Debí de quedarme dormido otra vez, porque cuando desperté era ya media mañana, y Little John estaba plantado al pie de mi cama; parecía tener diez pies de alto y ser tan ancho como una casa, curtido por el sol, rebosante de salud y sonriente. Sostenía un objeto en forma de cometa; una robusta estructura de madera de bordes delgados, hecha con numerosas tablillas superpuestas y forrada con piel pintada, redondeada por la parte superior y terminada en punta por la inferior. Tenía un metro veinte más o menos de largo por cerca de sesenta centímetros en su parte más ancha; en su centro, la imagen familiar y amenazante de la cabeza de lobo en negro y gris sobre fondo blanco.
—Esto —dijo Little John golpeando el objeto con los nudillos— es un escudo. Un tanto anticuado, pero en los viejos tiempos los hacían de modo que durasen. Se supone que has de llevar uno cuando vas a la batalla. Cuántas veces más tendré que decirte que esa esgrima fantasiosa tuya con espada y puñal sólo vale en una pelea de uno contra uno, si te gusta esa clase de cosas, pero que en una batalla de verdad necesitas un escudo.
Hablaba despacio y en voz muy alta, como se habla a un niño o a un idiota.
—Si llevas un bonito escudo grande, no le será tan fácil a la gente mala dispararte con sus ballestas malas. —Dejó de golpe el escudo al pie de mi cama—. Te he traído otra espada, ya que al parecer has perdido la tuya. ¡Por los sobacos sudados de Dios, no me extrañará que cualquier día a vosotros los jovencitos os venga el capricho de ir a la batalla en pelota picada!
Quise reírme, pero el estómago aún me dolía, de modo que me limité a apuntar una sonrisa y contestar:
—Mira quién fue a hablar: te he visto quitarte a tirones la cota de malla porque te molesta en plena batalla. De todas formas, no soy muy bueno con el escudo…, no tengo tu condenada habilidad para ocultarte de tus enemigos detrás de un pedazo de madera.
Se echó a reír.
—Bueno, eso tiene un remedio fácil. Cuando te levantes, te enseñaré. Alguien tendrá que hacerlo. Dicen que estaremos en este lugar varias semanas, de modo que ti tiempo de sobra para ponerte fuerte. Pero te juro por los huesos de Cristo, Alan, que si vuelves a entrar en una batalla de verdad sin escudo…, ¡yo mismo dispararé contra ti!
Dio media vuelta y salió a largas zancadas del dormitorio.
♦ ♦ ♦
Al día siguiente, después de que Nur me hubo dado de comer unas gachas y lavado de la cabeza a los pies, Robin vino a verme. Traía con cierta torpeza un racimo de uva en las manos, y parecía no saber qué decir ni qué hacer con la fruta. Finalmente, la dejó sobre la mesilla colocada junto a mi cabecera, se sentó en la cama y dijo:
—Reuben dice que has de comer fruta fresca. Dice que es buena para librar al cuerpo de los malos humores. La fruta fresca reduce la cantidad de bilis, ¿o es de flema? En fin, reduce alguna cosa mala.
Le di las gracias por el regalo y de nuevo hubo un intervalo de silencio incómodo. Me di cuenta de que parecía cansado.
—Bueno, tienes mejor aspecto —dijo después de un rato—, casi humano en realidad. —Sonrió, y el cansancio desapareció de los rasgos de su cara. Yo le dije que me sentía mejor, pero terriblemente débil—. Reuben estaba seguro de que ibas a morir —dijo—, y yo estaba muy preocupado…, preocupado por el problema de tener que encontrar a otro
trouvère
para mi corte. —Volvió a sonreír, y en sus ojos plateados aparecieron chispas de su antigua actitud traviesa—. Reuben dijo que arreglarte la muñeca había sido la parte fácil —continuó, y yo flexioné obediente mi muñeca derecha, que estaba anquilosada y flaca, pero que mantenía cierto grado de movilidad, y tenía una cicatriz roja que corría por todo el antebrazo—, pero el viejo judío dijo que el virote clavado en el vientre te mataría, y cuando no lo hizo, estaba convencido de que la fiebre que te atacó después completaría la faena. Yo le dije a Reuben, se lo dije, que tú estás hecho de una pasta dura, y no creía que un solo grifón andrajoso pudiera llevarte a la tumba, pero… —dejó la frase sin acabar.
—No fue un grifón —dije en voz baja—. Fue sir Richard Malvête.
Robin me miró fijamente durante unos momentos, y sus ojos luminosos buscaron la verdad en los míos.
—Vaya, eso
sí
que es interesante —dijo por fin—. Sir Richard Malvête es nuestro
preux chevalier
en estos días. Desde que capturó el estandarte del emperador de Chipre, ha pasado a ser el favorito número uno a los ojos del rey; no puede hacer nada mal hecho. ¿Qué es lo que ocurrió en realidad?
Se lo expliqué, y abrió la boca de par en par muy sorprendido.
—Esa mierda con cara de zorro está pidiendo a gritos que lo maten, si alguna vez alguien lo ha merecido es él —murmuró cuando hube acabado mi historia—. Pero tenemos un pequeño problema, Alan… Nadie va a creerte si acusas a sir Richard, el favorito, el brillante ejemplo de caballería andante, de haber querido matarte. Será mejor que te guardes esa información para ti mientras buscamos la manera de despachar a ese bastardo. No intentes hacerlo tú por tú cuenta, lo haremos los dos juntos. Aun así no va a ser fácil: últimamente pasa casi todo el tiempo en compañía del rey, ha pasado a formar parte de su séquito…
Yo había llegado a una conclusión parecida por mi cuenta. No iba a ser sencillo pero, fuera fácil o difícil, también yo estaba decidido a matar a Malvête de una forma u otra…, para mi seguridad personal, pero también por Ruth, por los judíos de York, por Nur y por las esclavas asesinadas en Messina…
Estuvimos un rato sentados en silencio. Yo mordí un grano de uva; estaba delicioso: fresco, firme y dulce como la miel.
—Robin —dije con alguna vacilación—, ¿puedes contarme lo que ha ocurrido? Cómo llegamos aquí, cómo hemos tomado Acre. Ni siquiera sé en qué mes estamos.
El se me quedó mirando.
—Sí, por supuesto, ¿nadie te lo ha dicho? Bueno, estamos en julio; entramos en Acre hace una semana, no sin algunos problemas, pero la guarnición se rindió en la segunda semana de julio, el día doce del mes, creo. —Hizo una pausa y me miró—. Será mejor que empiece por el principio. —Alargó la mano, arrancó unas cuantas uvas del racimo y se las metió en la boca. Cuando acabó de masticar, siguió diciendo—: Os encontramos a ti y a
Fantasma
al amanecer, después de la noche de la batalla en el olivar, y te llevamos a la playa, donde habíamos montado un hospital provisional. El emperador salió de nuevo con el rabo entre las piernas en mitad de la batalla, lo que fue una suerte para nosotros, porque de haber reorganizado a sus tropas nos habrían aplastado con la facilidad con que un hombre aplasta un grano de esta uva. Pero huyó, y nosotros vencimos, y tu zorruno amigo Malvête apareció como un héroe, enarbolando el estandarte dorado en su orgullosa mano derecha. Ofreció el estandarte al rey como regalo de boda en la ceremonia que lo unió a Berenguela en Limassol, pocos días después de la batalla. Es un bastardo astuto, ese Malvête: era exactamente el movimiento adecuado, y el rey se quedó encantado con él.
»En cualquier caso, perseguimos al emperador por toda la isla durante un tiempo, pero luego los barones se pusieron en su contra y tuvo que rendirse… Oh, y esto te va a gustar —comió otro puñado de granos de uva—, el emperador se entregó bajo la estricta condición de que el rey Ricardo no lo cargaría con cadenas de hierro. Ricardo accedió, y cuando se presentó delante de él Isaac Comneno, Ricardo había forjado unas cadenas de plata, y con ellas lo encadenó. Tiene un sentido del humor perverso, nuestro real señor; perverso de verdad.
Y se echó a reír, con cierta amargura, según me pareció.
—De modo que ya teníamos Chipre. Ricardo por fin zarpó hacia Ultramar, y acabamos aquí en Acre. El asedio estaba en pleno vaivén, pero sin llegar a ninguna parte: la guarnición musulmana de dentro de las murallas todavía resistía, y las tropas cristianas del exterior estaban rodeadas por el ejército de Saladino. Por supuesto, la llegada de Ricardo lo cambió todo. Empezó de inmediato a construir máquinas de asedio, grandes monstruos que pueden romper murallas de piedra, tendrías que verlos, Alan, mucho más formidables que un mangonel. De todas formas, a pesar de que hicimos unos cuantos agujeros en las murallas, cada vez que intentábamos un asalto Saladino nos atacaba por la retaguardia. Por fin, después de un montón de batallas sangrientas por los dos lados, y cuando las brechas de los muros fueron lo bastante grandes, la guarnición se rindió…, después de recibir el correspondiente permiso de su amo, desde luego. Y como parte del trato, Saladino también se retiró. Tuvimos bastante suerte, todo; conseguí mantener a nuestros hombres apartado de los peores puntos de la batalla… —Esbozó una sonrisa triste—. Quiero decir que no se nos invitó a participar en los asaltos más encarnizados.
Hizo una pequeña pausa. Yo sabía que aquella sencilla frase implicaba un gran deshonor. Irguió los hombros y me miró a los ojos.
—La verdad, Alan, es que no tengo el favor de la corte, por una u otra razón. Creo que el rey la ha tomado conmigo, y que algunos miembros de su círculo murmuran en mi contra…, difunden rumores sobre mi familia… Si supiera quiénes son, mataría a esos hijos de puta de boca sucia. Pero no lo sé. —Se miró la punta de las botas durante unos instantes, y enseguida se rehízo—. No importa —dijo—. La parte buena es que no hemos perdido demasiados hombres, y que tú mejoras a ojos vista. Pero no estoy seguro de querer quedarme mucho tiempo en Ultramar, tal como están las cosas. Hay un par de asuntos que debo solucionar, y es posible que luego me vuelva a casa a atender mis negocios allí.
Rehuí su mirada. Sabía lo que sugerían esos rumores. Que Marian le ponía los cuernos, y que Hugh no era hijo suyo.
—Puede que todos tengamos que marcharnos pronto de aquí. Creo que la expedición se está deshilachando —siguió diciendo—. Nuestro valeroso rey Ricardo parece haber conseguido pelearse con todos los que le acompañan. El rey Felipe… bueno, ya sabes cómo están las cosas entre ellos, y cada día van a peor. Felipe cree que Ricardo le puso en ridículo al tomar Acre después de que él hubiera estado intentándolo durante semanas. De modo que está irritado. Pero ¿sabías que ahora hay dos hombres que se reivindican como el rey legítimo de Jerusalén? Guido de Lusignan y Conrado de Monferrato. Ninguno de los dos alega derechos indiscutibles; como suele pasar, les vienen de sus respectivas esposas, y como Jerusalén está en manos de Saladino podrías pensar que se trata de una disputa sin sustancia. Pues no, es el motivo de otra querella entre los dos reyes: Felipe ha declarado que apoya a Conrado de Monferrato, y Ricardo se ha puesto de parte de Guido de Lusignan. De modo que hay más mala sangre entre los dos. Dicen que Felipe, en cualquier caso, está decidido a volverse a Francia. Echa la culpa de su abandono a Ricardo, pero en realidad desea volver para llevarse un bocado de Flandes.
Yo debía de poner cara de no entender nada, porque Robin siguió diciendo:
—Te pido perdón, olvidaba que no estás al corriente. El conde de Flandes ha muerto aquí durante el asedio, y ahora que el condado está vacante, Felipe ha puesto sus miras en esas tierras, que limitan por el norte con sus propios dominios. Y no cabe duda de que también le gustaría zamparse algunas de las posesiones de Ricardo en Normandía.
Robin hizo una pausa para respirar.
—Todavía no te he contado lo peor —dijo—. Además de las disputas con Felipe y los franceses, Ricardo también ha provocado el enfado del contingente alemán. ¿Has oído hablar del lío de las banderas? ¿No? Bueno, pues es un ejemplo de estupidez arrogante. Cuando tomamos Acre, naturalmente Ricardo y Felipe izaron sus banderas por toda la ciudad, pero los alemanes, que combatían bajo el mando de Leopoldo, duque de Austria, pensaron que también merecían tener su bandera allá arriba, y en mi opinión tenían todo el derecho, porque habían estado luchando y muriendo aquí desde mucho antes de que llegara Ricardo. De modo que colgaron la bandera de Leopoldo al lado de la de Ricardo. Y Ricardo se puso furioso, ¿le has visto alguna vez perder los nervios? Es todo un espectáculo. Subió hecho un basilisco a las almenas y él en persona arrojó la bandera del duque al foso desde lo alto de la muralla. Dijo que, como Felipe y él eran reyes, y Leopoldo sólo un duque, no tenía derecho a hacer ondear su bandera al lado de las de ellos, como si fueran sus iguales. Ahora Leopoldo está furioso con Ricardo, y también él amenaza con volverse a casa. A este paso, dentro de un mes no habrá ejército cristiano en Palestina.
Me quedé atónito: resultaba que la Gran Peregrinación, por la que todos habíamos viajado desde tan lejos y sufrido tantas penalidades, se estaba descomponiendo por rencillas sin sustancia, ataques de celos y disputas estúpidas. Apenas acabábamos de llegar a Tierra Santa, y sólo habíamos tomado un castillo —yo todavía no me había enfrentado a un guerrero sarraceno—, y tal vez pronto estaríamos haciendo el equipaje para volver a Inglaterra.
—¿Qué otras noticias hay? ¿Ha habido algún otro atentado contra tu vida? —le pregunté, más que nada para cambiar de tema.
Él me dirigió una mirada aguda.
—Pues la verdad es que sí, creo que sí —dijo—. Es algo de lo que quería hablarte. Yo estaba recorriendo el perímetro defensivo de la ciudad con Owain y varios de sus hombres (era más o menos mediodía y hacía un calor asfixiante, fue el día siguiente al de la toma de la ciudad), y una avalancha de rocas se me vino encima. Yo me estaba secando el sudor de los ojos y miraba al cielo, de otro modo no lo habría visto: primero cayó una lluvia de piedras pequeñas, luego un gran peñasco del tamaño de una vaca. Conseguí saltar a un lado justo a tiempo. Me llevé un buen susto, como puedes suponer. Parte de la estructura de los muros está suelta por todo el bombardeo que sufrió la ciudad antes de que la tomáramos, y se está haciendo todo lo posible por reparar los desperfectos, sin embargo me pareció ver a alguien arriba pocos momentos antes de que empezaran a caer las rocas. Supongo que pudo ser un accidente. Pero no lo creo. La verdad es que no sé qué pensar.
—Esperaba haber dejado esa cuestión atrás, al zarpar de Messina —dije, y él asintió.
—Pero ahora creo saber quién es el responsable —añadí.
Me miró sorprendido. Pero yo callé durante unos instantes.
—Y bien —dijo, un poco picado—, ¿quién es?
—No estoy del todo seguro; no quiero darte un nombre por si acaso me equivoco —dije—. Podría traernos un sinfín de problemas y disgustos.