Robin Hood II, el cruzado (26 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Cuando entré en la celda, Nur estaba arrodillada en el suelo, con los ojos bajos en señal de sumisión. Se había aseado; su cabello húmedo había sido recogido en una gruesa trenza que bajaba de su nuca, e iba vestida con una camisa vieja y raída que la cubría hasta más abajo de las rodillas. Entonces alzó la vista, y al cruzarse nuestras miradas sentí un choque como el impacto de un rayo. Sus ojos oscuros como el azabache ahondaron en los míos y fueron a alojarse en el fondo de mi alma. Intenté interrumpir la corriente de nuestras miradas, pero no pude apartar la mía por completo; me demoré en sus generosos labios de un rojo intenso, en sus pómulos marcados, en su nariz ligeramente respingona, en el cuello largo y elegante, en el empuje de su seno generoso bajo la delgada tela de la camisa. Sentí que me endurecía bajo mi ropa interior sólo con verla allí arrodillada, y estaba seguro de que, ocultos detrás de los párpados entornados, sus ojos de cierva habían percibido ya mi deseo en la fuerte erección. A mi espalda, William tosió. Y me di cuenta de que había estado mirándola demasiado rato. Aparté mi mirada culpable y advertí que la comida y el vino habían desaparecido, y que la bandeja y la copa habían sido lavadas y puestas a secar. Entonces di un paso más y quedé de pie frente a ella —era dolorosamente consciente de que mi miembro erecto estaba situado a escasas pulgadas de su rostro—, y tendí una mano para ayudarla a levantarse, pero ella se aferró a mi mano, le dio la vuelta y cubrió de tiernos besos mi palma. Mi miembro se agitó visiblemente bajo la tela de mi túnica. Fue un momento extraordinariamente erótico. Sentí sus labios suaves acariciar la piel encallecida de mi mano, pero me pareció como si un hierro al rojo acariciara mi piel, e involuntariamente me estremecí.

La invité a ponerse en pie, William la envolvió en su capa —ella no podía recorrer las estancias del monasterio vestida con aquella camisa raída, se habría originado una batalla campal—, y ordené en tono áspero a William que la escoltara a las tiendas de las mujeres y cuidara de que fuera bien atendida por Elise. Luego me fui al
lavatorium
, me desnudé y arrojé un balde tras otro de agua helada sobre mi cuerpo para intentar hacer desaparecer el torbellino de pensamientos pecaminosos que inundaba mi cabeza.

Al cabo de tres días, estaba completa, intensa y locamente enamorado de Nur. Descubrí que echaba de menos su mirada, su proximidad, y que deseaba su compañía más que ninguna otra cosa. Continuamente pensaba en tocarla, en acariciar su rostro. En mis sueños hacíamos al amor sin descanso, enlazados nuestros cuerpos en una hermosa combinación de formas y volúmenes. Y cuando despertaba cubierto de sudor, tenía el miembro tan rígido como el puño de una espada…

Nur me visitaba todas las mañanas y me traía pan, queso, cerveza, y una jofaina de agua y una palangana para que me lavara. A veces, si me había despertado temprano de un sueño erótico, las largas horas grises del alba se me antojaban una eternidad, y a duras penas podía esperar hasta oír su tímida llamada a la puerta y ver asomar su hermoso rostro. Y luego entraba, me saludaba con una sonrisa y recogía mis ropas para lavarlas y remendarlas. Me derretía de amor…, y sin embargo nunca llegamos siquiera a tocarnos. No confiaba en mí mismo. Me sentía a un tiempo desgraciado y eufórico; feliz tan sólo por contemplar su belleza, y maldito cuando me dejaba para dedicarse a sus tareas femeniles. Y además estaba el sentimiento de culpa, y la vergüenza absolutamente injustificada. El padre Simón vino a verme y me echó un sermón sobre la lujuria de los jóvenes y cómo Dios aparta su rostro de los pecadores que se aprovechan de las pobres sirvientas, por más paganas que sean. Si supiera la verdad el viejo bobo sin barbilla… Me dijo que yo era la comidilla del cuartel, que Little John no paraba de hacer chistes groseros sobre Nur y yo mismo…, y yo enrojecía violentamente de rabia por la injusticia de la situación. Pero no tenía motivos de queja en realidad: Nur había entrado en mi vida y todas las mañanas, cuando me saludaba, mi alma se henchía de gozo. Cumplí como un sonámbulo todas las tareas que se me asignaron durante el otoño y el invierno. Cuando practicaba la esgrima con Little John, me vencía con facilidad y me abroncaba por mi falta de atención. No me importaba. No pensaba en otra cosa que en Nur y su cuerpo: sus ojos negros, sus pechos blancos, su talle esbelto y cómo sería rodearlo con mis manos; cómo sería sentir sus labios en los míos; cómo serían sus nalgas recostadas en la curva de mi pelvis. Qué sentiría al penetrarla…

Pero basta ya de sandeces. Estoy seguro de que tú mi paciente lector, has experimentado el amor y conoces de sobra sus placeres y sus dolores. Será suficiente decir que yo era joven y que estaba enamorado de verdad por primera vez.

Intenté apartar a Nur de mis febriles pensamientos mediante el saludable ejercicio al aire libre. Robin me había sugerido que me entrenara en el manejo de la lanza, sin duda el aspecto más deficiente de mi instrucción con las armas, y también pidió al capitán de la caballería, sir James de Brus, que fuera mi instructor.

Sir James me acompañó hasta el estafermo que había instalado más allá del campamento del ejército, en un campo bastante llano situado al norte de la ciudad. Por encima de nosotros, en lo alto de una colina que dominaba toda Messina, el rey Ricardo estaba construyendo un gran castillo de madera. Era un edificio curioso, fabricado con partes ya ensambladas que Ricardo se había traído consigo desde Francia. Resultaba extraño ver a un pelotón de soldados de infantería subir la colina cargado con una sección de muralla ya montada, incluidas las almenas dentadas, o a un grupo de jinetes utilizar sus monturas para arrastrar una gran puerta de madera por la empinada pendiente de la colina. Pero tenía su lógica: la madera escaseaba, y Ricardo había sido previsor al traer materiales propios para construir una posición defensiva, en lugar de confiar en que Dios le proporcionaría todo lo necesario en el lugar mismo. El castillo había de llamarse «Mategriffon» —literalmente, «matagrifones»—, como siniestro recordatorio de que Ricardo, desde su nueva fortaleza alzada sobre la ciudad, podía tomar Messina y castigar a sus ciudadanos en cualquier momento en que lo deseara.

El saqueo de la ciudad tuvo dos consecuencias interesantes: la primera, que el rey Felipe se puso furioso al ver ondear el estandarte real de Ricardo sobre los muros de la ciudad —creo que esperaba que el loco ataque de Ricardo con un pequeño grupo de caballeros fracasara—, y amenazó con llevarse a sus hombres de nuevo a Francia si no se le daba la mitad del botín de la ciudad capturada. La segunda consecuencia fue que el rey Tancredo de Sicilia se quedó tan atemorizado por la rápida toma de su puerto más lucrativo, que pagó a Ricardo el montón de oro y plata que le debía para congraciarse con él. Se suponía que aquel dinero, cofres y más cofres repletos de monedas, era el pago definitivo de la pensión de Joanna, pero de hecho era sobre todo un medio para ganarse la buena voluntad y el apoyo de Ricardo en el futuro. Tancredo tenía sus propios enemigos en Italia, y una alianza con el príncipe más poderoso de la cristiandad tenía más valor que el simple dinero.

Algunas gestiones diplomáticas discretas por parte de Robert de Thurnham permitieron suavizar considerablemente las cosas entre los reyes de Francia y de Inglaterra. Ricardo arrió sus estandartes de las murallas de Messina, y los reemplazó por los de las órdenes de los caballeros templarios y los hospitalarios. Y en adelante fueron las dos grandes órdenes militares las que se hicieron cargo del gobierno de la ciudad. Ricardo ordenó además la devolución de todo el botín robado en Messina. Por supuesto, nadie en nuestro ejército era tan tonto como para reconocer que estaba en posesión de bienes o de plata mal adquiridos, de modo que se trataba de un gesto vacío de contenido, y lo cierto es que Ricardo no insistió en ese punto. Aun así en un esfuerzo por mejorar las relaciones entre los ciudadanos y nuestros soldados, Ricardo prohibió los juegos de azar bajo penas feroces. Pero también fijó el precio del pan en un penique la hogaza, y lo mismo hizo con la pinta de vino y otros comestibles, y decretó que los grifones no podrían vender a un precio superior los productos de primera necesidad.

Como prueba final de su deseo de mantener la paz, y en mi opinión dando muestras de una gran generosidad, Ricardo dio al rey Felipe la tercera parte del dinero que había recibido de Tancredo. Así ablandado, el rey francés volvió a su madriguera en palacio, sin duda con la intención de buscar o inventar nuevos motivos de agravio contra nuestro generoso monarca. Mi amigo Ambroise me dijo una noche, delante de una copa de vino y un bocado de asado de puerco, que la gran expedición santa del rey francés no iba dirigida tanto contra los sarracenos como contra el rey Ricardo, y aunque se trató sólo de una invención maliciosa, en aquella chanza de taberna había una gran parte de verdad.

♦ ♦ ♦

El estafermo era un travesaño horizontal con una diana circular de madera en un extremo y en el otro un contrapeso, por lo general un saco lleno de grano o bien un odre con agua. El travesaño iba montado en un poste vertical, de modo que cuando un hombre a caballo golpeaba la diana con la lanza, el artefacto giraba a gran velocidad, y el contrapeso derribaba de su montura a los jinetes torpes o demasiado lentos.

Yo había practicado con uno de esos artilugios en un de ocasiones, cuando vivía en las profundidades del bosque de Sherwood en la granja de un veterano guerrero sajón llamado Thangbrand, pero nunca había conseguido dominarlo. Sabía, sin embargo, que el secreto estaba en la rapidez. De modo que, la primera vez que sir James me dijo que cabalgara contra él, piqué espuelas a
Fantasma
y cargué a medio galope, a buena velocidad, con un escudo poco familiar para mí en forma de cometa en el brazo izquierdo, y una lanza larga y de punta roma bajo el derecho.

Descubrí que controlar la pesada lanza era más difícil de lo que había imaginado. La punta embotada oscilaba en todas direcciones con el movimiento del caballo, y el resultado fue que marré la diana por completo.
Fantasma
hizo un extraño, pero prosiguió su galope arrastrado por su propio impulso. En el último instante, se venció a un lado para evitar la diana, que un instante después chocó contra mi escudo con una fuerza sorprendente que a punto estuvo de desmontarme. El saco de grano del contrapeso pasó con un silbido a mi espalda, y sólo por un pelo llegué a evitarlo.

Mientras trotaba en dirección a sir James de Brus, esperaba que de su cara ceñuda salieran frases hirientes que me dejaran en ridículo. Le había visto entrenar a sus jinetes, y el lenguaje de aquel hombre cuando estaba furioso habría hecho palidecer al patrón de un burdel. Pero se limitó a decirme:

—Nadie lo hace bien la primera vez. Observa cómo lo hago yo.

Salió al medio galope hacia el estafermo, con la lanza recta bajo el brazo y el largo y pesado palo de madera tan inmóvil como si estuviera atado a una viga. Cargó contra la diana al galope tendido en los últimos metros, golpeó el centro mismo del círculo de madera, y pasó airoso delante del contrapeso, antes de que el saco bamboleante de grano hubiera recorrido la cuarta parte de su trayecto circular.

Lo intenté de nuevo; volví a fallar y choqué de nuevo con la diana con mi escudo. Entonces cometí un error y cabalgué más despacio para asegurarme de que daba con mi lanza en la diana. El paso de
Fantasma
era demasiado lento, y el saco me golpeó en las costillas y me derribó de la silla. Magullado y sin aliento, monté de nuevo a
Fantasma
y volví de nuevo junto a sir James.

—Creo que tendremos que empezar con algo más sencillo —dijo, pero no sin cierta amabilidad.

Sir James colocó un poste más o menos a la altura de mi cabeza, con una horquilla tallada en la madera de la que colgaba un anillo de paja trenzada del diámetro aproximado de una manzana. Con una lanza auténtica ahora, y no desmochada, tenía que pasar la punta por el hueco del anillo de paja al cargar a caballo, y arrancarlo del poste. Era enormemente difícil ensartarlo. Fallé una y otra vez, incluso yendo al trote, y me sentí cada vez más frustrado, hasta furioso, conmigo mismo y con sir James de Brus por hacerme sentir tan ridículo e incompetente.

—Prueba ahora al galope —me sugirió mi maestro después de que marrara el anillo por vigésima vez. Me mordí la lengua para no contestarle con un insulto, y clavé las espuelas en el flanco de
Fantasma
. Respondió y nos abalanzamos a toda velocidad sobre el anillo del poste. Para mi sorpresa, el caballo al galope tendido resultó ser una plataforma más estable, y al acercarnos al anillo pude apuntar al frente con la lanza como si se tratara de una espada: con una extraña sensación de desasosiego, atravesé el anillo de paja y lo arranqué limpiamente del poste. Me sentí eufórico. ¡Un éxito por fin! Sir James incluso me dedicó un guiño raro que tomé por su forma de sonreír para dar la enhorabuena.

—Ahora vuelve a hacerlo —gruñó. Y lo hice.

Al cabo de una semana, había dominado el anillo de paja. Podía arrancarlo del poste diecinueve veces de cada veinte. De modo que volvimos al estafermo. Dos semanas más tarde, también lo dominaba. Y gané un amigo.

Después de un largo día de trabajar con el estafermo, sir James me invitó a compartir una frasca de vino con él. Estábamos a finales de noviembre y los días se acortaban; aquel atardecer gris nos sentamos en el refectorio de los monjes solos los dos, a excepción de un par de caballeros que se habían instalado al fondo de la sala a jugar a las tablas, o como lo llaman algunos, al backgammon.

Habíamos estado hablando de las tácticas de la caballería sarracena. Sir James ya había peregrinado en una ocasión a Jerusalén, antes de que la perdiéramos frente a Saladino, y había oído hablar mucho del estilo de combate de la caballería turca —al parecer, eran magníficos jinetes, que se aproximaban al galope al enemigo, disparaban flechas desde la silla y daban media vuelta velozmente—, cuando apareció Nur en nuestra mesa con pan y carne fiambre para acompañar el excelente vino proporcionado por sir James.

Brus la miró ceñudo, pero ponía ceño a todo el mundo, era sólo su expresión habitual. Sin embargo, Nur se asustó y se arrimó más a mí. Entonces se dio cuenta de que en mi túnica había un hilo suelto, y con un gesto típicamente femenino lo arrancó de la tela y luego alisó ésta sobre mi hombro.

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