sólo un puñado, pero pensad en cuánta gloria nos corresponderá a cada uno de nosotros, pocos como somos, cuando hagamos nuestra la victoria.
El rey hizo dar media vuelta a su corcel para volver a pasar entre las dos líneas de jinetes. Su mirada se cruzó con la mía al pasar y me sonrió, relucientes sus ojos a la luz de la luna.
—Dios está con nosotros en esta empresa, y nuestra causa es justa —dijo, con voz apenas audible. Vi que los caballeros se inclinaban en sus sillas para oírle—. Ahora escuchadme atentos: iremos directamente contra el emperador y le haremos prisionero; lo demás no importa. Vocead vuestros gritos de guerra, pedid la bendición de Dios y cargad en línea recta contra el estandarte dorado; con él en nuestras manos, la batalla habrá acabado, el enemigo se fundirá como la nieve en primavera. Dios sea con todos vosotros.
Y ocupó su lugar en el centro de la primera fila.
—¡Adelante! —El grito resonó estentóreo en la noche en calma—. ¡Por Dios y el rey Ricardo!
Sonó muy fuerte, mucho más fuerte que las palabras del rey Ricardo, y me di cuenta de que era la voz de Robin, su voz de batalla, que podía ser oída a media milla de distancia. Al mismo tiempo, los trompetas empezaron a soplar en sus instrumentos el toque de carga: ta-ta-taaa ta-ta-taaa. Era escalofriante oír en el silencio del naranjal aquel tumulto, y esa era la intención, causar alarma y terror en el enemigo. La primera línea lanzó un gran alarido colectivo, formado por el grito de guerra propio de cada hombre, y avanzó hacia la cima de la loma para desaparecer al otro lado; yo grité «¡Westbury!», sumando mi voz a las de mis compañeros, y los de la segunda línea picamos espuelas y seguimos obedientes a la vanguardia.
Después de superar la cumbre de la loma, cargamos, ladera abajo, hacia un olivar extenso en el que dormía acampado el ejército enemigo. El campamento era una masa de tiendas oscuras iluminadas por los puntos de luz de las fogatas; los caballos estaban amarrados a los árboles achaparrados y retorcidos, y formas oscuras envueltas en mantas empezaron a ponerse en pie al irrumpir la primera línea de la caballería en el campo. El suelo retumbó al paso de los jinetes, los hombres rugían sus consignas, las trompetas atronaban, los caballos rompían con sus patas los vientos de las tiendas de campaña y arrollaban a los durmientes tendidos en su interior. Los pocos hombres que esperaban de pie eran alanceados al paso por los jinetes, que dejaban su lanza enterrada en el cuerpo del caído y desenvainaban la espada larga para golpear a la siguiente silueta que se movía en la oscuridad. Tras ellos llegó nuestra segunda línea, también alborotando con nuestros gritos de guerra y golpeando con las espadas a los enemigos aturdidos.