Yo tuve suerte: Robin tenía a su disposición una parte del monasterio de San Salvatore, y William y yo ocupamos la celda de un monje; yo dormía en un reborde plano de piedra sobre el que coloqué un jergón relleno de lana, y William en el suelo sobre un montón de paja. Little John, Owain y sir James de Brus disfrutaban de un acomodo similar en las celdas vecinas a la mía, y cada uno de ellos tenía asignado un sirviente personal para atenderle. Reuben se había instalado en la ciudad vieja. Conocía a varios judíos del lugar, mercaderes de alguna especie, y se agenció una invitación para alojarse con ellos. Creo que era el que gozaba de más comodidades de todos nosotros. En cuanto a Robin, tenía una habitación completa a su disposición en el monasterio, con un hogar para calentar la piedra fría, una cama pequeña y una mesa grande en la que sus oficiales nos reuníamos a comer y a discutir los planes. Y cuidé de que tuviera por lo menos dos mesnaderos de vigilancia en todo momento: quienquiera que hubiese intentado matarlo con la víbora en Borgoña podía probar suerte de nuevo.
A decir verdad, como la mayoría de los hombres yo me aburría mucho. Practicaba el manejo de las armas todos los días con Little John —ahora me estaba enseñando las sutilezas del combate con la maza de cadena—, y asistía a tantas misas como podía en la hermosa catedral de Messina. Sentía una amarga decepción por tener que quedarme en Sicilia el invierno entero. Y también tenía la sensación acuciante de que no era digno de poner el pie en el suelo sagrado que había pisado Jesucristo: estaba demasiado encenagado en el pecado, y Dios retrasaba mi llegada a Ultramar a la espera de mi arrepentimiento pleno y de la purificación de mi espíritu. El peso de las almas de los cristianos que había matado en York pesaba como una losa sobre mis hombros. Pero también, a veces, resonaban en mis oídos por la noche los ecos de la promesa inútil que había hecho a Ruth de protegerla, y mis palabras parecían burlarse de mi fracaso. De modo que todas las mañanas me levantaba antes del alba y asistía a los maitines en la catedral, y todas las noches antes de dormir rezaba las completas, además de asistir a tantas misas como podía. Pero a pesar de la etérea belleza de la catedral, de sus espléndidos vitrales policromos y de sus exquisitas pinturas sobre fondo dorado de Jesús niño y de la Virgen, colgadas de los muros, que contemplaba con una devoción humilde, nada parecía aliviar mi hondo sentimiento de culpa. Rezaba durante largas e incómodas horas, de rodillas frente al altar mayor, y pedía perdón a la Virgen, pero no conseguía apartar los negros pensamientos de mi cabeza. Deseaba desesperadamente que Tuck estuviera con nosotros; él habría limpiado mi conciencia, de eso estaba seguro.
—¡Por las almorranas hinchadas de Dios! Lo que necesitas es una buena pelea —me dijo Little John cuando le hablé de mi estado de ánimo una tarde—. O un buen fornicio. Eso te arreglará el coco en un santiamén.
Pero la perspectiva de una u otra cosa era muy remota.
Y entonces, en medio de tanta tristeza y remordimiento, el rey Ricardo decretó que habría un día de fiestas y de música en honor de su real primo Felipe de Francia —no se llevaban demasiado bien, según los rumores que corrían, y aquello era un intento de salvar diferencias—, y Robin me dijo que tendría que actuar delante de los dos reyes en el fragante huerto de hierbas aromáticas situado en la parte de atrás del monasterio, si el tiempo lo permitía. Una mañana lluviosa me pidió que me reuniera con él en el claustro cubierto donde en tiempos se reunía el capítulo de los monjes, y me habló de la velada musical y del papel que había de representar yo en ella.
—Tira de todos esos temas bobos sobre amores, y quizá también de alguna que otra pieza tradicional; nada de política, se supone que hemos de alisar las plumas de Felipe y no erizarlas —dijo. Y antes de que yo pudiera protestar de que calificara mis
cansós
tan finamente trabajadas de «temas bobos sobre amores», me hizo callar de golpe con sus siguientes palabras—: Y, dicho sea de paso, sir Richard Malvête está aquí, con nuestro señor el rey Ricardo. Llegó anoche, de Marsella.
Puse los ojos como platos. ¿La Mala Bestia estaba aquí, en Messina, con el rey?
—Cayó en desgracia después del baño de sangre de York —siguió diciendo Robin—. Al rey no le gustó lo más mínimo la matanza de sus judíos. Me han dicho que estaba verdaderamente indignado; depende de ellos para que le presten el dinero que necesita para sus aventuras militares. —Me dirigió una sonrisa torcida; ésa era exactamente su misma posición financiera—. De modo que Malvête perdió sus tierras en el norte y ha venido a participar en la Gran Peregrinación como penitencia —dijo Robin con una mueca alegre, y concluyó en tono sarcástico—: De acuerdo con vuestra lógica cristiana, para purificar su alma del horrendo pecado de matar judíos, Malvête tendrá que matar un número igual de sarracenos.
Le miré ceñudo. No me gustaba la falta de respeto de Robin por la religión verdadera, ni por nuestra gran misión de rescatar Tierra Santa. Robin ignoró mi mirada agria y siguió diciendo:
—Nuestra versión es que tú y yo no hemos estado nunca en York, nunca nos encerramos en la Torre y nunca nos abrimos paso por entre una multitud de soldados para escapar de allí. Todo eso, si es que ocurrió de verdad (y probablemente no es más que un invento, ¿no es cierto?), fue cosa de algún otro. Nosotros, no. ¿Entendido?
—Gritaste tu nombre ante los soldados —señalé.
—Un impostor —respondió Robin de inmediato—. Un vil judío que quería salvar la piel haciéndose pasar por el famoso conde de Locksley. Dime que lo has entendido.
Lo había entendido. Robin no quería verse relacionado con aquella catástrofe; no quería explicar por qué razón estaba allí, ni admitir que había matado a civiles cristianos en defensa de los judíos. Por encima de todo, noté que se sentía avergonzado; el episodio no era un timbre de gloria para nadie. Pero aquello me convenía también a mí. Me sentiría plenamente satisfecho si nunca volvía a pensar ni a hablar de nuevo sobre aquellos días sangrientos.
—¿Y Reuben? —pregunté—. Cuando Reuben sepa que Malvête está aquí, le arrancará el corazón de cuajo.
—Sí, ya me he ocupado de eso. Yo mismo le he contado a Reuben que Malvête está ahora con el rey y le he prometido que, si el maldito bastardo vive aún cuando lleguemos a Tierra Santa, le ayudaré a matarlo sin que nadie se entere. Le dije además que tú también querrías participar, probablemente.
Yo asentí; me encantaría enviar el alma de Malvête junto a su amo, el diablo.
—Pero ¿por qué esperar? —pregunté—. ¿Por qué no lo matamos ahora mismo?
Me miró unos momentos como si no fuera a contestarme, y luego pareció cambiar de opinión.
—Por dos razones, Alan, y esto no debe trascender. Lo digo muy en serio, no has de contar ni una palabra de esto, ¿de acuerdo? Primero, porque no quiero enturbia aguas tranquilas precisamente ahora. Si los caballeros del rey empiezan a matarse entre ellos, por más que organicemos un asesinato discreto y sin alharacas, eso hará que la expedición se malogre (ya es bastante malo que Felipe y Ricardo casi no se hablen), y aunque a mí me importa muy poco qué banda de fanáticos religiosos ondee o deje de ondear su bandera sobre las torres de Jerusalén, quiero que esta campaña tenga éxito por razones particulares mías. Y eso me lleva al segundo punto. Si algo saliera mal, no quiero que cuelguen a Reuben por un asesinato aquí en Sicilia. El rey Ricardo ha declarado que ejecutará sumariamente a cualquier hombre que dé muerte a un peregrino, y Malvête, maldita sea su alma, está aquí como peregrino. Necesito… necesito que Reuben me ayude en cierto asunto en Ultramar, y únicamente él puede serme de ayuda. No, Alan, no voy a decirte aún de qué se trata, haz el favor de no hacer preguntas. Te contaré más cosas cuando llegue el momento oportuno.
♦ ♦ ♦
No era yo el único
trouvère
que acompañaba al ejército a Tierra Santa. De hecho éramos unos cuantos, y habíamos empezado a reunimos por las noches a beber vino y conversar en una taberna de la ciudad vieja de Messina; allí nos contábamos historias y cantábamos entre nosotros fragmentos de nuestras composiciones. Hice amistad en particular con Ambroise, un tipo de carácter alegre, que casi medía a lo ancho tanto como yo de largo, con grandes carrillos colorados, ojos negros chispeantes como los de un pájaro, y, cuando decidía emplearlo, un ingenio feroz. Era normando, de Evrecy, cerca de Caen, un pequeño vasallo del rey Ricardo, y, aparte de componer música para entretener a su señor, me dijo que estaba escribiendo una historia de la guerra santa. Le conocí en la orilla de la concurrida bahía, inclinado sobre una pizarra en la que escribía con un pedazo de tiza.
—¿Qué rima con «boyas en los muelles»? —me preguntó de pronto, girando en redondo su grueso cuello para mirarme. Yo no sabía que se hubiera dado cuenta de que estaba a su lado. Contesté sin pensar:
—Pollas de los bueyes.
Se echó a reír, con todo su cuerpo retaco y redondo retemblando bajo sus carcajadas, y medio atragantándose observó:
—Admiro la forma de trabajar de tu sucio cerebro, pero no me parece una frase apropiada para un poema en loor de la gloriosa llegada de nuestro rey a Messina. Tú eres Alan, el
trouvère
del conde de Locksley, ¿verdad? Dicen algunos que lo haces muy bien, para lo joven que eres. Yo soy Ambroise, el servidor del rey. En parte poeta, en parte cantor y en parte historiador…, pero por encima de todo un gran glotón —y volvió a reír mientras se daba una palmada en la enorme tripa.
A partir de ese día, fuimos amigos inseparables.
De hecho, nuestra llegada a Messina no había sido tan impecablemente gloriosa como podían haber esperado Ambroise o el rey. La población local era una mezcla de razas: había sobre todo griegos, con un injerto de genoveses y venecianos, algunos judíos e incluso unos cuantos árabes. Y todos nos odiaban. Cuando entramos en la bahía hubo algunos abucheos y burlas, audibles incluso por encima del toque de la trompetería, e incluso se arrojaron algunas frutas podridas. Se agitaron puños, y el rey Ricardo se irritó muchísimo: palideció, y sus ojos azules lanzaron chispas furiosas. Había querido exhibir su poder y su majestad con aquel despliegue, y dio por hecho que los espectadores sicilianos —bautizados de inmediato como «sucios anos» por Little John— quedarían convenientemente impresionados. No fue así. Parecían mirarnos como algo intermedio entre un ejército de ocupación y una multitud de bobos forasteros que podían ser timados e insultados a voluntad. Tengo que decir que ese sentimiento de disgusto fue mutuo: nos referíamos a los griegos con desdén llamándoles «grifones», y «lombardos» a los italianos; a los árabes, muchos de ellos esclavos, los ignorábamos como indignos siquiera de nuestro desprecio de buenos cristianos.
♦ ♦ ♦
Ambroise tuvo el honor de dar comienzo al festival musical, una luminosa mañana de octubre en el bucólico huerto del monasterio de San Salvatore. El tiempo había mejorado y el día era templado y soleado bajo un cielo de un color azul pálido salpicado de nubes blancas algodonosas. Lo inició con una canción sencilla y supuestamente melancólica sobre un caballero que se lamenta de la lejanía de su dama. No era un tema demasiado original. Lo cierto es que, ahora que mi amigo lleva muchos años muerto, puedo reconocer delante de mí mismo que Ambroise no sobresalía por sus dotes de
trouvère
. Dios dé descanso a su alma alegre. Tenía una hermosa voz, es cierto, pero sus composiciones musicales no solían ser muy inspiradas.
Y de vez en cuando me pareció incluso que se apropiaba de las ideas de otros. En una ocasión, me confesó que la forma de hacer música de los trovadores, centrada en el amor no correspondido, le resultaba tremendamente aburrida. Lo que más le interesaba era la poesía, en especial la poesía épica, que describía grandes acontecimientos. Me hablaba continuamente de su historia de la Gran Peregrinación, algo sobre lo que volvía una y otra vez cuando había bebido un par de vasos de vino en El Cordero, nuestro abrevadero favorito en la ciudad vieja.
Si mi memoria me es fiel, la canción de Ambroise empezaba así:
Adiós, amor;
Sé bienvenido, dolor,
Hasta el regreso de mi dama…
Penoso, convendréis conmigo. Y resultaba bastante difícil imaginar al pequeño y rotundo Ambroise como un amante de corazón lacerado, como se describía después a sí mismo en la composición, incapaz de comer ni de beber por amor a su dama lejana. Pero puede que me equivoque: me avergüenza decir que apenas presté atención a los rimbombantes versos de mi amigo; en vez de eso, ocupé mi tiempo estudiando a los oyentes. El rey Ricardo estaba sentado en el lugar de honor, junto a su real invitado francés. Ricardo era un hombre alto, fuerte y musculoso, con un ligero e incontenible temblor en las manos cuando estaba nervioso o excitado. A sus treinta y tres años había alcanzado una madurez espléndida. Su cabellera dorada de un tono rojizo era verdaderamente regia, y relucía y chispeaba a la luz viva de la mañana; su tez era clara, ligeramente quemada por el sol, y sus sinceros ojos azules jamás se desviaban. Su reputación de guerrero no era inferior a la de nadie, y se decía que nada amaba más que una buena batalla encarnizada. Ricardo era lo que Tuck llamaba un hombre «caliente», cuya ira se hallaba siempre próxima a la superficie, y que cuando se irritaba resultaba aterrador. A su lado, el rey francés, Felipe Augusto, era tan distinto de él como la tiza del queso. Era un individuo pálido y oscuro; flaco, de aspecto frágil a pesar de sus ojos grandes y luminosos, y a la edad de veinticinco años con la espalda encorvada de un hombre mucho mayor. Tuck lo habría llamado un hombre «frío», que ocultaba sus verdaderos sentimientos detrás de un muro de hielo. Ricardo y Felipe habían sido grandes amigos en su juventud, e incluso hubo quien sostuvo que Ricardo había estado enamorado de Felipe, pero por la actitud de ambos sentados en sus sitiales provistos de almohadones en aquel huerto poblado de sutiles aromas, estaba claro que ahora era muy escaso el amor existente entre los dos reyes. También estaban presentes Robin y otros comandantes del rey Ricardo, incluido Robert de Thurnham, un caballero al que conocí el año anterior en Winchester y que me ayudó, en aquella ocasión, a escapar de las garras de Ralph Murdac. Ahora era un hombre muy importante, nada menos que el alto almirante de Ricardo, y no tuve ocasión de renovar nuestro trato común más allá de una breve sonrisa y una inclinación.