Detrás de nosotros, desfilaban los flamencos de James de Avesnes, un gran héroe para los suyos, y luego los caballeros franceses, recuperados ya de su desastroso error del primer día de la marcha, y que parecían impacientes por combatir y demostrar su valía. Los últimos de todos eran los caballeros hospitalarios, doscientos treinta guerreros tan diestros en el combate como lo eran en sanar los cuerpos de enfermos y heridos, y desplegados ahora para la protección del precioso tren de la impedimenta. En esta ocasión, no hubo ningún error y las carretas de bueyes, con los flancos de las grandes bestias de pelaje pardo goteando sangre por los pinchazos repetidos de las aguijadas, avanzaban justo detrás de los talones de los franceses. Yo podía haber arrojado una manzana, de haber tenido ese capricho, y dar con ella en la cara alegre y amable de sir Nicholas de Seras, que cabalgaba al frente de las filas de los hospitalarios. En lugar de hacerlo le saludé con una mano amistosa, y él me devolvió el saludo.
Cuando todo el ejército, unos veinte mil hombres, hubo salido a la llanura, el rey dio la señal de detenerse al llegar la vanguardia junto a un río de aguas someras y pantanosas que cruzaba por delante de nosotros para desaguar en el mar. Sonaron las trompetas, y el mensaje se transmitió de comandante a comandante en toda la línea. Todos giramos a la izquierda para hacer frente al enorme ejército enemigo, situado ahora a menos de dos kilómetros de distancia; los lanceros y arqueros que cubrían nuestro flanco derecho, el occidental, más próximo al mar, se abrieron paso por entre los caballos para alinearse con los del flanco izquierdo, por delante de la caballería y mirando al este. Formamos una gruesa línea de hombres, caballos y bestias de carga. Nuestro flanco derecho, al sur, la división del rey, formaba al lado del río. El izquierdo, los hospitalarios y la impedimenta, quedaba algo protegido por el límite del bosque. El enemigo seguía instalado en el terreno más alto, hacia el este, y no avanzaba, satisfecho al parecer de permitirnos organizar nuestra formación, aunque pude ver, por el polvo que levantaban a lo lejos, a algunas unidades de caballería que se movían lateralmente por detrás del frente enemigo. Durante un cuarto de hora no ocurrió nada. Sólo se oyó el roce y el entrechocar de metales de las armas desenvainadas y las armaduras de nuestros hombres, y el murmullo de las conversaciones en voz baja de los soldados con sus vecinos.
—¿Y ahora qué? —dijo en voz alta alguien delante de mí: Little John, por supuesto.
—Ahora —respondió Robin con su imperiosa voz de combate—, ahora a esperar. Quietos todos, no abandonéis vuestras posiciones. Esperaremos a que sean ellos quienes hagan el primer movimiento.
Y esperamos durante una hora o más, mientras el sol se alzaba por encima de las colinas del este y agostaba la hierba que al amanecer estaba húmeda de rocío. Nosotros estábamos inmóviles, a pie firme o sentados en nuestras sillas de montar, armados hasta los dientes y con el sudor corriendo en arroyuelos por nuestras costillas; escudriñábamos las lejanas filas enemigas, intentando calcular su número y reprimir nuestros temores. Saladino se había reforzado, según me contó Ambroise, y su ejército superaba ahora los treinta mil hombres. Era un pensamiento desalentador: nosotros contábamos con catorce mil infantes armados con lanzas, arcos, espadas y ballestas…, pero sólo con unos cuatro mil caballeros. Estábamos en clara inferioridad, y todos los hombres de nuestras filas lo sabían.
Los clérigos recorrían las líneas recitando oraciones y salpicando agua bendita sobre los hombres, que se arrodillaban para recibir las bendiciones de los hombres santos. El padre Simón se abrió paso por entre nuestras filas, bendijo las armas y aseguró a los hombres que Dios estaba de nuestro lado y vendría en nuestra ayuda.
—Y el hombre que muera en esta batalla tiene asegurado un lugar a la derecha del Padre en la bienaventuranza eterna —dijo. Esperé que fuera cierto; que Dios permitiera la entrada de todos nuestros muertos en el paraíso, porque presentí que mi muerte estaba próxima. Una vez más, la serpiente helada del miedo reptaba por mis entrañas: yo siempre había tenido suerte en las batallas, pero cabía la posibilidad de que ese día la suerte me abandonara. Murmuré un
Pater Noster
entre dientes, y esperé que las palabras que el mismo Cristo nos había enseñado me dieran valor y fortaleza.
—Por las almorranas sangrantes de Dios, ¿qué le pasa a esa gente? ¿Son tímidos? ¿No quieren pelear? ¿Qué están haciendo ahí, tan lindos y tan bravos y en formación tan perfecta, si no quieren una buena batalla? ¡Por Cristo con muletas, esto está empezando a ponerse aburrido!
Las blasfemas palabras de Little John me devolvieron de golpe a la realidad. Y cosa extraña, también me tranquilizaron. Yo había luchado ya al lado de estos hombres, y había vencido. No podía imaginar en serio que nadie matara a Little John, y menos aún a Robin. Volví la vista a la derecha y vi al conde de Locksley a lomos de su caballo, tan frío y despreocupado como si se encontrara en un almuerzo campestre. Canturreaba entre dientes, como yo sabía que hacía siempre antes de las batallas; su yelmo descansaba sujeto al pomo de su silla de montar —le gustaba muy poco ponérselo—, una leve sonrisa iluminaba su cara y jugueteaba con una gran pluma de águila entre los dedos, admirando los matices de aquellos colores tostados a la luz del sol. Debió de darse cuenta de que lo observaba porque, de repente, me miró y me sonrió. Yo aparté rápidamente la vista, avergonzado de que me hubiera pillado observándolo con cierta admiración. «Recuerda que sus manos están manchadas con la sangre inocente de sir Richard at Lea», pensé, furioso conmigo mismo.
Llegó un mensajero que recorría toda la línea del frente, un
trouvère
al que conocía un poco; observé que se paraba a hablar con los comandantes de cada división por turno, y pronto corrió la voz. Nos íbamos; no iba a haber batalla hoy. Mi corazón cobarde saltó de alegría. Nos daban un respiro. Si los sarracenos no querían luchar, pues bien, seguiríamos nuestra marcha hacia Jaffa, que ahora distaba menos de veinticinco kilómetros. Cuando se extendió la noticia, toda la columna pareció desperezarse y agitarse como un perro grande, un feroz mastín quizá, que se levanta después de echar una cabezada junto al fuego. Un hormigueo de actividad recorrió toda la línea, se gritaron órdenes, los jinetes que habían desmontado volvieron a saltar sobre la silla, los infantes que se habían sentado en el suelo se pusieron en pie y se echaron las armas a la espalda, y toda la masa de nuestro ejército se preparó para reanudar la marcha. Tocaron las trompetas, sonaron silbatos, los suboficiales gritaron a sus hombres y la inmensa columna empezó a moverse, alejándose del enemigo. Las primeras unidades cruzaron chapoteando el río hacia el sur de la llanura. No iba a haber batalla; seguíamos nuestro viaje a Jaffa.
Justo en ese momento, empezaron a sonar los tambores enemigos; un sonido profundo que hacía vibrar el pecho y provocaba un escalofrío en las piernas. Los pífanos chillaron, se entrechocaron los címbalos, resonaron los grandes gongs de bronce. Oí un débil clamoreo, y se produjo un movimiento de avance en las líneas enemigas. Durante un instante, todo el ejército cristiano pareció quedar inmóvil. Me sentí como si hubiera estado sentado en una habitación pequeña junto a otra persona, un extraño, sin que ninguno de los dos hablara, y justo en el momento en que hacía el gesto de levantarme para despedirme de aquel acompañante maleducado, de pronto él se dirigiera a mí. Nos sentimos con el pie cambiado, un tanto confusos por la actitud del enemigo. Y mientras dudábamos, y sus tambores redoblaban, y sus clarines soplaban, una enorme masa de caballería turca del flanco derecho del enemigo, que había tomado posiciones frente a los hospitalarios de la tercera división, se puso en marcha y empezó a avanzar lentamente hacia nosotros. Sólo habíamos recorrido unos cientos de metros, menos tal vez, cuando el enemigo inició su ataque, pero nadie dio la orden de alto, de modo que algunos de nuestros hombres siguieron marchando y otros se detuvieron. De pronto, empezaron a abrirse fatales huecos a lo largo de la columna, entre quienes habían decidido seguir marchando y los que habían parado para hacer frente al enemigo. Los hombres maldecían y tropezaban con los que tenían delante; otros eran empujados por los que venían detrás. Los mensajeros del rey, heraldos y
trouvères
, recorrieron arriba y abajo la línea gritándonos que nos detuviéramos y que cerráramos filas de nuevo; unos trompetazos llenos de urgencia insistieron en el mismo mensaje. Y en medio del desorden —un ejército que acaba de ponerse en marcha e intenta rectificar—, cargaron mil jinetes turcos excelentemente adiestrados, con los arcos en la mano y la maldad herética en sus corazones.
Los jinetes enemigos se precipitaron directamente sobre nuestro flanco izquierdo: el tren de la impedimenta custodiado por los hospitalarios. Con la ligereza de una bandada de golondrinas, pero con el ruido atronador de un alud de montaña, arremetieron al ritmo marcado por los tambores, parecido al latir del corazón de un gigante, y se acercaron más y más a nuestros lentos carros. Mil cuerdas de arco temblaron al unísono y soltaron mil flechas que formaron un enjambre negro en el cielo azul pálido, y cayeron como mil rayos diminutos sobre los hospitalarios a pie y a caballo, repiqueteando contra armas y armaduras como un niño cuando pasa un palo por los barrotes de la valla de madera de un huerto. Otra oleada de flechas ascendió en el aire, más baja esta vez, y golpeó a nuestra retaguardia, y entonces los jinetes hicieron volver grupas a sus ponis, con tanta limpieza como en un paso de baile, y soltaron una última descarga de flechas mientras volvían hacia sus líneas. El ataque no había durado ni siquiera lo que se tarda en recitar un
Pater Noster
, pero el efecto que tuvo sobre nosotros fue devastador. Las flechas habían impactado en las filas de los infantes que guardaban el tren de la impedimenta, atravesado brazos y piernas de cristianos y convertido a hombres buenos en guiñapos ensangrentados. Parecía que los turcos habían aprendido de sus anteriores fracasos la forma de perforar nuestras mallas, y en esta ocasión no empezaron a disparar hasta que sus caballos estaban a tan sólo un par de docenas de metros de las líneas cristianas. Los lanceros de la tercera división se mantuvieron firmes; recibieron aquella tempestad de flechas con los dientes apretados y los escudos en alto, y muchos murieron por su bravura, atravesados por media docena de flechas a un tiempo; otros recibieron heridas horribles en la cara o en el cuello. Algunas ballestas respondieron a la tormenta de flechas con sus virotes negros; y cuando los turcos se retiraron, me encantó ver que dejaban un rastro de cadáveres tras ellos.
Vi que un caballero con el hábito negro de los hospitalarios galopaba por detrás de la línea del frente, del lado del mar, hacia la división del rey.
—Van a solicitar permiso para cargar —dijo sir James de Brus.
—No se lo darán —fue la lacónica respuesta de Robin.
Simultáneamente, empezaba la carga de la segunda línea de la caballería turca. Mientras la primera ola atacaba a los hospitalarios, se adelantó una segunda formación tan numerosa como la primera, y cuando la primera unidad dio la espalda a los carros del equipaje, sin dejar de disparar sus arcos y girándose hacia atrás en sus monturas, otros mil jinetes vociferantes siguieron la huella de sus compañeros y desataron una nueva tormenta mortal sobre los asendereados caballeros negros y sus maltrechos infantes. Algunos hospitalarios dejaron sus monturas al resguardo detrás de los carros y formaron a pie, lanza y escudo en mano, en la línea de los lanceros. Y seguían atronando los tambores, chillando los pífanos, resonando los címbalos, y las flechas turcas zumbaban en el aire; oí los gritos de los heridos y las consignas de combate de caballeros e infantes por encima de aquel ruido infernal…, pero de inmediato hube de apartar la vista de su valerosa defensa, porque también nosotros empezamos a tener problemas Una nutrida fuerza de la caballería ligera sarracena —varios centenares de hombres— se había desgajado del grueso de las fuerzas enemigas y se acercó al trote a los hombres de Robin: empezaba la batalla para nosotros.
—¡Muro de escudos! —gritó Little John. Y ochenta forzudos lanceros se movieron con precisión milimétrica para adoptar una formación que habían practicado cientos de veces. Formaron una línea, hombro contra hombro, de cincuenta pasos de longitud, solapando sus grandes escudos redondos y manteniéndose muy juntos, con las largas astas de las lanzas apoyadas en el hueco entre dos escudos juntos, creando así una barricada de madera, músculo y acero; un muro impenetrable erizado de puntas de lanza asomando al frente. Si se mantenía firme, ningún caballo cargaría por su voluntad contra una barrera así, porque el animal percibiría la muerte al precipitarse sobre las lanzas.
Detrás de nuestro muro de lanceros, fue a colocarse una doble línea de arqueros vestidos con túnicas verdes, con los arcos montados, espadas cortas al cinto, y las flechas clavadas en la hierba frente a ellos. Y detrás de los arqueros, a una distancia de veinte metros, estaba nuestra caballería, y a la cabeza Robin, sir James de Brus y yo mismo, preparado para comunicar las órdenes de mi señor o entregar sus mensajes a cualquier punto del campo de batalla.
Aullando como los demonios del infierno, aquellos jinetes nervudos corrieron hacia nosotros. Y a ciento cincuenta pasos, tensaron las cuerdas de sus arcos, colocaron sus flechas y se dispusieron a oscurecer el cielo con su descarga. Pero nosotros fuimos más rápidos al sabernos con la ventaja de nuestros poderosos arcos: Owain, el jefe de los arqueros, dio una orden y, con un ruido como el crujido de un roble viejo en medio de una tempestad, ciento sesenta arqueros tensaron las cuerdas hasta llevarlas a la comisura de los labios y desparramaron una ola de muerte gris, por encima de nuestro muro de escudos, contra la marea de turcos que cargaban. Las flechas golpearon la primera línea de jinetes enemigos como una gigantesca guadaña que abatió de golpe la fila entera, descabalgó a los hombres de sus sillas de montar y hundió hasta seis pulgadas de puntas de flecha de acero en los pechos y los cuellos de los ponis que se acercaban al galope. Los animales cayeron adelante, giraron hacia un lado o intentaron dar media vuelta por el dolor, y chocaron con la masa de los jinetes que venían detrás, lo que produjo una tremenda confusión. Nuestros arcos crujieron de nuevo y las flechas volvieron a zumbar, y otro enjambre de muerte de puntas afiladas cayó sobre la formación enemiga. Los caballos que venían detrás de la primera línea chocaron con sus compañeros muertos o agonizantes; las delicadas patas de los ponis se partieron como cañas bajo el ímpetu de animales de media tonelada de peso lanzados al galope y enloquecidos de dolor, que tropezaban unos contra otros. Los hombres se vieron arrojados al aire desde sus sillas, patas arriba, con sus armas volando en todas direcciones, y fueron a aterrizar con un ruido sordo estremecedor en el duro suelo, y otra descarga de flechas mordió las carnes del enemigo, haciendo mella ahora en la tercera y la cuarta filas y aumentando la carnicería. Tan sólo unos pocos audaces, todavía a caballo, consiguieron abrirse paso a duras penas por entre los hombres y los animales muertos o moribundos, e intentaron continuar la carga, pero muy pronto fueron abatidos por los arqueros, que disparaban a placer, eligiendo su blanco con precisión. La carga se diluyó en la nada, destruida por unos cientos de astiles de fresno de un metro de largo, proyectados desde un artilugio formado por un bastón de tejo de gran tamaño y un pedazo de cuerda de cáñamo. Vi que las filas últimas de la caballería enemiga volvían grupas y regresaban a sus líneas. Caballos sin jinete trotaban al azar por el campo; un hombre descabalgado, con su turbante suelto formando una larga cola de tela negra que dejaba al descubierto un yelmo brillante y puntiagudo, maldecía y se palpaba el cuerpo magullado. Agitó su espada para amenazarnos lleno de rabia, pero cuando una flecha fue a dar en el cadáver de un caballo tendido detrás de él, dio media vuelta y, mirándonos temeroso por encima del hombro, echó a correr colina arriba en busca de protección. Los arqueros no le dispararon, y se vitorearon a sí mismos por haber roto la carga, pero en medio de las celebraciones, sus gritos se les atragantaron de pronto porque, apenas a setenta metros de distancia, evolucionando para rodear los restos del escuadrón turco aniquilado que había servido de pantalla a su avance, se acercaba al medio galope y en perfecta formación la brigada de los lanceros berberiscos. Eran quinientos hombres vestidos con una fina malla de acero y túnica blanca suelta, y armados con dos jabalinas y una lanza larga, montados en caballos poderosos, de gran alzada. Y venían a por nosotros. Apenas hubo tiempo para lanzar una rabiosa descarga de flechas de los arqueros, y ya aquella élite de jinetes salvajes se abalanzaba sobre nuestras filas.